TRESPASS

 —Si aquel maldito inglés levantó una pared, vamos a tener que subirla. De lo contrario se acabaron las ciruelas. 


Romeo había sido claro. Con la pared no podíamos alcanzar las ramas del manzano, que nos permitía invadir la quinta para llegar a las ciruelas.

Para Mario, el Tano, la situación no parecía tan dramática:


—No va a ser difícil. Si conseguimos clavar las cuñas, se acabó el problema. Vamos a necesitar algunos utensilios. Yo hice una lista, escuchen: guantes tipo gecko para agarrarnos a la superficie, zapatos con clavos, cuñas de acero y un martillo. No hay perros ni guardias de seguridad. La huerta será toda nuestra.


—Ganchos de resorte pueden ser útiles para alcanzar las mejores ramas —anotó Romeo.


Yo miraba el muro con la misma sensación de impotencia de aquella tarde al pie de La Sagrada Familia. Pero como ya estaba amarrado a la cintura con una de las tres cuerdas que habrían de impulsarnos, mirando mis manos con los guantes de gecko como el hombre-araña, preferí callarme la boca. Tendríamos que reptar como lagartijas después de cerrar el puesto de Ricardo, alrededor de las diez de la noche.


Debe parecer que colgamos. Palmas de las manos en el borde del pretil. Un pie cerca de la cintura, dedos flexionados, después el otro pie. Piernas y brazos nos impulsan para arriba, el torso se aleja por completo, dejando en contacto únicamente las manos y los pies. El impulso de las piernas nos aleja de la pared pero nos ayuda a subir. Flotar sin peso por un segundo, por un nanosegundo.No. Por un tiempo de Planck. Tan corto que no existe. No podemos medirlo como hacemos con la cuerda. El revoque debe tener rugosidades, ideales para la goma adhesiva de los guantes.


—Cuando alcancemos el borde, tenemos que colocar el centro de gravedad encima de la pared.


—¿Cómo es eso? —preguntó el Tano con ojos de flan.


—Pasamos una pierna por encima del dintel, sólo una. Entonces apoyarnos la barriga. La otra pierna cae del otro lado. Igual que montar un potro. Ahí podemos descansar antes de comenzar el descenso.


En toda su extensión de una cuadra, la casona no tenía una sola lámpara en la parte exterior. Ventaja a medias. En la huerta tampoco tendríamos cómo encontrar las mejores frutas. La colocación de las primeras cuñas nos llevó un buen tiempo, fuera del barullo de los martillazos.

Trabajar con los guantes especiales era muy incómodo. Pero sin ellos nos cortaríamos las manos. Los precisábamos durante la subida. Así empezamos. Lagartijas de manos porosas. Ventosas de piel húmeda. A veces da miedo de quedarse pegado y morir en la pared como una langosta ciega


—¿Es ahora el centro de gravedad? Tengo miedo de caerme —se quejó el Tano— y pincharme con todos esos clavos.


Dejamos las mochilas bajo un rosedal, prontas para el regreso. Pero lo que vimos enseguida nos hizo sospechar que el escenario sería muy diferente de lo que pensábamos. Había un resplandor dentro del bosque. La claridad, difusa y muy débil, nos reveló un pequeño farol de queroseno disimulado dentro de la maleza. Por causa de la posición de la luz y de los actores sólo veíamos las sombras.

Creíamos asistir a una de aquellas pantomimas del teatro chino. Los responsables por la puesta en escena eran el Inglés y una de sus empleadas, que forcejeaba para mantener el soutien en su lugar. 

Sólo podíamos imaginar el intrincado forcejeo de los cuerpos por el movimiento de aquellas manchas desprolijas estiradas sobre el césped.    

Se apretaban y se soltaban como pistones de una caótica máquina desafinada, se agarraban y se desprendían, giraban de frente, de espaldas, arriba, abajo, cuchicheaban en medio de las caricias entrecortadas aplastando la hojarasca en el apogeo del celo.

Él la excitaba, le exigía hacer cosas obscenas y, a juzgar por sus rebuznos de placer, dedujimos que la muchacha se esforzaba bastante. Adán y Eva en el Jardín. Ellos se divertían y nosotros veíamos el juego de los fantoches en el pasto, muertos de miedo. El más nervioso era el Tano:


—Mejor llenamos esas bolsas y rajamos de aquí. Esto no me está gustando.


Era demasiado tarde. Primero escuchamos las sirenas. Varias tartanas barullentas  como carruajes desaceitados. El lugar estaba rodeado. 

Nos quedamos escondidos entre los matorrales acompañando los cambios de mensajes de los altavoces.

Las linternas pasaban revisando las copas más altas y arrojaban rayos grotescos sobre el follaje. Vimos algunas lechuzas disparando asustadas. Sus alas pasaron tan próximas de nuestra guarida que sentimos temblar el aire en la cara. Enseguida enfocaron los reflectores. El lugar quedó igual que una obra de teatro al caer el telón, barrido por la luz que venía de todos lados.


