UN TRAJE PARA DOMINGO

 



Hacía algunos días que Domingo Peláez arrastraba aquel sentimiento fastidioso. Ahora se estaba volviendo paranoia. Alguien lo seguía. Pero su vigilancia nunca le devolvía pistas. Debía ser cosa de su cabeza. Primero fue en el parque Trianón, una tarde de calor. Podía afirmar que el hombre de boina negra leía el periódico mirándolo de reojo. Unos días después, manejando en la Vía Dutra, el sentimiento se repitió. Pero el retrovisor mostraba que no había otros vehículos próximos en la carretera.

Más tarde, en el restaurante, alguien próximo  acompañaba su almuerzo. 

Buscó en el shopping una tienda repleta con productos para el Halloween y compró una peluca, lentes negros, una la barba desprolija, bigotes y un chaleco de lana almidonada que le daba el aspecto de pesar cien kilos. Usaba ropas viejas y sucias que encontró en un bazar para mendigos.

Quiso probar la efectividad del disfraz. Los ambulantes de la avenida no sospecharon. Cuando les preguntó si habían visto a Domingo, apenas dijeron que "tal vez haya viajado a Montevideo para solucionar problemas" 


—Debe estar en el nordeste, tiene unas propiedades por allá que estaba queriendo vender —dijo el portero del predio, sin imaginar que lo tenía delante suyo.

Estaba irreconocible, pero la sensación continuó. En la empresa, el jefe, preocupado, le sugirió que tomase un descanso.


—Unas vacaciones en algún lugar de Oriente con certeza habrán de mejorarte. Tailandia, por ejemplo, tiene unas playas encantadoras.


Unos días después, recibió un pasaje de avión y la reserva de un hotel cinco estrellas en Bangkok. 

Fue directo a la playa que el jefe le había recomendado. Debía ser ésta. Frente al farallón, le había dicho; en una pequeña cala de aguas mansas. De su atuendo disuasivo sólo conservaba la peluca y la barba desprolija. Con ellas se sentía más seguro.

La arena ardía como brasa. Se dejó revigorizar por la brisa del mar. Un veraneante leía en la pantalla del móvil, a la sombra de una palmera. 

Era un hombre joven, con piel tostada y perfil de indio, y por acaso también venía desde San Pablo. Peláez pidió un sorbo de agua y de esa forma entraron en contacto. El diálogo fluyó suelto.


—Ah, qué casualidad.¿Así que usted es paulista?

—Yo no, soy peruano. Fui llamado para un trabajo en Brasil. Hubo algunos contratiempos en la ejecución,¿sabe? Un cliente escurridizo, difícil de acompañar, esas cosas. Pero dígame, ¿cómo usted aguanta esa melena con este tiempo?

—Ah, ya estoy acostumbrado, la uso desde niño. 


El otro lo miró esbozando una sonrisa. Los ojos danzaron divertidos.


—Ah, sí, claro. Desde niño —repitió—. Y se quedó callado.

—Entonces ahora acabó el trabajo y decidió tomarse unas merecidas vacaciones.

—¡No, imagínese! Vinieron más complicaciones. El jefe me avisó que mi cliente había viajado para Bangkok y que el servicio sería ejecutado aquí. —Revolvió en la mochila y sintió el metal frío del revólver en la mano—. Mi cliente no va a demorar mucho. Debe estar atrasado. Imagínese, con todo este calor.



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