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EL PULMÓN DE LA SALAMANDRA

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  Miré  hacia abajo y no pude encontrar mis piernas. El cuerpo no proyectaba sombra; estaba desapareciendo de a poco. Podía mover los brazos, pero lo que más me asustaba era que no podía verlos. La niebla cenicienta tocó mi cara con dedos ásperos de sal. Se prendía a la piel como un polvillo de aserrín y venía cargada de la fetidez de la ciénaga. Estaba perdido y atravesaba una de las tantas salinas costeras de la comarca. Tenía que vadear el área húmeda y escalar el monte para después bajar por la ladera opuesta en dirección a la escuela. Mi cuerpo se había afinado como una hoja de parra. No dejaba huellas. Sólo una pista de arena fina y caliente que nacía confundida con los colores del agua, evaporándose sin cesar en estiradas plumas lechosas. La campana de la entrada ya debe haber tocado. Tía Emilia es una directora muy rigurosa. «El que no entró a la segunda llamada, queda afuera, pierde la clase y recibe penitencia».  Poco era lo que quedaba del cuerpo. «Soy el hombre de arcilla.

CUARESMA

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  Los ojos del extraño me buscaron entre las cortinas del balcón. Picotearon como saetas envenenadas mientras el rugido aumentaba afuera. Crecía en brazos y puños cargados de ira. La bayoneta reposaba vertical en mi mano derecha. Sabíamos que podía haber tumultos, cosas de esos revoltosos, todo el mundo sabe. Pero la lluvia era tan fuerte que no podíamos movernos de aquí. Los ojos de zorro  brillaron y yo bajé mi arma en señal de reverencia. —Ojos de zorro plateado. Es un espectáculo impresionante —dijo el centurión por debajo del yelmo. Ajusté la tonsura de espinos en mi cabeza. Me divertía tenerla bien pareada, tan bien cuidada como la que estaba preparada para la ceremonia. Cogí mi puñal y me retiré al dormitorio.  Me estiré el pelo y sonreí al ver desde la ventana al demacrado joven forrado de piel. Tenía abiertos los ojos tristes. El hombre de la túnica esperaba que la horda en el atrio se calmaría al abrirse la reja. Un zorro plateado de ojos brillantes salió de la jaula a la luz

MAQUILLAJE

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El guardia asistente estaba irritado.  Descargaba violentas cachetadas contra su rostro.  —Malditos mosquitos. Maltratan mi cuerpo y no me dejan bajar el arma para dar cuenta de ese incómodo infiernillo que insiste en roer mi pierna. Restallando sus dientes como un grillo, saltando  para comenzar de nuevo. Créame, querría poner el caño de la pistola contra su sien y apretar el gatillo. Así acabaríamos con esta pesadilla de una vez. —Todavía no. Ella merece otra chance de redimirse, de librarse de aquella traumática arruga del párpado, dejar de vagar en la ilusión del rimel. Intentará hidratar sus mejillas con agua limpia. Debemos ser pacientes y darle tiempo. Eso pareció calmarlo. Me dio la espalda y continuó masticando su paca de tabaco de cuerda. A veces tosía y escupía una bilis negra como el humo de las hogueras. Ella gruñó mientras atropellaba a puñetazos contra la puerta cerrada; confiaba en que la rabia la haría abrirse. La dejé. Era bueno que descargase toda su energía para que

