ENTROPÍA




—¿Cómo no lo pensamos antes? —dijo el Almirante. La pantalla será el cuerpo del Jefe en tamaño gigante. Una maqueta a la inversa. Podrá recibir información fresca desde cualquier rincón del reino sin salir del lugar. 

—Una red viva siempre actualizada —entonó al unísono el coro de marionetas. Y era grande el entusiasmo en toda Uris.

Mandaron hacer una tomografía del cuerpo. Después aumentaron con afán las proporciones y le dieron un efecto tridimensional, de modo que las manos débiles del hombre pudieran controlar algunos botones y palancas y eso era todo. 

El cuerpo hecho de plasma, nervios y vísceras que se degradaba sin pausa,  se conectó a una red de circuitos eléctricos y se transformó en el propio territorio del reino. La maqueta ocupaba la pared frontal entera del cuarto del Jefe, que ahora podría pasear como una sombra por los jardines. El sistema de soporte vital demoraba el avance de la infección, protegido por una burbuja esterilizada.

Los médicos aprobaron el cambio en el tratamiento. Cada vez que las compresas empapadas en sudor amarillo eran retiradas para la colocación de otras secas, una gelatina negra y amarga penetraba en la sonda anexada a la tráquea. Eso ayudaría en parte a mantener firme la temperatura para estabilizar el metabolismo.

En el cuarto no se escuchaba un sonido. Ni el de la respiración del paciente, porque quien respiraba y producía sí, un bisbiseo de bajísima intensidad, era el respirador. La máquina bombeaba aire fresco por un finísimo conducto de plástico terminado en una máscara ajustada a la boca.

El Jefe sólo conseguía mover su brazo derecho. Comandaba las operaciones desde su cama por medio de una tableta. Era la principal atracción turística de Uris, montado en una silla de ruedas virtual con su chistera iluminada en pleno día que lo transformaba en una libélula diurna de ojos indiscretos y  malvados. 

Con frecuencia se encontraba con equipos de técnicos y asesores, que estudiaban el territorio y se disponían a la localización exacta de los sensores. Los jardines y las selvas fluían por la corriente sanguínea del prototipo. Así, el tirano fisgoneaba las tierras de los campesinos y sus animales. Los médicos tomaban fotos, se paseaban por las entrañas del hombre que agonizaba, rastreaban la selva virgen y escribían informes en cápsulas diminutas, luego fijadas en lugares estratégicos. Establecimientos públicos, donde era mayor la probabilidad de ocurrencia de actividades terroristas, eran marcados con antenas especiales. Los cuatro centros comerciales, los dos estadios y todos los cines, estaban ociosos.

De vuelta de uno de sus paseos, el Jefe sintió fuertes dolores de cabeza y llegó inconciente a su lecho. Los rastreadores confirmaron las sospechas: en el norte, varias de las fronteras habían sido traspasadas y era feroz la lucha por el control del ordenador central, donde estaba guardada toda la información militar confidencial de la dictadura de Uris. Por eso los comandos se cruzaban, no se sabía a quién creer. Las fuerzas leales al gobierno y los rebeldes dominaban sectores diferentes de la máquina. Era una artillería de órdenes contradictorias:


—¡Los prisioneros deben ser sueltos primero!

—¡Ríndanse! ¡Toque de recoger!

—¡Mátenlos a todos!  ¡Las armas abajo! 

—¡Pelotón! 


—Hay que resetear los terminales de la zona norte —avisó uno de los patrulleros. Con esa configuración no podremos entender lo que está ocurriendo. Es conveniente bloquear la línea privada del Jefe. De todas formas, él no está apto para utilizarla.


—Ha caído una bomba entre la región de las aguas termales y el Cinturón Verde. Está todo contaminado —ratificaba la TV. 


Las cámaras mostraban los campos de cremación, con la ceniza subiendo en columnas verduzcas y ocres de los pozos abarrotados de cadáveres.


