EL RASTRO DEL CARACOL

 EL RASTRO DEL CARACOL




Anduvo esquivando charcos extensos como océanos, los destellos del pie de la estatua le parecían las cúpulas doradas de altas mezquitas. Se detuvo extasiado para ver las hinchadas ciruelas del verano y la parra todavía en flor. Los hongos pulposos turbaron su mente. Paró a medio camino en su travesía del porche y se quedó dormido.

Esteban bajó la escalera que lleva directo al porche. Estaba muy atrasado.

Se dejó resbalar hacia un lado para no aplastarlo y chocó con violencia contra la mureta. El local estaba amoratado y rápidamente hinchó.

Furioso, lo recogió y lo arrojó por encima de la cerca para el baldío. Tony (que así lo bauticé para facilitar la historia) rebotó en una piedra y cayó sobre el césped con la coraza en pedazos. Parecía una babosa en desalojo, cargando los restos de su residencia. Tenía miedo de ser confundido con aquellas lombrices que los pescadores usan en los anzuelos.

Pudo erguirse y, a pesar de maltrecho, se arrastró a un rincón escondido, donde permaneció varios meses hasta sanar las heridas y recuperar fuerzas.

Y un día emprendió el camino de vuelta al porche.  Después de casi un año reapareció frente a la puerta principal. Estaba muy lastimado. Su blindaje dejaba ver rajaduras y había partes faltando. Esteban lo vio una mañana cuando salía para el trabajo. No fue nada cordial. Paró en seco y le dijo:

—¿Cuál es tu problema?¿Por qué no te vas y me dejas en paz?

Pero no se fue. A partir de ese día, Tony reapareció varias veces, siempre en lugares inaccesibles, en el gajo más alto del rosedal o tomando sol sobre la canaleta en el techo. 

Esteban vio la chance de librarse de su perseguidor durante el viaje a Cuba. El día previo a la partida, capturó al perezoso mientras descansaba al sol y lo colocó en un recipiente hermético. 

En el avión, le pidió al piloto si podía hacerle un favor. Cuando el avión cruzaba el Mar de las Antillas, una ranura se abrió en el tablero de comando y el recipiente acabó allá abajo enterrado en los arrecifes.

El día que Esteban volvió, lo vio en las ramas del plátano, disfrutando su almuerzo entre las hojas altas.

Esteban se sentó en la escalera de la entrada y lo miró. Incrédulo, masticó un insulto y se quedó dormido sobre las valijas. Tuvo miedo de entrar en la casa. Empezó a sentirse perseguido por los cuernitos.

Más tiempo pasó. Esteban ya no se acordaba de estas apariciones bizarras, cuando comenzaron a ocurrir de nuevo en circunstancias insólitas. Primero entre las rocas de una playa desierta, después en la ventana de un cuarto en el vigésimo piso.

Esteban  ordenó sus impresiones y escribió en una hoja de cuaderno:

"El bicho es mucho más rápido que yo. Eso no es normal. Mi única explicación es que debe ser un mutante teletransportador;

-No precisa descanso, comida o agua;

-Consigue leer el pensamiento, por eso siempre se me anticipa."

La última frase era la más dramática:

-"El caracol planea algo contra mí. Necesito protegerme.”

El cuaderno permanecía al lado de su cama día y noche. Esteban casi no salía. Su psiquis entró en una rápida fase degenerativa.

Compró un recipiente hermético de plexiglás que ocupaba la mitad del cuarto y con engaños atrajo a Tony hasta encerrarlo. Aprovechó el espacio para incluir a sus dos tortugas y el conejo Ramón.

«Un caracol no podrá jamás romper un plexiglás,» pensó aliviado. «Y menos con la vida cómoda y la buena comida a toda hora, más los paseos gratis en el lomo de sus compañeras.»

Pero el enigmático andarillo tenía otros planes. Un día sobornó a una de las tortugas, que simuló haber olvidado cerrar la puerta.

Después de pasar la noche andando, alcanzó el cantero al lado de la cochera y desapareció. Esteban se convenció de que aquella lapa incansable nunca desistiría.

Pasaba horas en Google pesquisando acerca de los tipos de moluscos y sus diferencias de comportamiento. Dio con una página en blanco cuando digitó “caracol teletransportador”. 

La caja de texto decía: “Por favor, digite correctamente. Su línea de pesquisa no tiene sentido para la IA del bot. Y la segunda palabra no figura en nuestra memoria”.

Consultó en el Foro siempre actualizado de WordReference con el mismo resultado: 

"esa palabra no existe en la lengua".⁶

Esteban empezó a soñar con espirales y blindajes de nácar. En uno de esos sueños, una enorme babosa ataviada con una toga y un birrete negro con borla blanca, lo reprendía echando fuego por los cuernos y lo castigaba sin piedad con una vara de mimbre hasta sangrarle las manos. Después abría la toga dejando al descubierto las heridas provocadas al hacerse añicos su revestimiento. 

Esteban se despertó en estado de shock. Tuvo un ataque epiléptico y vomitó. Un vecino  prestativo y desconcertado llamó al manicomio y lo llevó al puesto de control de adictos donde el laudo comprobó que “el señor Esteban Fagúndez no ha ingerido alcohol ni ninguna otra sustancia tóxica”.

Con la mirada perdida y la boca abierta fue trasladado a un hogar de reposo.Había sido diagnosticado con delirium tremens irreversible.

Pasaba horas mirando a las hormigas subiendo por el tronco de la acacia. Acompañaba el  incansable de las abejas entre las flores del jardín. Por precaución y "previendo un posible agravamiento en las condiciones psíquicas del paciente", en la Clínica habían sido retirados todos los tipos de animales rastreros que pudieran ser motivo de asociaciones nefastas, como lombrices, babosas, ciempiés o como este otro todo destartalado que ahora sube sigiloso por el brazo del hombre dormido en el sillón, ya casi llegando a la nuca, para asomar sus cuernitos y depositar, sin apuro, dos gotas de aquel líquido negro como veneno que su cuerpo comenzó a fabricar el día del accidente.


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