SILUETAS EN UN BALDÍO



El invierno se estiraba bajo la máscara de una calma mentirosa . La huelga de profesores había colocado a toda la gurisada del ciclo secundario ante la inminencia de perder el año. Para los que estábamos en edad de entrar en facultad la situación era todavía peor. Repetir el último nivel de la serie intermedia significaba la pérdida de opciones de trabajos de medio turno que a muchos nos ayudaba a costear los estudios.

Nuestra libertad se había restringido muchísimo. Las actividades callejeras, que eran el alma de la convivencia diaria, estaban ahora limitadas a unas pocas horas de reunión en la esquina de Simón Bolivar y Palmar, el eje de nuestro mundo. Allí discutíamos los partidos del fin de semana por el Campeonato Uruguayo y decidíamos la formación del equipo para enfrentar al barrio vecino el domingo siguiente.

Durante el horario noble de la televisión, entre las ocho y diez de la noche, estábamos casi siempre reunidos alrededor de la tele en la casa del gordo West. Yo nunca perdía los jueves, día de Brick Bradford y el Trompo del Tiempo, que también coleccionaba en las tiras de “ El Diario”. Tenía carpetas enteras encuadernadas de esa forma.

El almacén de Don Francisco, en la misma esquina, era nuestro santuario. Parecíamos abejas infatigables que se enroscaban en las más acaloradas discusiones acerca de nada bajo la luz tibia de los candelabros . Allí era donde palpitaba más alto el corazón del barrio. Era nuestro domo, que nos protegía del frío y de otras cosas que estaban ocurriendo afuera y que también estaban vinculadas a la noche. El almacén nos protegía del bandido de la luz roja.

La noticia había golpeado a la ciudad como una bomba. En los titulares de los diarios, en las conversaciones de boliche, en las trasnoches agitadas de las salas de baile, no se hablaba de otra cosa. El sádico estuprador nocturno rondaba los barrios periféricos de Montevideo como una avispa sanguinaria en busca de parejas de amantes a quienes obnubilaba con el potente faro rojo instalado en el manubrio de su moto.

Nuestros padres nos habían prohibido la permanencia en la calle después del atardecer. Algunos más liberales, como era el caso de mi viejo, nos dejaban quedar un poco más, solamente si fuese dentro de la tienda y con la presencia de alguna persona mayor, hasta eso de las nueve, cuando Don Francisco bajaba las persianas y nos deseaba buenos sueños. Nosotros no queríamos mostrar que en realidad estábamos muertos de miedo con el bandido de la motocicleta, por eso habíamos inventado el truco de ridicularizarlo. Esa era la forma de volverlo inofensivo y cotidiano. Colgábamos en los árboles dibujos donde lo pintábamos en medio de las situaciones más idiotas, como una goma pinchada justo cuando iba a lanzarse al ataque de una pareja, o la Chispa (la perra salchicha de los Cribari) meando la moto mientras el bandido se quedaba mirando con cara de bobo. Hasta nos habíamos convencido de que un día podríamos invitarlo a participar de nuestras actividades. Mi casa quedaba a unos cincuenta metros bajando desde el almacén, por la Simón Bolívar. De allí eran unos pocos pasos hasta llegar a la abertura que marcaba la entrada al baldío, un agujero enorme dando paso a un campo enmarañado lleno de matorrales, despojos de todo tipo y restos de material proveniente de las construcciones vecinas.

