ENCOMIENDA PARA LAMARQUE


 


La impresora dio inicio a la secuencia de comandos. Luces de colores se encendían y apagaban en un contrapunto bien afinado. El rodillo de alimentación comenzó a eructar páginas por la fina muesca disimulada en la parte superior hasta que la bandeja quedó repleta. Cumplida su tarea, quedó inmóvil y una lucecita roja se encendió en el tablero frontal. Lucio analizó el resultado del trabajo.

Las páginas enormes con dimensiones de outdoor tenían un círculo negro del tamaño de una palangana encima de la figura que debía aparecer impresa. Aun así, podía atisbar detalles del paisaje invernal por debajo de la inesperada cobertura. 

Vio la escarcha, las puntas desnudas de los pinos, un depósito de ladrillos carcomidos y un obelisco en el fondo. Era un idílico paisaje rural, que le recordó las coloridas telas de los impresionistas.

Después de una rápida revisión, descubrió la causa del problema. Un desperfecto en los engranajes hacía que el dispositivo liberase más tinta que la necesaria, tapando casi por completo la figura. Lucio realizó varios ajustes y comenzó a acompañar la impresión. Mientras verificaba las páginas que salían por la boca estrecha del mecanismo, sintió sed. Programó las 25 fotos que faltaban, activó el proceso automático y fue a servirse un vaso de jugo de naranja. El refresco en la tarde de calor lo revigorizó. Absorto en la correcta ejecución del programa, vio con espanto cómo el vaso desapareció al intentar apoyarlo en el último ejemplar impreso. Fue tragado por la mesa obedeciendo a la mecánica infalible de un agujero negro. Lucio estiró el brazo. El agujero no era muy profundo y consiguió recuperar el vaso.

Se dispuso a realizar algunas pruebas. Sujetó el grabado en posición vertical e introdujo el brazo libre hasta el hombro. La cavidad ahora era más profunda. Colocado frente a cualquier objeto sólido, el círculo creaba un área que podía ser atravesada como si fuese una finísima cortina de seda. Con todos los boquetes ocurría lo mismo: de a poco se volvían más profundos y se transformaban en puertas abiertas para cualquier lugar. En el shopping, entró en la máquina expendedora y salió con los bolsillos llenos de dulces y refrescos que repartió entre un grupo de niños carentes.


De regreso a la empresa, penetró en el cuarto fuerte haciéndose un ovillo a través de su herramienta y llenó dos maletas con billetes de mil dólares, más una mochila llena de cheques y notas promisorias que serían despachados para un lugar llamado Lamarque, del cual nunca había oído hablar. Antes de salir, vio algunos billetes esparcidos por el piso y decidió juntarlos. 

En ese momento, un viento desplazó la hoja que utilizaba como improvisada puerta a varios metros de distancia. Alarmado, giró para retirarse. Dio dos pasos. Antes del tercero, su cabeza golpeó contra la pared. No llegó a desmayar, pero su mente le jugaba malas pasadas. Cayó de cara encima de las maletas.

Cuando abrió los ojos estaba andando por una galería con luz difusa, que venía desde las entrañas de la estructura de piedra. Caminó horas pegado a la pared. Una doble línea de trillos seguía por el centro del corredor sin aproximarse nunca a un lado u otro. No existía nada parecido a una plataforma. A veces la enigmática vía desaparecía, penetrando en cualquiera de los hoyos que se abrían a ambos lados en trechos regulares. 

Esas salidas y desvíos hacían suponer la existencia de una red subterránea de enorme extensión. Lucio optó por seguir esa línea. 

La mochila dolía en la espalda y hacía parecer mayor el peso de las maletas. La luz aumentó un poco y lo llevó adelante hasta que el corredor desembocó en una salita apretada con una pantalla de tv gigantesca, una mesa, un sofá y una silla. No había nadie más. Conectó la TV, que le devolvió una bonita imagen sin sonido.

