DESPUÉS DE LA CALIMA





Era la noche previa a la llegada de la calima. El sol fue bajando quietito tras los montes, hasta entibiarse con un resplandor débil que se diluía en reflejos. Te dejé dormir. Te despertaría más tarde, para mostrarte por primera vez las constelaciones del Sur. Quería que vieras a Orión y las Tres Marías, el Can Mayor, y, más cerca del amanecer, la Osa Mayor, si las primeras ráfagas de arena todavía no hubiesen llegado.

Me arrebujé en la frazada bajo el dintel rústico que servía de entrada a nuestra caverna. Por una brecha miraba las galaxias. Las vi como diminutas vedijas de humo lechosas, tan tenues, tan polvo, casi cenizas mustias. Otoño. Una cabeza de jirafa subió hasta el fresno más alto y se quedó mirándome sin ganas. Después miró hacia el cielo y olfateó la brisa. Era una noche nerviosa. El aire bajaba pesado, se sentía que venía cargado con efluvios extraños.

Cuando nos despertamos, los servicios de emergencia hacían pedidos desesperados porque faltaba de todo: sierras, cuerdas, caretas, trajes especiales para el calor. A la única lancha disponible se le había averiado el motor. La tv mostraba sus imágenes a través de un cristal semi opaco. Internet estaba saturada, todos tenían preguntas, ¿debo esconder el perro debajo de la cama? ¿Podemos usar los aspiradores de polvo? No, esos aparatos sólo van a aumentar la potencia del viento dentro de su casa. Cúbrase la boca con compresas mojadas. Respire por la nariz…

Y seguía:

—“(...)camillas y vehículos particulares que puedan servir de ambulancia (...) una bala de oxígeno para nebulización (...) un tensiómetro y un paquete de gasas…” 

El furgón giraba por todo el perímetro de la ciudad reclutando voluntarios. Parecía tiempo de guerra. Desde atrás de las chircas oíamos la sinfonía temprana de sierras y martillos que el Padre Pilar comandaba con alegría infantil, a medida que las obras del nuevo tabernáculo se aproximaban al final. 

—Alabemos a Nuestro Señor ―entonaba con devoción el Padre.
—Recemos, hermanos —seguía el capellán.

Era cuando los feligreses se arrodillaban y rezaban sin alzar la cabeza, convencidos de que eso les merecería el perdón divino y se llevaría la arena caliente que llenaba los pulmones y no dejaba respirar. Un cántico lúgubre comenzó a subir por los tubos oxidados del viejo órgano de la Capilla. Lo oímos aumentar al agregarse las voces del coro, repicando en las paredes de piedra de la hermita.

—¿Eso es para apaciguar a la calima?

—Bueno, eso dicen. Parece que siempre les da resultado. Creen que así la arena no lastima tanto y al menos deja respirar. Ellos tienen fe.

—Ah, sí. Tienen fe. Por lo menos es un consuelo. Nosotros, en cambio…

Bajaste la cabeza y te quedaste muda. Eso me pareció tan desolador. Era peor que

Bajamos por el cauce seco de un riacho para ver la primera luz. Conversábamos sentados en la orilla. Vos me dijiste:

—No quiero irme. Pero tampoco quedarme. Daré unas vueltas hasta que pase todo. Los turistas, la balsa que se niega a llevarnos al otro lado, el polvo que pica en la garganta, mis ojos que lloran. ¿Será que va a demorar en escampar?

Era una pregunta para nadie. Hablabas como si yo no estuviera. Y así me traías de vuelta a vos como si no quisieras tocarme, o como si no dejaras que yo lo hiciera. Mi respuesta tenía la misma carga emocional que la del reportero de Canal 10 cuando informa los cambios en la bolsa de valores.

—Depende del viento. Si sopla desde el mar, puede clarear rápido. No te descuides. Y llevá las máscaras y el agua, por las dudas. Debes evitar el Parque Norte. Anunciaron incendios forestales y eso no es nada bueno. Ahora la ceniza va a dejar el aire más cargado.