El terreno tenía otro boquete que daba a la avenida paralela. Para mí funcionaba como un perfecto agujero de gusano. Me ahorraba unas dos cuadras para pasar de una calle a otra. Era el escondite perfecto en las jornadas del Titiriyá, cuando un perseguidor a cien metros del grupo de fugitivos escuchaba el comando titiriyá ya está ya está y corría hasta alcanzar a alguno de los prófugos, que en la ronda siguiente haría a su vez el papel de rastreador. Conseguir entrar rápido en el campo era la salvación. Eso nos permitía estirar nuestra distancia a ciento cincuenta o doscientos metros. Después nos escurríamos por alguna brecha en el alambrado medio destrozado y salíamos disparando en la dirección contraria. Era muy difícil ser alcanzados, mismo si el perseguidor fuese muy rápido. Los lados eran bien diferentes. Uno, acababa en la pared alta de un edificio de apartementos. El otro tenía una cerca medio destruída que daba paso a un paisaje diferente: un pequeño parque muy bien cuidado que se abría en forma de semicírculo con una glorieta estilo colonial en el centro. Los días de fiesta, grupos de músicos y danzarines presentaban allí sus números para la comunidad local. El baldío era donde el Toto se inspiraba para recrear los colores ardientes de sus telas. Víctima de un problema congénito parecido al autismo, a nuestro compañero le resultaba difícil articular las palabras, pero eso no le impedía ser parte de nuestro grupo. Nosotros decíamos que sus trigales eran más bonitos que los de Van Gogh y él se inflaba de orgullo, mismo sin tener idea de quién estábamos hablando. Van Gogh no tenía la intrincada maleza ni los rosales puntiagudos, ni los troncos deformes de las palmas mal cortadas pareciendo jirafas por encima de los postes de luz. Yo le había pedido al Toto un retrato de Anita, que guardaba debajo de mi colchón y no se lo mostraba a nadie.

Un día el padre de Julito Ríos llegó con una idea genial. Después de hojear un libro sobre pantomima china antigua que su hijo le había mostrado, se ofreció para ayudarnos a montar nuestra propia compañía, lo que sería nuestro teatro de sombras. Habíamos conseguido que papá Ríos nos permitiera usar el viejo galpón, todavía en construcción, para los ensayos. El lugar carecía de techo y unas vigas de madera sujetaban las hojas de plástico grueso que funcionaban como cobertura. Tenía una puerta grande que abría paso al interior de la casa, y otra menor en la única pared que todavía no había sido revocada. Consistía apenas en una lámina de madera gruesa que nos abría paso directamente para el campo. Teníamos también una estufa y una alfombra persa cubierta de almohadones para los invitados especiales. Después encontramos un poderoso reflector de led azul en una casa de remates y alguien tuvo la idea de colocarlo atrás de la pantalla gigante de nylon negro. El efecto fue impactante. Lo que veía quien estaba frente al escenario no era nuestros cuerpos, sino su sombra. Creo que fue uno de los Cribari que un día llegó con la idea de hacer Romeo y Julieta, la primera pieza de nuestro flamante teatro de sombras. Nuestra Julieta sólo podría ser Anita Gabús, la piba más linda del barrio. Romeo era el papel que todos queríamos y quien lo ganó fue Julito Ríos. Siempre pensé que había sido por influencia de su padre, pero el motivo era muy diferente. Julito era novio de Susana Gabús, la hermana menor de Anita, lo que le otorgaba una ventaja injusta sobre todos nosotros. Hubo mucha discusión cuando supimos que la decisión había sido tomada. Julito no tenía el perfil de Romeo. Con una flacura que le daba un aspecto medio enfermizo, no podíamos imaginarlo defendiendo a su novia en el momento del embate del bandido. 

El manco Ricardo, el puestero, cedió la moto. Mi madre preparaba las ropas de baile cortando y cosiendo de acuerdo con los dibujos del Toto, a quien nombramos director artístico. Federico y el flaco Guichón serían los policías, y yo el bandido. Comenzaron las discusiones. Yo sentía que él se estaba burlando, le divertía robarme a Anita para ser capaz de decirle todas aquellas cosas que Romeo le dice a Julieta, las que yo quería siempre decir y nunca podía porque la muchacha era pretendida por todos. Acepté sin poder disimular la furia que estaba sintiendo. Me pasaba gritando que nuestra pieza iba a ser un fracaso, imagínense, el loco de la motocicleta atacando y el Julito queriendo defender a su amante, justo él, flacuchento de mierda que parece un esqueleto, no consigue ni levantar una bolsa de papas, va a ser ridículo…

El padre de Anita trajo de su estudio de arquitecto el faro rojo, que amarramos con cable elástico en el frente de la motocicleta. Rodolfo Morgade quedó a cargo del poderoso led azul, que era alimentado por una batería común de coche y daba el tono general del escenario. El efecto era fantasmagórico.