Sobre la mesa había una impresora similar a la que usaba en la empresa, con una hoja impresa al lado. El círculo, ahora de un marrón oscuro no tan intenso, le avisó que la tinta estaba acabando. La mancha pasó a perderse en tonos de gris, en los que se diluía el paisaje glacial que había visto en el escritorio.

Sintió ganas de entrar de nuevo en el agujero oscuro, pero tuvo que  descartar esa posibilidad. El círculo ahora era sólido. Escondió los tres bultos detrás del sofá y se dedicó a buscar respuestas.

Un grueso vidrio de seguridad ocupaba por entero la pared delantera de la sala. Parecía blindado. El vidrio separaba el cuartito de un hall enorme lleno de gente moviéndose muy rápido. Había varios con uniformes que le recordaban a los acomodadores del cine de barrio. Éstos aquí no usaban linternas y se pasaban hablando y gesticulando como si fuesen guardias de tránsito. 

Debía ser un lugar muy ruidoso, pero el vidrio le tapaba el sonido; era como ver las películas de Buster Keaton, que lo partían de risa pero había que imaginarse lo que él no decía. Después de un buen rato dedujo que eso debía ser una estación de tren o de ómnibus.

Los viajeros circulaban con prisa por el pabellón central, preguntaban por destinos con nombres impronunciables y miraban las carteleras llenas de números que se encendían y apagaban. Los únicos que parecían dialogar eran los que quedaban dentro de las pequeñas boleterías; a veces les preguntaban cosas a los pasajeros nerviosos en la fila. Sin dar crédito a sus ojos, se vio a sí mismo en el hall, pidiendo un pasaje para un destino que no pudo escuchar. El boletero lo miró con ojos abullonados de codorniz, desde su estrecha jaulita oval donde apenas podía darse vuelta.


—¿Usted de nuevo? Su tren partió hace horas. ¿Dónde estaba?


Su doble del hall respondió algo que el Lucio de este lado no pudo escuchar. Por el movimiento de la boca se imaginó que estaría discutiendo con el hombre de la jaula. Le estaría diciendo «¿Usted está loco? Yo acabo de llegar ahora». Pero eso era apenas una suposición. ¿Y si en realidad el otro estuviese queriendo ayudarlo? Sería muy poco educado hablar en esos términos. Estaba fastidiado con esa situación extraña de ser dos y no poder comunicarse con el otro lado. Quiso llamar la atención dando unos violentos puñetazos en el vidrio, pero para las personas del hall, él no existía. 

Se llenó la boca de saliva y escupió repetidas veces contra la ventana. Hizo caras feas, acható la nariz y se  quedó pegado al cristal como una mosca. Nadie lo vio, o a nadie le importó. El boletero seguía gesticulando y ahora estaba más irritado. 


—Si perdió el tren es problema suyo —el boletero estaría diciendo algo así —. Para viajar en el próximo tendrá que comprar otro boleto. ¿Para dónde es que usted va?


Tal vez Lucio no quería pagar su pasaje de nuevo y de ahí el desentendimiento, como lo traducía la cara de la codorniz. Lucio no iba a ningún lugar. Sólo le preocupaba encontrar un escondite donde camuflar las dos maletas y la mochila. Fingió firmeza cuando sin pensar respondió:


—Para Lamarque.


—¿Lamarque?  ¿Qué suerte de lugar es ese? No existe ninguna estación con ese nombre en nuestro itinerario.


—Eh…entonces puede ser Lamarco; es que yo soy extranjero y no sé pronunciar muy bien.


—No. Tampoco tenemos Lamarco o nada parecido —respondió el boletero un poco más divertido, viendo que en la cola todos se reían.


—Me dijeron que queda en la Patagonia. Cerca de Neuquén.


—Lo más próximo que tenemos a Neuquén es Piedra del Águila. Son 350 kilómetros. Tal vez allí le puedan informar sobre esa Lamarca.


—Lamarque.


—Bueno, como se llame. Hace treinta años que trabajo aquí y nunca he oído hablar de ese lugar. Tendría que ver si alguno de los camioneros que van para Neuquén puede darle un jalón. Le aconsejo comprar ropa de abrigo. El invierno es cruel por esas redondezas.


