CUARESMA

 Los ojos del extraño me buscaron entre las cortinas del balcón. Picotearon como saetas envenenadas mientras el rugido aumentaba afuera. Crecía en brazos y puños cargados de ira. La bayoneta reposaba vertical en mi mano derecha. Sabíamos que podía haber tumultos, cosas de esos revoltosos, todo el mundo sabe. Pero la lluvia era tan fuerte que no podíamos movernos de aquí.

Los ojos de zorro  brillaron y yo bajé mi arma en señal de reverencia.


—Ojos de zorro plateado. Es un espectáculo impresionante —dijo el centurión por debajo del yelmo.


Ajusté la tonsura de espinos en mi cabeza. Me divertía tenerla bien pareada, tan bien cuidada como la que estaba preparada para la ceremonia.

Cogí mi puñal y me retiré al dormitorio. 

Me estiré el pelo y sonreí al ver desde la ventana al demacrado joven forrado de piel. Tenía abiertos los ojos tristes.

El hombre de la túnica esperaba que la horda en el atrio se calmaría al abrirse la reja.

Un zorro plateado de ojos brillantes salió de la jaula a la luz de la luna. Me asusté al darme cuenta que le faltaba la cola. Su corazón se aceleró al reconocerme.


—Mi padre me traicionó y me dejó aquí hace ya un tiempo. Hace más de una semana que no pruebo alimento. Me dijeron que debo mantener ayuno hasta que me avisen.


Se sentía culpable. Por eso la impresión que causaba su cuerpo menguado era más triste. Todavía agregó resignado:


—Mira mis agujeros. Me olvidé de taparlos. Juntaré muchas rosas blancas y las pondré en el cuenco con aceite de almendras verdes. Aliviará mi espalda. Ahora me dijeron que tengo que volver a subir. 


No sé qué era más aterrador;  si la vaharada de las heridas o los aullidos del hombre en el tope de aquel palo.

Un sucio manto carmesí se enroscaba en su cuerpo; sus manos fláccidas temblaron cuando presioné suavemente la espalda. El manto se hizo a un lado. El satin rojo se desprendió de su pecho atravesado por cicatrices todavía húmedas.

Los guantes de piel gruesa de los centuriones llamaron mi atención. Era de esa forma que evitaban tocar el cuerpo. Me prohibieron llegar a la espalda, su espalda que dolía.

El satin del manto se agarraba a la piel quemada, no podíamos separar el tejido de la piel. La seda ardía bajo los gases que desprendía la quemadura. Él dejó escapar dos o tres lágrimas y mostró sus trenzas oscuras salpicadas de sudor. Tenían un olor rancio y estaban impregnadas del polvo de los caminos.

Centelleaba el brillo de la luna entre las rejas de la jaula plateada. Lo miré en los ojos. Con las manos temblorosas y las rodillas dobladas, juntó las rosas blancas para llenar su cuenco. Apenas era capaz de levantar la cruz y resistir los latigazos.


Cuaresma

Alberto Macadar

Rio Pequeno/Rio Grande da Serra, SP-(Brasil)

Enero, 2023



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