Una noche volvíamos ya tarde para casa. El mayor de los Viana y Don Cribari eran nuestra escolta esa vez. Al atravesar el baldío vimos una claridad que venía del parque. Nos arrastramos sobre la hierba húmeda para conseguir un punto de visión a través del matagal. La glorieta estaba toda iluminada por luces escondidas entre las plantas, y sobre el palco dos bailarines practicaban un número que bien podría ser el mismo de nuestro debut en el teatro de sombras. La mujer envuelta en una pieza entera de rojo brillante que contrastaba con la malla blanca de su compañero. Nos quedamos más de una hora en silencio, tiritando en el frío de la noche de invierno, extasiados por la coordinación de los movimientos y el juego de luces.

El Toto absorbía cada gesto, cada caricia reprimida en insinuaciones sutiles, su imaginación anticipaba las pinceladas que debían atraer y rechazar a los amantes, entrelazar los cuerpos y enseguida arrancarlos con violencia para fuera del pequeño teatro, hasta que se perdían entre la vegetación, mientras que las luces iban dejando la escena otra vez en penumbras. A partir de esa noche, nunca faltamos a nuestra cita secreta con los bailarines bajo las sombras del parque. Atrás de los movimientos y las caricias imaginábamos otra dimensión que no podíamos ver, la vida bajo los antifaces, las miradas que sólo ellos conocían, sin saber que los ojos del Toto los seguían hasta en los detalles y un día cuando ya no existiesen los habrían de traer de nuevo a la vida. Así aguantábamos el frío y la helada para poder vivir aquellos minutos en un mundo desconocido, mientras el Toto pintaba a la luz débil de una lámpara de querosene.
Al otro día todos queríamos ver las telas del Toto. Ellas revelaban detalles de nuestra pantomima, que estaba naciendo amarrada a la otra de una forma bien curiosa.

Durante el día el Toto buscaba algún rincón medio escondido del baldío y pintaba sus trigales, que en realidad eran los girasoles del fondo de la casa de los Fosemale. Así fue descubriendo ángulos insólitos, imperceptibles matices en el movimiento de las plantas que él acompañaba cambiando de lugar el caballete y el banquito. Nos dejó a todos de boca abierta cuando se le ocurrió llamar más extras para formar una especie de escalera humana que daría el efecto de las altas palmas que se doblan arriba por el peso de su propia altura y dejan caer las gruesas lianas como cables de navío. Salimos a recorrer las calles del barrio llamando interesados en formar parte de nuestra obra. Pronto, el teatro de sombras era donde todo el mundo quería estar. Nadie pensaba en el bandido de la luz roja. Nuestros ensayos iban viento en popa, excepto por las continuas discusiones entre Julio y yo, que me había sentido despojado de Anita. Amparados por las sombras, cada noche nos escapábamos por la puerta del fondo del salón y nos dirigíamos a nuestro puesto de observación. El Toto pintaba los movimientos y así nosotros íbamos paso a paso acompañando todas las variantes de la pieza original que se desarrollaba en la rotonda. Pero nuestro director artístico era tan creativo que siempre conseguía introducir una pincelada aquí o allá, un matiz diferente en el giro de los cuerpos, un sutil desvío en la dirección de los ojos. Nuestra pieza era muy original y seguía su propio camino.