La junta médica decidió extirpar el pulmón izquierdo. Los sedativos poderosos soplaban su conciencia hacia regiones que sólo conocía por los libros. Había aprendido los nombres en sus días de escuela, andando por los jardines. Aquellas estepas eran tan enormes que parecían no caber en las enciclopedias, no entendía cómo era posible que existiesen territorios tan vastos en su imperio. La gente comentaba que no se podía volver de esos lugares. Aquella misma gente de cuerpos tostados y rústicos músculos hinchados que ahora gritaba  "buuuuuuuu" a su paso. Niños descalzos arrastraron una gran bolsa de donde extrajeron manos y cabezas y dentaduras que arrojaron con burla contra el déspota.


—¡Para que no te olvides de nuestros muertos!

—¡Asesino!


El Comando de Estrategias hacía proyecciones. Buscaba alternativas, pero siempre partía de hipótesis discutibles.


—No debemos preocuparnos mucho con los rebeldes del Este. Sabemos que sus armas son obsoletas «pero no sabemos si no tendrán otras escondidas». La situación por este lado está controlada. Sólo registramos algunas escaramuzas sin mayores consecuencias y un par de puentes dinamitados. Esperan sacar partido de sus buenas relaciones con los reinos del Oeste, que ambicionan los yacimientos de petróleo. Éstos no parecen dispuestos a intervenir «lo que no impide que cambien de idea». Sólo están interesados en mantener sus privilegios «apoyar a los reinos del Este podría ser una opción tentadora».


Los últimos exámenes mostraban que habían aparecido nuevas complicaciones en el cuerpo deteriorado del Jefe. La corriente sanguínea dejaba locos a los especialistas. La temperatura pasaba por picos y caídas imposibles de prever. Había que limpiar primero las venas que van directo al corazón. Entre tanto, fuera de las murallas varios invasores fueron capturados y advertidos de que tendrían que pasar por Corte Marcial.


—La aorta funciona mejor pero no debe ser sobrecargada. Mantengan las bomba de cobalto.


—Crucen el bañado —ordenaron los guías al grupo de presos.


Éstos se negaron.


—El bañado no se puede cruzar. Está lleno de pirañas —vino la furiosa respuesta del fondo de la fila.


Las protestas lo trajeron de vuelta a la realidad de la cama. No había pirañas. Las sanguijuelas purificadoras, tal vez hastiadas de tanta sangre putrefacta, comenzaban a arrancar pedazos de carne flácida. Los enfermeros regresaron con cajas llenas de cicatrizantes y gasas para hacer hisopos y obturaciones. Las discretas entrelíneas de los intercambios de mensajes revelaban que el cuarto del Todopoderoso hedía a rata muerta.


BOLETÍN MÉDICO (01)


La bilis está superando la resistencia de las paredes del hígado; se va a derramar en 

la corriente sanguínea. Será necesario hacer infiltraciones”.


Este comunicado llegó alrededor de medianoche. Los técnicos se movían por el interior de la maqueta haciendo ajustes. El lado izquierdo del cuerpo estaba rígido. La fortaleza, que era el plexo solar del déspota, resistía con sus muros y fosos impenetrables. Era defendida por poderosos cañones antiaéreos y disponía de un arsenal de misiles y ojivas nucleares. El blindaje era muy espeso. El Jefe tenía problemas para respirar. 


—Necesitamos practicar dos incisiones: una en el pecho, cerca del corazón; otra en el abdomen, próxima al canal urinario —confirma el laudo de la Junta Médica.


En el litoral fueron detectados movimientos de tropas rebeldes a lo largo de toda la costa entre los puentes. En un primer momento, la Marina y los helicópteros sospecharon que se tratase de estratagemas desviacionistas. Pero las cámaras se desplegaron como águilas en busca de carroña al ver las piernas hinchadas, las ampollas, las heridas que se abrían en brotes floridos y sangrientos. La destrucción simultánea de los puentes abrió el camino del palacio para los insurgentes. Fuera de los muros había escaramuzas y se escuchaban disparos de ametralladora. Las hogueras eran guirnaldas colgadas en los cerros cuando las antorchas comenzaron a bajar.