Lucio estaba totalmente confundido cuando se dio cuenta que todo ese diálogo podría haber sido cosa de su cabeza. De nuevo tuvo la sensación de estar siendo ingrato con el pobre hombre.


—¿Me puedo sentar? —dijo el Lucio del otro  lado—. Necesito colocar mis ideas en orden. Estoy confuso.


El boletero le hizo un gesto de aprobación. Lucio presenció todas estas cosas que ocurrían en el hall, donde se vio indefenso y despreciado por los otros que pasaban y lo atropellaban y no le daban la menor importancia. Imaginó que el hombre tenía cómo ayudarlo y se quedó con los ojos cerrados y en silencio. Su interlocutor acercó un micrófono a la boca. La voz ahora le llegaba nítida y eso lo llenó de optimismo. El Lucio del lado de acá escuchó:


—Copie su documento en la impresora y colóquelo frente a la tv. Haré una copia digital y una vez que tenga el archivo impreso, podré abrir esa puerta. 


—Pero la impresora…


—No se preocupe; con la tinta que queda, podrá obtener una foto nítida.


—Y aparte la tv…


—¿Por qué es usted tan exigente? Sólo necesito copiar su imagen, no preciso sonido.


Los toners estaban fallando. Las copias comenzaron a salir cada vez más diluidas y en las últimas ya no se distinguía nada. En las estampas, de un gris cada vez más claro, se mezclaban los tenues perfiles de las imágenes que se desvanecían. Vio la lámina completa debajo del círculo que ahora era apenas una sombra, pero estaba todo tan desvaído que no reconoció los detalles. Lucio apretó los tubos hasta quitarles el último resto de rojos, amarillos y azules. El boletero consultó al equipo técnico. Estaba furioso y les dirigió palabras duras:


—Van a tener que cambiar los cartuchos. Los pasajeros están desapareciendo delante mío. Y otra cosa. Parece que están todos locos. Andan pidiendo pasajes para lugares con nombres extraños. Uno quiere ir a Lamarca o Lemarco.


En la pantalla grande, la cara del boletero se desintegró en líneas finísimas. La impresora encendió la luz azul y dio un click, anunciando que la nueva carga había sido instalada. Lucio examinó la fila de documentos para impresión. 

Su foto aparecía varias veces pero no podía enviar la copia. El sistema no tenía fuerza suficiente para subir el archivo. El círculo negro se abrió de nuevo. La boca era la entrada de una caverna que lo llamaba. No había nada que hacer donde se encontraba y decidió entrar. El túnel era estrecho y olía a humedad, «no puedo decir si es por donde vine pero quién sabe, por acaso puedo encontrarme con algún otro perdido como yo.»


Perdió el sentido de la distancia y el tiempo después de andar por dentro de aquella gruta  que parecía no tener fin. Esta vez no tenía la fosforescencia de las paredes para orientarlo. —«Me siento como Jonás en el estómago del cachalote.» 

El fin del túnel se abrió como la boca de un embudo a una bonita plaza florida. El sol brillaba tímido y hacía un frío atroz. La visión de los picos nevados le hizo pensar en lo lejos que debía estar de Buenos Aires.

—«¿Cómo será que vine a parar a este lugar? No me acuerdo de haber usado ningún medio de transporte; tampoco vi ningún ómnibus desde que salí de la capital. Sólo anduve a tientas dentro de un subterráneo o tal vez varios, y ahora doy de cara con la nieve.» 

Lucio se fue integrando a un escenario que le resultaba familiar: la nieve sucia, los pinos, el galpón, el obelisco al fondo. Había un enorme letrero pintado con letras desteñidas frente a la glorieta:


BIENVENIDOS A LAMARQUE


Recordó las palabras del boletero. Necesitaba  comprar  ropa  de  abrigo y un almuerzo caliente. Luego de proveerse de dos chompas y un chubasquero de cuero de llama en una tienda de artículos indígenas, bebió un café hirviendo y devoró una enorme empanada en un puesto callejero. Se dispuso a dar unas vueltas bajo la cellisca helada. El área ocupada por las viviendas llegaba hasta unos cinco kilómetros desde la plaza. Más allá comenzaban las tierras de labranza, con las tomateras de tallos volubles y vellosos y sus flores amarillas agrupadas en ramilletes laterales. Casi no había gente en las calles. Los pocos que disparaban del frío no le dieron ninguna importancia.