Una noche el Toto llegó muy nervioso. Traía su último cuadro sin acabar. Fatigado y sollozando, nos mostró los girasoles y la cerca de alambre bañados por la luz de la luna. Pudimos ver una figura dibujada sin mucha precisión. Era parte del cuerpo de una mujer tendida boca abajo con la cabeza vuelta hacia su izquierda. El pelo largo y rubio tapaba por completo el perfil. Esa mujer estaba muerta o inconciente y el Toto no conseguía darnos ninguna pista sobre el lugar exacto de tan siniestro hallazgo. En segundo plano aparecía una mancha oscura detrás de unos arbustos. Pensamos que pudiese ser la raíz de algún árbol o apenas un paquete de basura de los tantos que abundaban en el lugar. Por las ropas rojas apretadas y en una sola pieza, la mujer podría ser la bailarina, pero esto era descabellado, nosotros habíamos presenciado el ensayo aquella misma tarde hasta el momento en que los dos se habían vestido con sus ropas de calle y vuelto para casa. Inútiles fueron nuestros esfuerzos para que el Toto pudiera darnos algún otro detalle. El había pintado en estado de trance y no sabía lo que había hecho. Sólo nos dijo que mientras estaba pintando a la mujer había escuchado una discusión entre los árboles, como si el bailarín estuviera en la compañía de alguien que él no había visto. Después fue un grito, un tiro y las sirenas de la policía. Al disparar se había raspado en los rosales y sus brazos estaban llenos de tierra y moretones. El cuadro produjo instantáneamente una reacción de pavor en nuestro grupo. A nadie le pasó por la cabeza que pudiese ser un delirio del Toto, A la mañana siguiente lo vimos sentado y silencioso frente a una tela en blanco. Estaba pálido y tartamudeaba más de lo normal. No conseguía levantar un pincel.

 -Se acabaron los trigales-murmuró. Los trigales me dan mucho miedo. Nadie percibió en ese momento que a partir de ahora, sin la visión alucinada y original de nuestro artista, estábamos condenados a seguir las vicisitudes de los dos bailarines, obligados a repetir una historia que ya no era la nuestra pero que nos había atrapado de una forma irresistible. Ya no sabíamos hasta dónde éramos nosotros mismos y dónde comenzábamos a ser los danzarines del parque. Todos estábamos cada vez más nerviosos, peleábamos por cualquier cosa, los ensayos acababan en insultos, el negro Viana dijo una noche que era como si todos estuviéramos embrujados. Nuestra pieza ahora seguía a la otra como una sombra. Una noche descubrimos que el hombre había sido sustituído en el parque por otro un poco más alto aunque igualmente delgado. La bailarina continuaba siendo la misma. Un detalle insignificante, si no fuera porque justamente a la noche siguiente el Julito Ríos cayó en cama con una gripe tan fuerte que nos quedamos sin Romeo. Yo aproveché el golpe de suerte. Dejé la moto con el gordo Conserva, fanático por vehículos y todos encontraron de lo más natural que Romeo fuera interpretado por mí en los próximos ensayos. 

Las noches siguientes Anita y yo repasamos toda la serie de cuadros dejados por el Toto menos el último, que el viejo Ríos creyó mejor hacer desaparecer porque nos estaba dejando a todos muy nerviosos.

El gordo Conserva hacía un buen bandido motorizado, pero en el fondo también quería ser Romeo. Todos querían ser Romeo. Y me cercaban, esperando un movimiento en falso, una frase mal recitada, para excluírme y ocupar mi lugar. Yo rezaba para que el Julito continuara bien jodido con su gripe, por lo menos hasta el día de la obra, que presentaríamos sólo para nuestros familiares y amigos del barrio. 


Tres veces ensayamos con  Anita la danza principal. Nos habíamos dejado impresionar tanto por los bailarines del parque que por momentos parecíamos encarnarlos. Anita buscaba algo en la pared de hojas formada por una pirámide humana como había sugerido el Toto.

Anita intentaba decirme algo pero yo no dejé. La besé antes de lo programado para quedarme más tiempo abrazándola. Pero  siempre parábamos ahí porque el gordo hacía rugir la moto y bueno, todo lo demás. Yo estaba muy confuso a esa altura. Ella me llamaba y después me rechazaba. Miraba hacia las plantas y de nuevo hacia mí. Empecé a despreciarla.


