ALGO EXTRAÑO OCURRIÓ A CAMINO DEL HUERTO


La lluvia nos había cerrado los ojos durante la travesía. Ahora empezábamos a ver. Una pulsera enterrada en el barro soltaba reflejos brillantes como un farol en el velado poniente lunar.  Una carroza camuflada con gruesas lonas, que tapaban en parte el olor nauseabundo, pasó cargada de cadáveres para alimentar a los leones que viven en los montes. 


—Bonito argumento para una epopeya, ¿no crees? 


—Que alguien escribirá un día, con certeza. Y pensar que todo sería diferente si llegase arriba. Pero no podía imaginar el peldaño ausente al borde del descansillo. Se quedó con el taco de mi zapato y prendió mi pierna en un agujero.


—Abajo los fieles preguntan por vos. Repican como las campanas de la iglesia: «¿dónde está la Magdalena?»


—Díganles que está presa porque alguien se robó un peldaño de la escalinata antes que llegase al huerto sagrado.


Magdalena veía la calle a través de una ventanilla, que por acaso vino a alinearse con sus ojos. Nunca había pensado que cinturas, muslos, rodillas y bastones, caligas y sandalias de todos los estilos y colores, podían ofrecer un espectáculo tan entretenido. Como telón de fondo tenía la fachada entera del predio con el gato.

Acostada sobre una viga de madera de roble, Magdalena acompañaba inmóvil la repetida farándula de aquella planta baja, que transitaba los laberintos de los charcos y la lluvia incesante.

Intentó gritar sin poder superar el jolgorio y los ladridos de los perros que disparaban de la tormenta. El portón de hierro se quejó de nuevo. Una sombra delgada intentaba abrir la reja de arabescos. Maggy tenía problemas para encontrar las palabras:


—Escuché crujidos de goznes con una aldaba de bronce macizo que entonaba acordes metálicos. Las bisagras crujían dolientes de herrumbre y lloraban en falsete como bebés en medio de la noche.


—¿Qué sabés de la sombra?


—La sombra es un reptil que resbala agarrándose a la pared con sus manos palmeadas. Se escurre eludiendo parches de hollín. Casi se ahoga entre las manchas de humedad y continúa subiendo sin tocar la escalera. ¿Usted me entiende? Parece que sube por la escalera, pero eso es un espejismo. Ella sube acoplada a la pared. La barandilla que usted ve también está dentro de la pared.


—¿Y vos?


Yo estoy del otro lado. Apoyada en la barandilla de verdad, la que provoca la sombra. Todo ocurre en la pared opuesta, como una foto en negativo. La plaza está llena de insectos que se arremolinan alrededor de la lumbre alimentada por los guardias.


—¿Ves algo más?


—En el edificio de enfrente hay un gato en la única ventana abierta. Abre una rendija por donde vigila la luna y parece preocupado con el reptil.

Todas las otras ventanas están clausuradas con tapas de madera, como si fuese la callada heredad de un vasto  cementerio.


Quise verificar, saber que no mentía. Busqué al gato. Era todo negro y abría apenas los postigos para espiar la luna, un cuenco tumbado sobre el cielo también negro, que resaltaba un reborde brillante y dos puntas muy finas señalando el norte. Los ojos del gato la miraban  y parecían esperar algo. El enjambre también estaba allí. Giraba en torno a la hoguera abriendo los brazos en espiral como una nebulosa.

El reptil respiraba aquella podredumbre de madera entufada cuando llegó arriba y se escurrió por una de las rajaduras del dintel que le servía de puente. El pasaporte al paraíso o al infierno. Llevaba una maleta amarrada al pescuezo que debía entregar al Sumo Sacerdote, el Padre Pascual.


—Pero los ofidios no tienen pescuezo —le dije incrédulo.


—Ah, ¿usted cree? Vaya si tienen. Y lo soportan de pie mientras usan el resto del cuerpo como un pescante.  Vea cómo levanta la frente que hace las veces de andamio,  donde los fieles cuelgan el saquitel. Un sacerdote recogerá las bolsitas y después se lavará las manos con agua santa en el púlpito. Lleva también los papiros de la contabilidad, disimulados dentro de una copia que acaba de recibir del Sermón de la Montaña.


La víbora bajó por la chimenea. Se aseguró de que el gato había salido de la ventana y protegida por las sombras llegó

al campo de los crucificados. Encontró el lugar donde estaban las tres cruces juntas, como dice el libro; imaginó que era el lugar correcto, paró y depositó su carga en la arena. Un General montaba guardia en la tienda y lo recibió medio dormido, incomodado por la hora avanzada. El hombre le informó que aquella era la cruz que ella procuraba, pero no pudo revelarle mucho más.


—Las crucifixiones acabaron por aquí hace mucho tiempo. Hoy es todo lo que queda: unos troncos viejos que se caen de podridos.


La serpiente no encontró ninguna diferencia entre la multitud de cruces plantadas en el campo. Buscó en vano restos de marcas o indicios de cualquier tipo que le mostrasen algo especial. Nada. Sólo aquella madera muy dura y ya deteriorada por el tiempo, llena de astillas que se entierran en la carne como picada de avispa. Se sintió en un tiempo muy distante en el futuro, donde hasta el grupo de guardias gastaba la madrugada jugando cartas por no tener otra cosa que hacer. No valía la pena continuar esperando al Padre. 

Prestó atención al sonido de las monedas dentro de los paquetitos. No era nada diferente del que producían los picos y las palas de los esclavos en las minas. Y los libros de cuentas decían más o menos lo mismo que las sagradas palabras del Sermón. 

En un bolsillo secreto de su maleta, transportaba el Santo Cáliz de la última cena. Estropeado y estéril como las cruces, como todo lo que llevaba, ya fuese santo o sacrílego. La habían engañado. La vida le mostraba que no había nada santo ni profano.

Puñados de monedas doradas volaron por el campo. La excitó escuchar el tintintin de los saquitos al romperse contra las rocas. Así sonaba el bolso del Padre Pascual. Tintintin. ¿Sagrado o hereje?

Continuó su diversión con los papiros y las páginas del manuscrito. Se acordó de las fiestas de su juventud, cuando los niños soltaban las cometas coloridas en el cielo de verano. Levantó la copa. Estaba más reseca que la arenisca del desierto.

Pensó en Magdalena, agonizando en el cepo. Sabía que tendría poco tiempo para rescatarla. Las palabras resonaron en su cabeza como los graves rasgados de un arco de contrabajo desafinado:


—«No eres Cáliz, ni eres Santo.» 


Cerró los ojos y lo estrelló con toda su fuerza contra una roca. Dio un giro de su espigado cuerpo y se dispuso a volver.


Algo extraño ocurrió a camino del huerto

Alberto Macadar

RG da Serra, São Paulo/Brasil

Marzo, 2023

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