—El inglés debe habernos escuchado y llamó a la cana. Estamos jodidos y tenemos que disparar de aquí.


Y quien decía esto era Romeo, el más entusiasmado con la idea de volvernos hombre-araña para robar unas bolsas de ciruelas.

Descubrí por qué escalar el muro es difícil durante el día, con exceso de luz: en ese momento es cuando las sombras quiebran su dependencia de las matrices y ya no es posible diferenciar unas de otras. Se vuelven nuevas matrices. Te hacen ver espejismos, errar la distancia. Pero en la oscuridad permanecen juntas a los cordones de la realidad, como una cometa con un hilo muy largo, que puede estirarse mucho pero no disparar para el espacio vacío.

Hice una prueba. Jalé una rama y la solté. ¡Splash! Fue como agitar una cortina llena de moscas para ahuyentar todas las otras moscas ocultas en los pliegues. Todas volaron y yo estaba solo y no había nada a mi alrededor.

Era así que el mundo funcionaba. Tenía mis libertades pero mi hilo particular era jalado cuando yo menos quería.

Al otro lado de la cortina había siempre algo prohibido. Especialmente cuando era de día y con mucho sol. Algunas veces era Evangelina saliendo desnuda del baño. Ya me habían dicho que no debía ser indiscreto, por eso a la hora del baño mamá me mandaba a la pizzería para comprar fainá y mozzarella. Debía ser para que después no anduviera por ahí haciendo cosas indecentes.

Ahora  la prohibición continuaba en situaciones y tiempos diferentes. 

Por eso yo escuchaba callado al inglés, que pasaba empuñando la linterna como un garrote y murmurando furioso "sanafabich, sanafabich". Él quería decirme que saliera de atrás de mi escondite y me desafiaba. «Más puta será tu amante, sinvergüenza» sentí ganas de gritarle. 

En casa y a la hora del baño de Evangelina no era así. Ella también era limpiadora, pero no andaba por los rincones en soutien y bombacha escondiéndose con papá. Bueno, por lo menos yo nunca vi..

Los patrulleros tomaron las declaraciones de la pareja y desaparecieron. 

Pasamos horas observando desde la rama alta de una acacia cómo se atenuaba la luz de la televisión en el dormitorio, hasta que la mansión se apagó. Era el momento de disparar. Para ganar tiempo evitamos el demorado descenso por el tronco, donde hay que clavar y desclavar los zapatos a cada paso. Nos arrojamos sobre el colchón de hojas, sin pensar en el material que estábamos perdiendo. En la disparada perdimos una de las cuñas y algunas sogas. Parte del equipaje quedó por el camino. Corríamos directo para el rosedal cuando oímos el grito de Romeo, que se había adelantado.:


—¡Las mochilas se evaporaron! Con los guantes, las cuerdas, todo. ¡Estamos encerrados!


Eso dejaba claro que habíamos sido descubiertos. Mario temblaba de miedo y repetía unos salmos que el pastor le había enseñado en la iglesia. Romeo, más experiente, miraba el cielo calculando cuánto nos quedaba todavía de oscuridad.

Analizamos nuestra situación. Lo mejor sería entregarse y explicar que todo no pasaba de una broma. No vimos nada, no conocemos a nadie, disculpas y que no se repita, la burocracia habitual y nos vamos para casa. 

Juntamos los restos del equipo y nos dirigimos al portón principal. Pero nuestros cálculos volvían a defraudarnos. El portón estaba abierto. 


—Eso fue a propósito —me adelanté a decir—. Un paraíso como éste con la puerta abierta de madrugada es una cosa que no cabe en la imaginación. Vamos. Mañana haremos de cuenta que no sabemos nada.


Al salir, nos separamos sin despedirnos, de tan asustados que estábamos.

Al otro día era domingo. La barra entera estaba enfrascada en uno de aquellos partidos de " pelota al medio y veinte pa' cada lado" cuando el portón se abrió y vimos aparecer la trompa del viejo Buick verde oscuro del inglés. Tan lúgubre como él. Tan de otro mundo como el castillo donde vivía rodeado de ciruelos que no podíamos alcanzar. Los otros estaban más interesados en el partido, pero yo quise saludarlo. Pasó bien cerca mío y del Tano, lanzó una fisgada de reojo cargada de ira y dejó caer la cuña encima de mi pie. No me atrevía a mirarlo ahora. Me mordí fuerte para no gritar y escondí mis lágrimas en el pasto. 

Después entró en el coche, abrazó a su esposa que acompañaba todo con cara de boba y giró la cabeza con ojos de águila herida. Parecía derrotado. Ahora yo sabía algo que él guardaba escondido. Eso me hizo ganar coraje.

La boca tenía un matiz guarrero cuando deletreó para que yo entendiera algo que no pude oír. Ni precisaba. Esta vez le respondí a voz en cuello. Pero creo que él tampoco me oía.



Trespass / cuento

Rio G. da Serra, São Paulo

Abril, 2023





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