EL PULMÓN DE LA SALAMANDRA

 

Miré  hacia abajo y no pude encontrar mis piernas. El cuerpo no proyectaba sombra; estaba desapareciendo de a poco. Podía mover los brazos, pero lo que más me asustaba era que no podía verlos. La niebla cenicienta tocó mi cara con dedos ásperos de sal. Se prendía a la piel como un polvillo de aserrín y venía cargada de la fetidez de la ciénaga. Estaba perdido y atravesaba una de las tantas salinas costeras de la comarca. Tenía que vadear el área húmeda y escalar el monte para después bajar por la ladera opuesta en dirección a la escuela. Mi cuerpo se había afinado como una hoja de parra. No dejaba huellas. Sólo una pista de arena fina y caliente que nacía confundida con los colores del agua, evaporándose sin cesar en estiradas plumas lechosas.

La campana de la entrada ya debe haber tocado. Tía Emilia es una directora muy rigurosa. «El que no entró a la segunda llamada, queda afuera, pierde la clase y recibe penitencia». 

Poco era lo que quedaba del cuerpo. «Soy el hombre de arcilla. Antes de llegar a la margen del río me confundiré con el humo pesado que viene del manglar. No siento la espalda. No tengo espalda. Tendré que darme prisa. Si no encuentro ayuda rápido, no va a quedar nada de mí». Volví a mirar hacia atrás. La senda era ahora muy larga y yo me sentía cada vez más débil.

«El agua —pensé—. Tal vez el agua sea capaz de frenar el proceso».

La zambullida fue inútil. No sentí el impacto; apenas me disolví en el río. Mi reflejo en el agua también se estaba borrando. Adormecí bajo la sombra de un fresno. No sentía frío ni calor. Yo era el frío y el calor. Me despertaron las campanadas de la escuela que cantaron más allá de la vía del tren. Las cinco en punto. Vi el comienzo de la trocha en la planicie, de un blanco pálido y grisáceo como piedra de yeso, incolora en trechos hasta donde la evaporación la volvía una columna inestable y húmeda. 

Al cruzar las sementeras salpicaba gotas de espuma dorada como el ámbar, gotas traslúcidas y rubias afinando mi cuerpo mientras subía. En el plateau que corona el ascenso la estela ganó una tonalidad amarilla tan intensa como llama de azufre. Chamuscó las puntas de las hojas dejando un olor ácido y llevó mi cuerpo en una ráfaga vadeando el río. Se escuchaban los gritos de comando de la tía Emilia, ahora podía verla con la arrugada túnica beige y su fuelle incesante para avivar la salamandra, y ella gritaba y los otros gritaban y escrutaban el cielo aborrascado:

—¡Entren rápido y cierren todas las ventanas, antes que la ceniza nos ahogue!

—¡Los campos se han puesto amarillos! 

—¡Las máscaras, pónganse las máscaras y mantengan los ojos cerrados!

Me confundí con ellos como una presencia secreta. Circulé por gargantas y galerías resecas atravesando máscaras y cuerpos y fui expelido una y otra vez por la presión incesante del ingenio de la tía Emilia.   El fuelle trabajó toda la noche,


empujando remolinos de arcilla triturada hacia las calderas,  que la licuaban, limpiaban el aire y mantenían nuestros pulmones todavía respirando.



El pulmón de la salamandra

Alberto Macadar

Rio Pequeno/Rio Grande da Serra, SP-(Brasil)

Enero, 2023


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