CORAZÓN DE OSO



 EL ATARDECER—PREPARANDO LA PARTIDA


El istmo se mete mar adentro como un estilete después de dejar en la costa el pedestal blanco rematado por el Faro. Unos dos kilómetros más adelante, ya en el centro de la cala, acaba en una roca escarpada de mediana altura, con escasa vegetación, que está separada del océano por un atolón semicircular.

Durante las horas de luz, el nivel del mar escamotea este cordón umbilical y la mole de piedra es apenas un puño ceniciento que emerge del agua. Después del anochecer, la bajamar deja en evidencia el puente escondido, que llega como un fino cordón terroso hasta las piedras puntiagudas del embarcadero, próximo a la playa. 

A media tarde, con la marea todavía alta, Brisa y Priscila contemplaban desde la playa el monumental bulto del animal herido, que coronaba el risco como un sombrero inclinado. Esperaban el reflujo para iniciar el rescate. Brisa revisaba el equipaje. Leía en voz alta exigiendo la confirmación de su hermana. No podían olvidarse de nada.


—Primero los remedios: morfina, cápsulas de corticoides, un kit con agujas y vendas, el antiinflamatorio, tijeras, un bisturí.

—¿Ya guardaste las jeringas de succión y los activadores de circulación?

—Está todo en la caja grande. Los potes de miel van protegidos dentro del arcón especial. El pobre debe estar muerto de hambre. Tenemos que llevar un par de cobertores; va a hacer frío de noche. Y las linternas con la caja de pilas.


Priscila apareció con una tabla gruesa y de buen tamaño que halló en un vertedero. Le acoplaron cuatro ruedas de rulemanes que consiguieron de regalo en una chatarra y un manubrio de bicicleta para jalarlo. Tenían ahora el vehículo transportador donde cabía la carga completa.


—Vamos a construir una estera cuando lleguemos. Usaremos troncos de bambú que crece en el promontorio. Le acoplaremos varios flotadores; el animal es muy pesado.


—Coloca el bote inflable bien protegido en la caja grande. Será nuestro vehículo para el regreso.


—Me miras con ojos de oso, Pri —dijo Brisa, enigmática—. ¿La espuma láctea ya te ha llegado a la cintura?


Priscila controló la risa ante el fino sarcasmo de su hermana :


—¿Hablas por metáforas, hermana? La espuma láctea, —repitió dibujando una mueca de asco— una sutil alegoría para ese universo invisible donde las ratas flotan en los aljibes y en las piscinas; gordas ratas azules y marrones hinchadas de tifus,  eyectadas por las ruedas de los barcos. Ya sabes, Brisa, que hasta la fuente de nuestro jardín hace meses que está clausurada por las autoridades sanitarias.


Priscila pintaba un escenario aterrador. La baba se había vuelto pastosa por el exceso de ratas, bloqueaba las tuberías, llenaba las cloacas y los basureros del puerto. Los camiones de limpieza las juntaban en contenedores y las descargaban en el vertedero municipal para ser incineradas. Las hogueras eyectaban veneno de ratas contaminadas, chorros de bilis negra. Siempre llegaban más.


—Cuando al atardecer llegue la bajamar, ellas estarán en las cuevas —la tranquilizó Brisa.


Con la uña del dedo índice, Brisa dibujó un corazón invisible en la palma de su mano.


—Corazón de oso —dijo.


Priscila lo pintó de rojo y aseguró que lo escuchaba latir. El pelo carmesí y los ojos plateados de Priscila centelleaban, resaltando su sonrisa helada. Brisa trajo buenas noticias:


—Encontré una caja llena de hilo de alga con el que amarro mis pinturas, hilo de varias fibras. Hilo azul, fibras amarillas, algas verde claro, metros de cuerda verde. Alga dura como alambre de acero. Cuerdas como sogas. Haremos remos con troncos de coral. Cuando la marea vuelva para la costa será fácil traer nuestra carga. 


LA TRAVESÍA—LA NOCHE EN EL PROMONTORIO


Empezaron a andar por el sendero de arenisca que acompaña a las rocas escarpadas de la costa.

