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ENTROPÍA

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—¿Cómo no lo pensamos antes? —dijo el Almirante . La pantalla será el cuerpo del Jefe en tamaño gigante. Una maqueta a la inversa. Podrá recibir información fresca desde cualquier rincón del reino sin salir del lugar.  —Una red viva siempre actualizada —entonó al unísono el coro de marionetas. Y era grande el entusiasmo en toda Uris. Mandaron hacer una tomografía del cuerpo. Después aumentaron con afán las proporciones y le dieron un efecto tridimensional, de modo que las manos débiles del hombre pudieran controlar algunos botones y palancas y eso era todo.  El cuerpo hecho de plasma, nervios y vísceras que se degradaba sin pausa,  se conectó a una red de circuitos eléctricos y se transformó en el propio territorio del reino. La maqueta ocupaba la pared frontal entera del cuarto del Jefe, que ahora podría pasear como una sombra por los jardines. El sistema de soporte vital demoraba el avance de la infección, protegido por una burbuja esterilizada. Los médicos aprobaron el cambio en el

DESPUÉS DE LA CALIMA

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Era la noche previa a la llegada de la calima. El sol fue bajando quietito tras los montes, hasta entibiarse con un resplandor débil que se diluía en reflejos. Te dejé dormir. Te despertaría más tarde, para mostrarte por primera vez las constelaciones del Sur. Quería que vieras a Orión y las Tres Marías, el Can Mayor, y, más cerca del amanecer, la Osa Mayor, si las primeras ráfagas de arena todavía no hubiesen llegado. Me arrebujé en la frazada bajo el dintel rústico que servía de entrada a nuestra caverna. Por una brecha miraba las galaxias. Las vi como diminutas vedijas de humo lechosas, tan tenues, tan polvo, casi cenizas mustias. Otoño. Una cabeza de jirafa subió hasta el fresno más alto y se quedó mirándome sin ganas. Después miró hacia el cielo y olfateó la brisa. Era una noche nerviosa. El aire bajaba pesado, se sentía que venía cargado con efluvios extraños. Cuando nos despertamos, los servicios de emergencia hacían pedidos desesperados porque faltaba de todo: sierras, cuerdas,

ESTE LADO DEL RÍO

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  ESTE LADO DEL RÍO —¿Podés junar algo desde ahí arriba, turco? —Nada. Sólo las luces de los pesqueros. El mar está greñudo. —No sé si tendrán cojones para salir en una lata. Y con esa neblina... Lloviznaba en la costa. Joaquín parecía más chiquito de lo que era, envuelto en una gabardina que le cubría hasta las orejas. El turco Elías se levantó el cuello de la campera. Volvió a escrutar el horizonte con el telescopio de infrarrojo. La ventisca golpeaba en la cara con un gusto de sal. Los ojos lagrimeaban.   —No deben demorar. Vamo´a verificar si el cajón está bien cerrado. No quiero reclamaciones. Tendremos que hacer un esfuerzo y traerlo más cerca, donde ellos puedan verlo. Tiene que ser una changa rápida, sin mucho chamuyo. Sí, yo sé que está pesado, pero no te quejés y ayudame a resolver de una vez este laburo.  Se sentaron a fumar protegidos por las rocas. La Rambla bien iluminada formaba parte de otro mundo, donde ellos eran cuerpos extraños.. Joaquín daba una mirada para el hori

SILUETAS EN UN BALDÍO

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El invierno se estiraba bajo la máscara de una calma mentirosa . La huelga de profesores había colocado a toda la gurisada del ciclo secundario ante la inminencia de perder el año. Para los que estábamos en edad de entrar en facultad la situación era todavía peor. Repetir el último nivel de la serie intermedia significaba la pérdida de opciones de trabajos de medio turno que a muchos nos ayudaba a costear los estudios. Nuestra libertad se había restringido muchísimo. Las actividades callejeras, que eran el alma de la convivencia diaria, estaban ahora limitadas a unas pocas horas de reunión en la esquina de Simón Bolivar y Palmar, el eje de nuestro mundo. Allí discutíamos los partidos del fin de semana por el Campeonato Uruguayo y decidíamos la formación del equipo para enfrentar al barrio vecino el domingo siguiente. Durante el horario noble de la televisión, entre las ocho y diez de la noche, estábamos casi siempre reunidos alrededor de la tele en la casa del gordo West. Yo nunca per