De repente el día se hizo noche y no lo vimos. Confundimos las señales. La calima giró y nos envolvió. El polvo seco rasgaba las paredes de la boca y cerraba la nariz con una costra pegajosa. Pensé que te me escapabas. Te vi salir del establo enroscando la brida, los arreos al hombro, firme sobre la albarda. Un rucio perezoso restallaba metálicos arpegios disonantes al pisar el hormigón que orillea el parapeto. Aguantaba resignado unos costales en el lomo y una manta. Yo me quedé en el coche y te seguí con la mirada hasta que de las tres figuras quedó un borrón en una cortina de arcilla maciza que picaba en la lengua.
Los cánticos subieron de tono. La ventisca empezó a castigar los pilares del recinto. Amenazaba arrancar los bancos de los tornillos y la vaharada caliente de las plegarias no podía traer el aire necesario para respirar. Las visagras silbaban en las aldabas, las estridentes quejas de los clavos aviolinaban en parte los chirridos de la puerta empujada por el viento, amenazando romperse. Afuera las olas chocaban contra el achaparrado farallón, la joroba de Notre Dame. Bajo vahos de espuma, aceptaba con heroísmo las ráfagas de arena y sal que venían desde el mar y las plegarias del Padre Pilar desde la aldea. El vicario se asomó por un agujero en el techo y le gritó a la multitud que el santuario del Padre Pilar era la barricada de la fe, la trinchera que el diablo no podría superar. Todos exclamaron un largo "Oooohhhh" rematado con un enternecedor "Aleluya" y fueron bendecidos. Las rodillas sangraban. Con las cabezas bajas, lloraban y rezaban a sus crucifijos y rosarios, agradecidos. Presintiendo la mudanza inminente del viento, una piara voraz y recién amanecida de jabalíes hozaba entre las breñas, en procura de los cogollos más rechonchos. Antes de alejarte con tu caballo y tu burro, te había dicho:

—Vos irás por la senda de la derecha; yo atravesaré la parte de los bañados, cerca de la costa. Nos encontraremos dentro de las grutas donde se acasalan los lagartos. Recuerda no atravesar el parque.

Dejé atrás los bañados por el endeble puente de lianas desgastadas, hasta alcanzar el piso de carbón terroso de las turberas. Pasé por rajas fosilizadas de varios metros de largo, desprendidas de las sequoias milenarias y embutidas en la arena. El piso se volvió un terciopelo negro y arrugado, con lomas y valles que se perdían a lo lejos. Vi alerces altos como mástiles, olmos peludos, robles de cabelleras frondosas. Cuando llegué vos no estabas. Ya era noche aunque sabía que debería estar el sol.

De mi boca bajó un líquido caliente, que al tragarlo sabía a sopa de corteza de roble. Mi cuerpo hervía. Viejos instintos de la raza me inundaron. Mi asma me llegaba en oleadas y espasmos. Te perdí y te vi de nuevo sentada en el parapeto. No sabía si eras vos o los delirios provocados por el polvo. Me sentiste llegar y dijiste sin darte vuelta:

—No te esperaba a esta hora. ¿Por qué me seguís?  ¿Pensaste que te había traicionado?

Tragué saliva que bajó por mi garganta con gusto a hiel. Sí, te seguía de lejos. Pasaba páginas, veía fotos, te vi bajando un barranco, metiéndote en cavernas y lugares que yo no conocía. Seguí mirándote sin abrir la boca. No te moviste. Sufría callado y mi cuerpo se mutaba. Reflejados en un charco, vi dos colmillos relucientes y un hilo de sangre chorreando por la comisura de mi boca de lobo.

—El hecho es que he llegado —dije por fin—. Ahora quiero que andes para verte de espaldas, porque fue así que te conocí, de espaldas, chapoteándote en la espuma rasa, un bote de goma con remos de caña dulce, esforzándote en la grava blanduzca, queriendo abrir distancia sabiendo que no podrás, porque yo te voy a encontrar. ¿Te cuesta levantar los pies? Caramba, hasta pensé que esos remos eran más resistentes. Anda. No falta mucho. 

Llegué tan cerca que podría medir tu miedo por el olor de tu aliento. Mis ojos inyectados serían capaces de quemarte los párpados. Pero no dije nada y seguimos andando. Sentía placer en empujarte casi maltratándote a través de los recovecos entre las piedras. Me dejé llevar por la idea insana de verte acorralada a la pared del barranco, sin salida, al alcance de mis zarpas. Ya no tendrías para dónde escapar. Preparé mi acto con maldad calculada mientras me dejaba llenar de las visiones de la isla bajo la calima. Casi alcanzándote, mis palabras eran cuchillos agudos. Quería que fueras un poco más atrás, hasta la pared de la cueva. Mis colmillos aceitados rechinaron. Quería deleitarme un poco más con aquel aroma. Te dije irritado:

—¿Cómo sabías que te encontraría? ¿Acaso me sentías?

No esperaba respuestas. Vamos, continúa hacia atrás. Cuando toquemos la pared del fondo no podrás seguir retrocediendo. Ni gritar, en estas soledades. Muéstrame tus ojos antes. Pero vos respondiste firme:

—Debe ser por los viejos instintos de la raza, ¿no? Los mismos que te rechinaron los colmillos. Entonces yo te digo: ¡ sí, te sentí todo el tiempo y te llamaba !