Caminaban descalzas para escamotear las pisadas de los oídos agudos de las ratas. Eso tornaba la peregrinación más disimulada y también más peligrosa y lenta. La trocha estaba plagada de guijarros rotos con puntas filosas invisibles bajo la arena. Los pies de Priscila mostraban varias heridas cortantes.

Las ratas tenían sus madrigueras debajo de la playa, en las grutas subterráneas, donde las rocas se chocan arrugándose como hojas de papel. Pero era frecuente que se aventurasen más alto en busca de comida.

No divisaron roedores cerca de la superficie.  Escucharon varias veces sus agudos chillidos saliendo desde abajo de las rocas. Las linternas encendidas las mantenían distantes.

Buscaron un atajo menos escabroso para poder jalar el carro. En algunos trechos tuvieron que cargarlo en los brazos, sujetándolo por los ejes.

Al llegar cerca de la cima hicieron un alto para recuperar aliento. El piso no era tan empinado. Allí dejaron el bote pronto para la partida al amanecer.

Ya era noche cerrada. Desde esa altura, el arco del atolón, todo iluminado por balizas azules, era un anillo fantasma que cerraba la entrada a la bahía, como primera línea de aviso para quien viniese desde el mar. Entonces vieron al oso.


Tenía el cuero rasgado en varias partes por colmillos feroces. La sangre había chorreado hasta dejar un charco donde se reflejaba el borde fino de la luna. El animal tenía los ojos cerrados. Las hermanas procuraron señales de vida. Apoyaron sus oídos en el pecho.


—Está vivo —dijo Brisa con una sonrisa y los ojos grandes—. Todavía respira; pero tiene algunos huesos rotos. No se puede mover. Con una estera bien fuerte lo remolcaremos hasta el bote. Volveremos con el flujo. Ya será el día y las ratas no podrán seguirnos por el agua. 


Priscila susurró una canción antigua, que había aprendido de sus abuelos. El oso abrió y cerró los ojos. Brisa quiso que se llamara Tobi y a Priscila le gustó.


La noche fue tensa. Las jeringas de succión drenaron y limpiaron parcialmente la sangre y activaron el sistema circulatorio con corticoides. Dos dosis de morfina entraron en la corriente sanguínea. Colocaron vendas apretadas en las heridas y prepararon remedios con raíces de coníferas y breñas  salvajes. Tobi bebió hasta que no hubo más luna y devoró uno de los tarros de miel. Brisa tenía problemas para controlar la ansiedad.


—¿Cuánto falta antes que el agua nos permita navegar?


Priscila no respondió. Estaba ocupada acompañando la subida de la marea por la roca. Tenían que salir antes del amanecer, cuando las ratas todavía estuviesen en sus cuevas. Preparó un fuego con hojas y ramilletes secos. Después encendieron antorchas y rodearon el cuerpo del oso para evitar la hipotermia. 

Cortaron troncos fuertes y algunos más flexibles para acoplarlos al bote como una quilla. Necesitaban mantener la ruta firme y evitar las corrientes transversales, que empujarían la embarcación para alta mar. 

Tejieron la estera con ramas de bambú entrelazadas y montaron una marquesina espesa de gigantes hojas de palma para soportar la lluvia próxima. Algunos de los escasos habitantes del peñón, como tortugas y dragones, se acercaron al calor del refugio.

Tenían sólo una lámpara de queroseno para alumbrarse y la luz del Faro, que pestañeaba esquiva y soberbia sobre el talud de alabastro. 

Brisa extrajo de la bolsa un estuche de madera lleno de hilos fortísimos retirados de los tallos de las algas. Cuatro pesados flotadores fueron amarrados a los extremos de la estera. Brisa estaba excitada con el trabajo.


—Sería más fácil hundir un transatlántico —dijo, soltando una carcajada.


Priscila se reía y apretaba unos lazos muy fuertes con hilos indestructibles. Jalando juntas, demoraron un buen tiempo para colocar a Tobi de espaldas sobre la estera. Llovió fuerte toda la noche.

