EL PÉNDULO DE SARA
Sara sólo conocía el bosquecillo desde el aire. Lo cruzaba de frente cada vez que el columpio bajaba zumbando por encima de las hayas del quintal. Soñaba con poder aterrizar en aquel oasis verde. Habría rincones escondidos, parajes menos transitados.
A pocos pasos del gran portón de hierro forjado, descubrió detalles que alteraban el cuadro y la dejaron con ganas de un contacto más íntimo. Los barrotes herrumbrados estaban trenzados con cables de acero y un candado.
El terreno era delimitado por una valla de alambre de púas que su visión aérea nunca le había mostrado. Sara pensaba encontrarse con un cinturón metálico y cámaras ocultas. En su lugar, vio los alambres retorcidos detrás de un vertedero, como si alguien hubiese intentado romper el tejido y después desistido. La pequeña brecha resultante le simplificó la tarea. Separando algunos hilos de cable oxidado abrió un boquete por donde introdujo su cuerpo menudo.
Se arrastró con cuidado evitando los hongos venenosos que se enroscan en las raíces. Varios pilares se habían rajado, arrastrando en su caída trechos grandes de la trama metálica. Comenzó a pisar un suelo blando y esponjoso.
Había árboles frondosos con hojas de colores brillantes, arbustos cubiertos de bayas rojas y amarillas y canteros llenos de flores silvestres.
Algunos pájaros exóticos disputaban las mejores ramas con las ardillas.
A su derecha vio un declive que conducía hasta la naciente de un riacho seco. Por la tonalidad del cauce arenoso, Sara dedujo que, en sus tiempos de actividad, había transportado algún tipo de lodo rojizo antes de secarse. Sobre ambas orillas se veían macizas estacas amarradas con durísima fibra de cáñamo, como precaria protección contra un eventual desborde de las márgenes. Por toda el área próxima permanecían restos de un material espeso y maloliente formando bolsones de aquel plasma oscuro.
Después de un trecho recto que acompañaba una sección del alambrado, la zanja zigzagueaba entre los restos de basura para desembocar en un agujero tan seco como el resto del sitio.
De vuelta a casa, Sara se preparó para escalar el roble. Llevaba la cuerda de seguridad atada en la cintura. Alcanzó el columpio que pendía de una rama robusta, ajustó la hebilla de acero y reposó colgada en el vacío. Amarrada en la hamaca, Sara podía controlar la extensión de la cuerda. Cuando se estiraba, el péndulo aumentaba la velocidad y conseguía ángulos de visión más amplios.
Luego de las primeras pasadas para ganar impulso, Sara aumentó la longitud. La hamaca bajó desde muy alto, pasó como un bólido por encima de las copas de los pinos y se elevó otra vez hasta quedar por un segundo flotando como una pluma. Sara demoraba varias vueltas para traer a su vehículo hasta una velocidad de aterrizaje.
—¿Cómo se verá el bosque desde aquí? Primero tengo que frenar un poco para bajar. A esta velocidad sólo veo manchas. Desde aquí puedo ver todo el perímetro de la valla de acero que delimita el parque. El río seco es una gran cicatriz en forma de serpiente.
Tengo que aumentar la tensión hasta sentir dolor en la cintura. Una cuerda cada vez más larga, digamos diez o veinte metros.
Sara apretó con fuerza el lazo y subió un poco más, hasta tensar la cuerda.
—Juanito parece una hormiga a esta distancia.
—Será la única forma en que podrá controlar el descenso —dijo Juanito preocupado.
—¡Ahora! Escuché el grito de mi hijo.
—Juanito corrió hacia mí y juntos tiramos de la cuerda para quitarle arranque —le contaba mamá al médico jefe—. Después soltamos la silla y vimos cómo subía cada vez más alto, más alto.
—Ella está volando muy alto, Mamá. Parece que va a desaparecer en el cielo.
—El columpio rugió cuando el engranaje de equilibrio se vio sobrecargado y sentí que todo temblaba. El viento amenazaba arrancar el broche de la abrazadera.
A medida que la hamaca perdía peso, mi piel se chamuscaba y parecía blanda, como de goma. Alcancé los 35 metros de cuerda.
Cada vez era más difícil seguirle el vuelo. Subió casi parando, como una montaña rusa y después se arrojó a toda velocidad para subir de nuevo con los brazos abiertos.
Sara se quedó mirando la cuerda sujeta en el gancho superior. La extensión de la línea había aumentado a 40 metros. La cuerda se estiró cada vez más, como las notas largas de un órgano.
Cuando empezó a bajar, se dio cuenta de que algo iba mal. El columpio no estaba frenando como lo hacía normalmente.
—Tengo que evitar que la silla se suelte y se desplome como un bólido de encuentro al suelo.
—Al menos está cerca de donde yo estoy ahora, al menos está a salvo —repetía Mamá para convencerse—. Debo mantener la cuerda siempre estirada, siempre amarrada a su cintura a medida que se acerca como un meteoro.
—Gritaba y lloraba con un sonido hueco —dice Mamá—. Costaba creer que aquel sonido provenía de algún lugar dentro de su cuerpo. Sin embargo, yo sentía que ella seguía aquí, de pie al borde de la cama con mis manos alrededor de su cintura. El brazo le dolía mucho. La vimos atravesando el tejado un poco encima del ventanal antes de estrellarse contra el espejo del cuarto de baño.
—Yo la mantenía agarrada por las piernas. Juanito gritaba como un poseso:
«No la sueltes, Mamá, vamos a jalarla hasta que la cuerda reviente».
—Fue una pesadilla; creí ver algo, un batallón de hormigas negras que se habían prendido a mi ropa durante la caída. Las golpeo hasta matarlas, las mataré a todas. Llenaré un balde con hormigas.
Sara reposa anestesiada en la cama del hospital. El soporte de metal mantiene rígido su brazo malherido. La cicatriz ocupa todo el antebrazo. Los ojos azules de Sara están cubiertos de sangre. Sonríe en espasmos al sentir la presencia de Mamá y la voz asustada de Juanito. Mamá murmuró para sí misma:
—Mi niña había visto la cicatriz.
El doctor la miró perplejo:
—¿Había visto la cicatriz?
—Sí. El riacho. Las estacas amarradas con cuerdas, la serpiente que acaba en un pozo, ella repetía en el delirio. La cicatriz en el bosque.
Mamá llamó al doctor para mostrarle el brazo de Sara que reposaba fijo dentro de un soporte metálico. Mamá vio las costuras apretadas manteniendo la carne junta para evitar el derrame, para mantener entero el cuerpo de la serpiente. Y la serpiente estaba inmóvil dentro de un armazón de metal brillante en el bosquecito. Mamá parecía decir cosas inconexas.
—Cuando le toqué la mejilla dejó de gritar y se echó a reír —dijo con nueva esperanza—. ¿Qué haremos ahora, Doctor?
—Buscaremos una cuerda cada vez más larga, una cuerda que quede siempre estirada. Necesitamos tijeras y vendas de algodón, limpiaremos las lágrimas, haremos lazos. Compren gasa y alcohol de Romero, la infección es alta. Y necesitamos pomada para picada de hormiga negra.
Llamó a los dos para un rincón apartado. Se dirigió ahora a mamá:
—Su hija tuvo mucha suerte al caer encima de aquella enramada. Si hubiese sido un poco más allá, en el claro, tal vez no habría aguantado el impacto.
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