Mis músculos se aflojaron. La luna arreció inesperada en la madrugada y rompió las últimas concentraciones de arena y arcilla cuando la cubierta de nubes se rajó. Soplaste un diente de león que abrió pétalos en mi cara y vos te reías. Nos reíamos como no lo habíamos hecho en mucho tiempo. La calima se había levantado y nos había traído algo nuevo, El mundo era tan lindo que no parábamos de reírnos, nos enchastrábamos de luna y barro y después rodábamos por la rampa hasta la limpia duna blanca. Los ojos que habán llorado de ardor, ahora chorreaban unas lágrimas diferentes. Nos reíamos con todas las ganas, sin miedo de confundir palabras, de perder los contextos difusos que habían cambiado las señales y nos habían empujado hasta aquí.

Así nos quedamos largo rato. Acostados sobre la turba caliente con los ojos dirigidos al cielo, nuestras miradas verticales fijas en el entrelazamiento de las frondas. Pude mostrarte ahora mi mano suave y limpia. Mis dedos largos y delgados que habían soportado tantas ampollas porque las cuerdas de mi contrabajo parecían cables de barco que me lastimaban y aquella noche no me dejaron subir al palco cuando yo quería tocar “Hey, Jude” y sólo salpicaba sangre. Yo te contaba y así nos encontró la nueva noche. Más llenos de dudas que cuando entramos en las cuevas. Tu voz tuvo que saltar entre las palabras para que pudieras decirme:

—¿Qué te pasó en el barranco? Casi me ahogabas. Tus ojos…había algo en tus ojos que me asustaba. Ni diría que eran ojos, qué visión horrible. La tempestad me estaba haciendo ver visiones. Y aquellas…manos, me apretaban mucho y vos temblabas. No eran las manos que vi en las fotos con tu contrabajo. Estabas extraño. 

Te invité a sentarnos bajo una araucaria. El tronco subía más de treinta metros, ceniciento y cascarudo como cuero curtido al sol. En el extremo se abría la única fronda, dejándose tragar por el cielo estrellado. Yo tenía problemas para hablar, entre la confusión del día que se hizo noche y mi asma que no me largaba. Miré mis manos limpias y sin nudos. Levantaste también los ojos hacia las araucarias. Estabas pálida.

—Son bonitas las araucarias. Pero no son importantes para mí. En mi isla no se ven las Tres Marías, nunca nadie me habló de ellas. Y vos me prometiste mostrármelas. 

Entendí que tendría que traerte desde lejos. Ahora estabas perdida bajo las estrellas de otro cielo. Te ibas a quedar dormida. No podría darme por vencido. Si no te las mostrara ahora, te perdería hasta la próxima calima. 

El viento norte venía llevándose la noche polvorienta y nos traía un montón de enigmas. Algo había ocurrido en el barranco. Tus reclamos amenazaban y hacían temblar el edificio entero. La tormenta nos había robado algo y había traído cosas desconocidas. Por qué no nos había separado, al fin de cuentas? Las cosas habían cambiado, pero nosotros seguíamos aquí.

—¿Será que se llevó todo? Los fantasmas, digo. ¿Será que se los llevó?

—Tendremos que vivir hasta la próxima calima para saberlo, querida. No tenemos ninguna garantía. Ahora sólo quiero que vengas conmigo, porque una lluvia fría viene bajando desde el norte barriendo las últimas cenizas y estaremos todavía en la ruta cuando yo te amanezca y te despierte, anuncíándote que estamos llegando.

Estabas con los ojos bien abiertos cuando comenzamos a bajar el promontorio. Yo estaba lleno de dudas.

—Entonces presta atención. Te apretarás contra mi piel todavía caliente. Bajaremos muy despacio, casi arrastrándonos sobre las piedras, hasta encontrar el punto exacto, donde están enterradas las rajas de sequoias. Esperaremos allí el pasaje del desfile. Vas a ver el cinturón del gigante entre los pilares del puente, con los tres ojales brillantes en línea recta, cabeceando un poquito para el sur. Hasta te haré un lugar dentro de mi chaqueta, para que te protejas del frío. Puedes venir en mi lomo, sólo teniendo cuidado de agarrarte fuerte en las curvas. 

Vos te reíste. Tu risa me llegó como el aroma de un manjar olvidado.

—¿Y vas a cantarme Hey Jude?

—Como si vieras a Paul desde la primera fila de la platea. Verás mi Fender negro, tocando con los dedos limpios y ágiles de adolescente. Vas a escuchar los martillazos del Padre Pilar y el coro de la capilla recibiéndote de vuelta. Y los tubos del órgano van a respirar unos acordes pulidos y brillantes.





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