-¿Estás sintiendo falta de tu galán? le dije la última noche furioso, y ella me miró como sintiendo que también me estaba odiando, porque en realidad ella quería al otro, al mequetrefe que para colmo estaba engripado y tosía como un tuberculoso.

Tres noches después el bailarín original volvió a asumir su puesto en la glorieta. El menor de los Cribari, Pedro, fue el único que percibió la novedad, o al menos el único que tuvo coraje de mencionarla. Inmediatamente todos supimos, con una mezcla de sorpresa y miedo, que Julito Ríos volvería a su papel de Romeo. 


"Estamos condenados, dijo Pedro, lo que ocurre en el parque ocurrirá en nuestro teatro.¿Ustedes todavía piensan que es casualidad?


Como el gordo Conserva, con pésimas notas en el liceo, fue prohibido de salir a la calle durante todo ese mes, yo volví definitivamente a mi lugar de bandido.

Nadie respondió una palabra.Ahora estábamos comenzando a sentirnos dominados por un terror que era mucho más intangible que el bandido de la luz roja. Julito volvió despúes de las tres noches reclamando su papel con cierta insolencia, lo que me dejó todavía más irritado. Yo lo veía como la causa de las cosas estar tan confusas. Él y su maldita obsesión con Romeo para disfrazar su obsesión con Anita.


Una noche me quedé solo en el salón después del ensayo. Auxiliado por mi linterna comencé a examinar las pinturas del Toto, que eran nuestro guión. En medio de la claridad difusa, los colores brillantes de los pasteles del Toto se mezclaban, otorgando  a los cuadros un aspecto tenebroso, insuflándoles una vida propia. Las figuras se movían llevadas por su propio impulso, la mujer se contorneaba en elaboradas curvas, como una llama solitaria en la inmensidad del parque. Su compañero la enlazaba hasta que rodaban y se agarraban y ardían, fuegos fatuos efímeros de nuevo con los árboles al fondo, dos calcomanías solitarias.

Allá estaba el hueco en las plantas representado por Anita. El cuadro siguiente enfocaba a la mujer todavía en el mismo ángulo. Coloqué los dos bien alineados y seguí la dirección de la mirada de la mujer. La mirada iba directamente a encontrar el hueco en las plantas. Ese era el penúltimo cuadro de la serie, inmediatamente anterior al que el viejo Ríos había secuestrado.

Los malos presagios ya pesaban sobre nosotros la noche del estreno. Nuestra sesión estaba marcada para trasnoche. Comenzada la madrugada los primeros invitados comenzaron a llegar. Ocuparon algunas de las sillas dispuestas frente al palco y la luz languideció. La pantalla azul controlaba la atención de todos. 

Viendo los preparativos a contraluz, tuve la impresión de que el parque se había metido por fin dentro de nosotros. Las plantas eran réplicas perfectas en tamaño natural, la pirámide se meneaba acariciada por el viento que proyectaba un ventilador camuflado. Y el motor zumbaba con el mismo rumor sordo de los sauces próximos a la glorieta. En mi cabeza continuaba girando una pregunta que no encontraba respuesta: ¿de dónde diablos había sacado Anita la idea de mirar en aquel hueco? Yo dudaba mucho que eso fuera alguna recomendación del Toto. El azul del led comenzó a ponerse más fosco. Deslicé la moto hasta camuflarla perfectamente en el área de sombra del tablado, entre las plantas. Tuve un presentimiento extraño. Volví en sí con las impertinentes reclamaciones de Julito.


-Esa moto está muy cerca, podés provocar un accidente, lastimar a alguien. ¿Por qué no te vas más para el fondo? Y fue en busca de apoyo para que me hicieran salir de mi lugar. Todo aquel clima se estaba volviendo repugnante. Anita se quejaba con Rodolfo porque la luz venía muy de frente y le lastimaba los ojos, llegó a insultarlo para que desviara el foco. Las personas del otro lado se miraban sorprendidas. Federico y el flaco Guichón, los dos policías, fumaban entre los árboles, ajenos a cualquier problema. Ellos sólo aparecían al final. Julito estaba descontrolado.

