EL PULMÓN DE LA SALAMANDRA

Miré hacia abajo y no pude encontrar mis piernas. El cuerpo no proyectaba sombra; estaba desapareciendo de a poco. Podía mover los brazos, pero lo que más me asustaba era que no podía verlos. La niebla cenicienta tocó mi cara con dedos ásperos de sal. Se prendía a la piel como un polvillo de aserrín y venía cargada de la fetidez de la ciénaga. Estaba perdido y atravesaba una de las tantas salinas costeras de la comarca. Tenía que vadear el área húmeda y escalar el monte para después bajar por la ladera opuesta en dirección a la escuela. Mi cuerpo se había afinado como una hoja de parra. No dejaba huellas. Sólo una pista de arena fina y caliente que nacía confundida con los colores del agua, evaporándose sin cesar en estiradas plumas lechosas. La campana de la entrada ya debe haber tocado. Tía Emilia es una directora muy rigurosa. «El que no entró a la segunda llamada, queda afuera, pierde la clase y recibe penitencia». Poco era lo que quedaba del cuerpo. «Soy el hombr...