Brisa montó guardia al lado de la hoguera y dormitaba de a ratos sin poder conciliar el sueño, preocupada con la respiración ahora agitada de Tobi. Su hermana se acurrucó en una frazada gruesa y se sumergió en una inquieta duermevela, reconfortada por el calor de las llamas.

«Por ahora estamos a salvo de las ratas» —pensó desconfiada.



EL NUEVO DÍA—EL REGRESO


Próximo a la hora de la partida, el oso no respondía a los medicamentos. Las mellizas lo cargaron en la estera y comenzaron a deslizarse por la roca.  Todavía era noche.

Dos ratas enormes pasaron frente a la luz de las linternas y desaparecieron como sombras. 

Preocupadas con el peso excesivo, las mellizas abandonaron los instrumentos y los remedios en lo alto del promontorio. El bote sería exigido al máximo para arrastrar su maciza carga.

La marea crecía con pereza, como si también acabase de despertar. Estaba amaneciendo y el cese de la lluvia les dio nuevos bríos. Se escuchaban los latigazos de las olas al chocar con las piedras en la base del peñón.


Fue cuando ocurrió el accidente. El bote estaba enlazado a un peñasco esperando la llegada del agua. La estera con Tobi descendía por la pendiente con las hermanas sujetando las cuerdas, cuando Priscila tropezó y perdió el control de su cuerpo. Chocó de cabeza contra una piedra y la estera bajó a toda velocidad, estrellándose en la lateral del bote. 

Brisa vio la sangre chorreando de la cabeza de su hermana y el agujero dejado por la punta de la estera como una sola cosa. Sin la caja de medicinas, apenas pudo tapar la herida arrancando retazos de su propio vestido, que amarró con algunos hilos de alga sobrantes en la bolsa. 

Cuando Priscila volvió en sí, ambas percibieron el tamaño del desastre. No podían salir del peñasco. Cuando el sistema entrase de nuevo en el reflujo, al atardecer, Tobi ya estaría muerto. 


—El pulso es muy débil —dijo Brisa a media voz. Lo estamos perdiendo.


Brisa hizo para sí una síntesis de la situación. El animal agonizante, Priscila perdiendo mucha sangre y el bote inútil. Las medicinas fuera de alcance. Se apretó contra su hermana bajo la protección de una conífera y se quedó dormida.

El sol se levantó de frente y le lastimó los ojos. Cambió el curativo de Priscila, que se quejaba y entraba en fases de delirio. Pero otra cosa le desvió la atención. El gruñido de Tobi parecía venir de las entrañas del peñón. Comenzaba a reaccionar a los remedios. Con el cuerpo sujeto a la plancha de bambú, sus brazos libres se abrieron, queriendo abrazarlas.


—Él nos está llamando —dijo Brisa, viendo los ojos desencajados de Priscila, que no entendía. 


Los ojos de Tobi lloraron y la queja se  volvió desgarradora. Quería abrazar a las dos de una vez. Miró el agua llegando y abrió los ojos grandes, sin parar de gemir.


—Quiere llevarnos —Priscila pensó que el oso estaba perdiendo el buen sentido.



Tobi les mostró que quería mantenerse de espaldas. Ellas pudieron agarrarse a sus brazos. Tobi miraba el agua. Una vez sujetas a los miembros poderosos del animal, Brisa cortó la amarra sobrante y el trío se zambulló en el mar. Ellas entendieron. Tobi era la canoa que llevaría a los tres de vuelta a la vida. Los flotadores estaban intactos y la costa aparecía brillante a lo lejos. 

Abatida por la fiebre, Priscila empezó a balbucear bajito la vieja melodía que le había cantado a Tobi cuando llegaron al promontorio. Casi sin mover los labios, decía:


Teddy bear, teddy bear jump up high

Teddy bear, teddy bear touch the sky…"


Tobi abrió y cerró los ojos. Hasta parecía que se reía. Brisa se quitó los restos del vestido y forró de nuevo la cabeza de Priscila, que continuaba sangrando. Ella aguantaría. El capitán era muy competente y acabaría llevando el barco hasta la playa. 

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