-O alejan esa moto o yo no entro- sus gritos se sentían en el otro extremo de la casa.

Estábamos perdiendo el control de la obra y de nosotros mismos. Por momentos parecíamos no conocernos. Nuestro trato se volvió ríspido y grosero. Fui obligado a retirarme más al fondo, donde yo desaparecía del plano de iluminación. 

-Mejor, pensé con un ansia casi salvaje que me asustó, así tomo más impulso...

Activé el farol y coloqué la moto en posición frontal a la entrada de los enamorados.


Sentí una onda de desprecio corriéndome por la espina. Los dos surgieron en la penumbra y comenzaron su danza erótica, que en nada le quedaba atrás a los danzarines del parque, era como si fueran ellos mismos. El teatro se parecía cada vez más con el baldío, las pirámides subían en arcadas. Los gurises habían ensayado duro, sin duda.

Los amantes rodaron y se besaron y yo sentí el sudor caliente que se acumulaba sobre mis cejas. Después se irguieron dándose la espalda, tal como estaba en los cuadros copiados de los danzarines del parque. El intenso azul del led, rebotando en las paredes forradas con papel de estaño, daba una réplica perfecta de la rotonda salpicada de luces. Yo debía esperar el giro de los dos hasta el encuentro de los ojos, en un movimiento ensayado y preciso. Cuando el farol llenó el cuarto de rojo, pisé el acelerador y me abrí camino entre las plantas, que eran los gurises muertos de miedo de ser atropellados. El vehículo golpeó contra la pared de mampostería del fondo y salió a campo abierto, ganando velocidad en el declive. El freno estaba fallando. A unos cien metros divisé el tránsito en la avenida, que era intenso a pesar de la hora avanzada. Si entrase en el flujo y con la moto desgovernada estaría muerto en pocos segundos.

Giré todo el manubrio a la derecha y divisé el parque, abajo, con la glorieta apagada. Describiendo una curva bien abierta, fui cayendo hacia el pequeño tablado por la parte de atrás. 

Con las ruedas desaliñadas, no conseguía más mantener la dirección. Los cardos y las zarzas espinosas abrieron surcos de sangre en mis manos y en el rostro. Dos figuras surgieron de la oscuridad. El hombre apuraba el paso trayendo a su compañera de la mano. Ya era muy tarde para dar el aviso o desviarme. El impacto fue tan violento que hizo caer a la muchacha contra el alambrado que separaba el baldío. Yo me choqué de frente contra un árbol y el vidrio del farol se hizo añicos, dejando toda la escena a oscuras. Sólo la luna enorme iluminando el alambrado como en el último cuadro. Mi cabeza se nubló pero no perdí la conciencia. La voz ya conocida del otro me ayudó a mantenerme despierto, estás loco, querés matarnos, mientras venía furioso en mi dirección. El revólver yacía caído al alcance de mi mano. Disparé un único tiro que penetró a la altura del pecho y el cuerpo cayó encima del cantero. 

Retiré el pelo y el barro que cubría el perfil, tal como el Toto lo había pintado, bien iluminado por la luna. Anita estaba inmóvil y yo sabía que sería inútil intentar traerla de vuelta. Ella nunca me había mirado de aquella manera, como si yo no existiese. Escuché las sirenas acercándose y perdí la conciencia. Cuando volví, manos robustas me sujetaban para mantenerme en pie. Otras manos cerraban las esposas. 


!!! Asesino hijo de puta !!!, sentí el grito amenazador del comisario, al tiempo que, sólo para librarme de los golpes, me adelanté a decirles:

Pueden llevarme si quieren........el cuerpo del otro lo van a encontrar atrás de aquellos arbustos.......es que quiso resistirse y tuve que darle un tiro...






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