LOS DÍAS DE TYSON

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  Llegaste a la Estación a comienzos de diciembre.Tenías un collar rojo que casi no se veía, escondido entre tus rulos negros y enredados. Pensé en un nombre y el primero fue Tyson. Me gustó, te caía bien. Ahora tenías un grupo de amigos nuevos, una cama, la comida y un nombre. Vos completabas la decena del bando. Hicimos una comilona y festejamos el acontecimiento con un paseo en la laguna. Me acuerdo que estabas nervioso, pero nuestro entusiasmo te contagió y así fue tu primera salida por las trillas. Fueron algunos días maravillosos. Vos me veías llegar y ya te preparabas. Habías aprendido con tus nuevos hermanos. Después del paseo eran las salchichas que coronaban la jornada y la reunión de la tropa bajo el techo de la parada de taxis.  Una tarde estábamos prontos para salir cuando te vi de lejos. Era algo extraño. No sentí tu alegría de las primeras veces. Me miraste y renunciaste a venir cuando te llamé. No le di mucha importancia. Todavía no estabas adaptado al ritmo de los otro

RASGOS DE FAMILIA

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  RASGOS DE FAMILIA El sol estaba alto mientras Bianca observaba a su hijo pequeño, Roni, jugando en el parque. Se deslizaba por el tobogán riendo y chillando, con los brazos abiertos pareciendo un ala delta. La diversión siempre terminaba un par de metros adelante, cuando caía sobre el colchón de arena fofa y tibia. Bianca se divertía y al mismo tiempo un gusto amargo se acumulaba en su garganta. Los movimientos de Roni parecían extraños. Temblaba y se retorcía, y su cuerpo se estremecía en contracciones. Se acercó a él, hablándole al oído para no preocupar a los otros.  —¿Estás bien, hijito?  Roni la miró con los ojos muy abiertos.  —No me encuentro bien, mamá —dijo con voz temblorosa. Bianca lo estrechó en sus brazos  —No te preocupes —le dijo tratando de tranquilizarlo—. Vamos a ver al médico y averiguaremos qué pasa. En la consulta del médico, los exámenes indicaron una rara enfermedad que afectaba a los  músculos. Roni luchaba a duras penas con su problema. Los espasmos llegaban

EL PÉNDULO DE SARA

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  S ara sólo conocía el bosquecillo desde el aire. Lo cruzaba de frente cada vez que el columpio bajaba zumbando por encima de las hayas del quintal. Soñaba con poder aterrizar en aquel oasis verde. Habría rincones escondidos, parajes menos transitados.  A pocos pasos del gran portón de hierro forjado, descubrió detalles que alteraban el cuadro y la dejaron con ganas de un contacto más íntimo. Los barrotes herrumbrados estaban trenzados con cables de acero y un candado. El terreno era delimitado por una valla de alambre de púas que su visión aérea nunca le había mostrado. Sara pensaba encontrarse con un cinturón metálico y cámaras ocultas. En su lugar, vio los alambres retorcidos detrás de un vertedero, como si alguien hubiese intentado romper el tejido y después desistido. La pequeña brecha resultante le simplificó la tarea. Separando algunos hilos de cable oxidado abrió un boquete por donde introdujo su cuerpo menudo. Se arrastró con cuidado evitando los hongos venenosos que se enros

EL RASTRO DEL CARACOL

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 EL RASTRO DEL CARACOL Anduvo esquivando charcos extensos como océanos, los destellos del pie de la estatua le parecían las cúpulas doradas de altas mezquitas. Se detuvo extasiado para ver las hinchadas ciruelas del verano y la parra todavía en flor. Los hongos pulposos turbaron su mente. Paró a medio camino en su travesía del porche y se quedó dormido. Esteban bajó la escalera que lleva directo al porche. Estaba muy atrasado. Se dejó resbalar hacia un lado para no aplastarlo y chocó con violencia contra la mureta. El local estaba amoratado y rápidamente hinchó. Furioso, lo recogió y lo arrojó por encima de la cerca para el baldío. Tony (que así lo bauticé para facilitar la historia) rebotó en una piedra y cayó sobre el césped con la coraza en pedazos. Parecía una babosa en desalojo, cargando los restos de su residencia. Tenía miedo de ser confundido con aquellas lombrices que los pescadores usan en los anzuelos. Pudo erguirse y, a pesar de maltrecho, se arrastró a un rincón escondido,