—«Con estas ropas y tres bolsas, a nadie se le ocurrirá reparar en mí. Deben pensar que soy un turista en tránsito para otra ciudad.»


Al final de una callejuela más estrecha que las otras, descubrió una pequeña puerta precedida por tres escalones bajitos. Vino a saber que era la Agencia de Correos por la pila de bolsas amarillas con los emblemas del caduceo y las cuatro o cinco bicicletas con chapa oficial. La oficina estaba vacía, como casi todo en Lamarque. 


—«Esto es lo que yo llamaría un lugar olvidado por la divina providencia. Los pocos comercios están abiertos para que los clientes puedan distraerse un poco de sus actividades rutinarias y conversar unas palabras con los vecinos.»

La desolación lo acompañó cuando entró en el local. El único atendiente, medio dormido encima del escritorio, se despertó de un salto cuando escuchó el repique de las campanillas chinas colgadas en la puerta. Sin dar crédito a sus ojos, salió del letargo y todavía buscaba explicar el motivo que había obrado el milagro de traer un cliente.


—¿Qué se le ofrece, señor?


Lucio no tenía respuesta. Miró de reojo las dos valijas mientras inventaba una disculpa. El funcionario no le dio tiempo de responder. Ambas tenían el sello de despacho que decía "Buenos Aires". Lucio aprovechó su suerte y dejó que el hombre continuase hablando solo.


—Ah, claro, mire cómo soy distraído. Usted debe ser el mensajero de Buenos Aires. Lo estábamos esperando. Dicen que está frío el invierno en la capital, ¿no?


—Un poco. No tanto como aquí —dijo Lucio por hablar cualquier cosa.


—Pero, dígame.¿Cómo hizo para llegar? Con esa huelga del transporte no vemos muchos porteños por aquí en estos días.


Lucio jugaba con el silencio como un maestro, sin dejar percibir al otro que lo hacía obligado porque no tenía lo que decir. No tenía la menor idea de la huelga.


—Ah, bueno, es que un amigo camionero…


El funcionario llamó a su auxiliar por el intercomunicador. Le pidió que verificase las dos bolsas con dinero, mientras él mismo se encargaba de confirmar si todas las promisorias y los cheques estaban en orden. Se volvió para dirigirse a Lucio. 


—Magnífico trabajo, señor…

—Ah, sí. Villalba. Lucio Villalba —exclamó, extrayendo los documentos de la billetera.


—Todo en orden, señor jefe. Hasta el último centavo —dijo el otro.


Cuando Lucio escuchó aquella frase, la sangre se le heló en las venas. ¿Habría sido descubierto y la amabilidad del funcionario era apenas una forma de demorarlo hasta llegar la policía? Lo que acabó ocurriendo fue muy diferente del lúgubre escenario que había imaginado.


—Debo reconocer, señor Villalba, que pocas veces he visto tamaño amor a la profesión. Ya le avisé a su jefe a respecto de su heroico viaje. Podremos disponernos a cerrar el negocio antes de lo calculado, gracias a su empeño y sacrificio. También le sugeriré que sería justo recompensarlo…"


Lucio salió al frío y miró la callecita vacía. Las nubes se preparaban para otra tormenta. Pensó que era un maldito cabrón con suerte. No sólo era libre de ir donde quisiese. Había probado ser un excelente mensajero, ahorrándole un buen  perjuicio a su jefe. Por eso, iba a ganar un merecido ascenso en la empresa y sería admirado como un hombre de gran coraje. Sólo tenía un problema urgente para resolver: encontrar el túnel correcto para volver a Buenos Aires, evitando a aquel boletero incompetente que no le dijo nada de la huelga del transporte.


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