Durante un descuido de la guardia nocturna, en un esfuerzo sobrehumano, se dejó caer desde el borde de la cama y continuó girando como un trompo hasta alcanzar la puerta del baño con movimientos de serpiente. Por el ojo de buey vio la Plaza del Mercado con el gran reloj en el medio y sus agujas fuera de tiempo girando al revés. Nadie preguntaba la hora. Todos los letreros de neón de la ciudad marcaban horarios diferentes.


En los prostíbulos y en los sótanos humeantes de hashish, devotos y obispos de las congregaciones conspiracionistas les explicaban a los feligreses que el encuentro de las agujas sería el momento del Juicio Final. A medida que la hora se aproximaba, los semáforos se fueron apagando en todas las esquinas.


Le pareció que el espejo subía por la pared. Vio cómo la sala se estiraba. El techo estaba muy alto ahora. El piso bajaba de prisa hasta una fosa donde escuchó de nuevo el chapotear familiar de las sanguijuelas. Uno de los enfermeros lo encontró agonizante junto a la tarima del baño. Lo sentaron en el sofá de cuero negro destinado a los interrogatorios. Por la ventanilla mal iluminada, un hombre de facciones nórdicas y manos muy blancas, le hacía preguntas y llenaba de garabatos su cuaderno de dibujo.


—Prepárate para el viaje, el elevador va a partir. ¿Tienes el boleto? La frontera está abierta en los dos sentidos. ¿Cuál prefieres? Las pirañas o las bayonetas? Es preciso elegir. Y quítate el sombrero al entrar.


El nórdico jugó con el lápiz y le mostró un vídeo desgarrador: inmediatamente después del motín, los rifles habían disparado desde los techos. Sin tiempo para refugiarse, los insurgentes llenaron las calles con sus cuerpos y los de sus animales de estimación que no pudieron salvar.


—¿Necesitas más cuerpos para llenar tu camión? Imposible. Ya fueron todos cremados. ¿Sientes el olor a carne quemada, Jefe? Espera, no puedes entrar así. Límpiate esas lágrimas.  La barba está desprolija. Hay lagañas en tus ojos. ¿No has dormido bien esta noche? Mira tus zapatos. Has hecho un gran lío amarrando los cordones, puedes lastimarte. Te he dicho que te quites el sombrero. Así inclinado no deja ver los ojos, eso es serio. Quédate quieto, necesito la foto. 


La foto tembló antes del flash y su gabardina demasiado larga era un harapo incómodo en el que tropezó al intentar incorporarse.


—Ellos sacarán fotos de tus cóndores hambrientos. El techo sigue alto, apúrate o perderás el tren a las estepas. 


Una comitiva de rostros huesudos se aproximó. Venían  cargando un ataúd enorme. Al llegar a la ventanilla, colocaron su carga en el suelo, abrieron las tapas y el Jefe fue invitado a entrar.


—¡Atención! Súbanlo un poco más, dirijan la vela a favor del viento. ¿Es bonita la vista desde allí, Jefe? Apúrate, corre. Escóndete detrás de la escalera mientras estés a tiempo. Esconde tus muertos y cuando ya no tengas más donde esconderlos, resístete a arrastrarlos, déjalos en los campos, en los vertederos, en las cloacas. Las águilas disputarán tus vísceras con los buitres. Irán a colgar tu cabeza en la plaza principal.


BOLETÍN MÉDICO (02)


“La infección ha superado la barrera de los remedios. A pesar de los esfuerzos de los médicos, el proceso se muestra irreversible. Los antibióticos no surten más efecto y los vómitos con sangre son continuos.”


El ultimátum de rendición ya había resonado dos veces desde afuera de los muros. Dos veces, pero no llegaría a ser Judas. Antes del amanecer, con las dos agujas parejamente alineadas en la Plaza del Mercado, la guardia personal del dictador avisó que serían abiertos los portones de la muralla. Cuando el gallo volvió a cantar, un timbre agudo aguijoneó el silencio del cuarto y la gran pantalla aconsejó a los médicos de guardia a desconectar el sistema de soporte vital. Vieron la vela enorme levantando el féretro hasta penetrar en la cubierta de nubes blancas. Sólo algunos minutos habían pasado cuando un penacho incandescente y todavía más blanco, iluminó el cielo de la tundra por dentro.





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