PUNTO DE FUSIÓN

 


Karen veía el jardín florido de mediados de abril como queriendo empujar los días. Ansiaba por el frío. Los veinticinco grados que aparecían en la pantalla del celular le daban miedo.

Desde el accidente en el laboratorio de Física de la Facultad, llevaba una vida recluida. Ese día, la explosión de un tubo de ensayo hizo que se alojaran en su cuerpo algunas partículas de Galio, un elemento de la tabla periódica.

El metal, raro de encontrar en la naturaleza, tiene una característica aún más insólita: Sólo existe como sólido por debajo de los 29.76⁰C. Pasado ese punto se vuelve líquido. La reversión sólo es posible disminuyendo la temperatura por medios mecánicos. Su cuerpo era regido por un contrapunto diabólico que la mantenía en riesgo de vida permanente.

Arrojó el pañuelo empapado en el cesto y se inclinó de cara al ventilador. Tenía en su vientre un embrión brillante y plateado, del tamaño de una nuez. 

Ahora, con tres meses de gestación, el crecimiento del feto ya era perceptible.

Ella sentía sus cosquillas con ansiedad. Escuchaba extasiada el maravilloso sonido que producía el niño, una pequeña perla juguetona dentro de su cuerpo.

Karen quería el crujido de la cuna, el suave mantra balbuceado por el balanceo de los herrajes. Quería oír sus ronquidos, cómo gritaba y corría chillando por el pasillo. Así pasó los límites del delirio.

Fue cuando el calor corporal subió fuera de control. Sintió convulsiones y llamó al Servicio de Emergencia.

Estaba inconsciente cuando ingresó en la UTI. Los médicos lucharon hasta el límite para estabilizar la temperatura.

Karen acompañaba la boca voraz de su crío succionando, arrancando trozos de materia semisólida, creciendo dentro y fuera de ella. El equipo médico dio el grito de alerta. 


—Casi 27⁰C. Y sigue subiendo. No podemos esperar más —dijo el cirujano—. Preparen el receptáculo mayor. Karen irá dentro. Debe ser sellado y enviado de inmediato para la cámara de frío.


La gestación continuó, acompañada por el aumento de la temperatura. Cuando alcanzó el punto crítico, comenzó a diluirse en un líquido ceniciento que apestaba. La licuefacción alcanzó los ojos. El mundo exterior se cerró, excepto por la presencia de los oídos, que vagamente funcionaban. 

La criatura había alcanzado el tamaño de un bebé normal. Y continuaba sorbiendo el cuerpo fluído de su madre.

Se hinchó hasta ocupar casi todo el recipiente. El pequeño espacio libre estaba seco. Podía oler su propia sangre y sentir el ansia de vómito. Karen había desaparecido.

Los médicos se negaron a darle más agua al bebé. Iría a romper el recipiente que hacía las veces de útero. 

Los médicos mantuvieron ese extraño equilibrio hasta los seis meses, cuando un niño saludable fue extraído de la cámara plastificada. Sólo causaba una impresión incómoda el color levemente plateado de la piel. En poco tiempo comenzó a tener problemas de temperatura, igual que su madre. El otoño había llegado sin eliminar el calor pegajoso.

El vástago percibió el problema. Sabía que tendría que ser rápido. Disparó de los enfermeros y secuestró una ambulancia. Escapó de la clínica rompiendo los portones de seguridad. Había acumulado mucha temperatura.

Los brazos flácidos no conseguían prenderse al volante. Antes de lograr afirmar sus músculos se estrelló en las piedras de la costa. El charco ceniciento se coagulaba en la orilla reseca de la playa. Una mirada cuidadosa revelaba la aparición de los primeros cristales, brillando como espejos de plata y trazando un perfil vagamente humano. El termómetro marcaba veintiocho grados.


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