MASA INFINITA

 


Las barcas relucían en la orilla. Subían y bajaban con la marea, soltando crestas de espuma sobre el agua negra. De las grúas colgaban las robustas cuerdas que las sujetaban. Pat escuchaba en pedazos la voz neutra del vigía desde la torre:


La noche está clara (...) la marea ha cambiado un poco de rumbo, pero continúa mansa. Temperatura estable, 24 grados ahora (...) En el mar acusa un notorio descenso… 


Las poleas chirriaron cuando los cables de acero comenzaron el lento descenso de la gran lancha de proa abierta con un sólo mástil. Había sido acondicionada con una cabina para servir como crucero, haciendo las veces de un ferry o transbordador. 

Tocó las perezosas aguas del puerto y quedó sujeta al ancla de una tonelada. El joven alférez Pat Morley se aprestaba a cruzar el estrecho en una odisea nocturna. 

Pat pretendía probar sus condiciones de grumete sin valerse de ninguna ayuda, en una navegación a palo seco. Por eso había pedido la retirada del motor. El perfecto funcionamiento de los flotadores de aluminio era para él mucho más importante. El GPS y la radio estaban embutidos en el reloj pulsera. Los técnicos le pasaron el último boletín:


—”El canal de meteorología detectó la presencia de una corriente fría llegando desde el Pacífico. Los peritos atribuyen a este factor el descenso en la temperatura del mar e insisten en verificar de nuevo el plan de navegación".


Visibilidad perfecta debido a la profusión de estrellas. La temperatura muestra descenso continuo en el mar. La corriente polar ha sobrepasado la región de los icebergs y continúa bajando en una ruta próxima a la del barco. Puede causar problemas si es desviada por los vientos alisios. Los técnicos aconsejan retrasar la salida en dos horas.


Eso significaba perder una buena parte del cruce a la luz de las estrellas. Pat soltó una queja sorda y se dispuso a desobedecer a sus guías. 

Después de los primeros metros el bote encontraría la corriente de aguas cálidas que venía del continente. Allí podría fijar la dirección  sin desviarse.

Convenció a los responsables acerca de la seguridad de la embarcación, adaptada por especialistas en ingeniería náutica. Después de largas discusiones fue autorizado a partir. Los comunicados de la torre no dejaron de insistir en sus advertencias, mientras los remolcadores lo escoltaron hasta la salida de la bahía y lo dejaron ir. Quedó sólo en la compañía del mar, que lo cobijó en su negrura como una madre afectuosa. Los vigías eran confiables y el contacto continuo. 

La falta de claridad lunar no le preocupaba. Después de superar los primeros kilómetros ya comenzaría a ver las luces del puerto del otro lado, con los fiordos del sur a sus espaldas. El mar estaba calmo y las aletas traseras bien calibradas. Era imposible que se desviase de su camino en tan corto trayecto. Levantó la vista y confirmó la exactitud de los últimos comunicados. Verificó el velocímetro y los estabilizadores. Fijó el timón sobre la marca exacta de la brújula y dejó la barriga de la balsa deslizarse en la corriente tibia. Por la escotilla avistó los luminosos de la rambla desierta a lo largo de toda la orilla de la playa.

Antes de avanzar un kilómetro sintió el frío subiendo desde el fondo. En pocos minutos su cuerpo comenzó a perder los reflejos. Las extremidades adormecieron, no podía flexionar los dedos ni manejar los aparatos de cubierta necesarios para mantener la ruta. Tuvo que confiar en la precaria navegación automática de los instrumentos. Colocó en su cuerpo toda la ropa de abrigo disponible y se acurrucó encima del velocímetro. Estaba avanzando. Pero el radar mostraba que salía del estrecho, de cara a la corriente polar.

No tenía cómo descubrir la extensión ni la dirección del flujo helado. La rigidez de los músculos afectó los sentidos y comenzó a sufrir alucinaciones. La temperatura continuó bajando. El haz de la linterna le mostró filosas estalactitas transparentes colgando de la balaustrada. El cuerpo creció hasta igualar las dimensiones del transbordador. La punta de los dedos quedaba tan lejos como el extremo del mástil principal. Las tablas crujían con el choque repetido del agua cada vez más encrespada. 

Desistió de izar la vela. Antes de cinco minutos haría capotar el crucero con el empuje del viento.

Vio la entrada circular detrás suyo. Debía tener unos diez metros de diámetro. Tal vez fuese  aquella boca negra la que producía el ronroneo apagado de un motor de succión. Una ola de varios metros se elevó y el bote fue jalado hacia el interior del gigantesco habitáculo marino. El giróscopo consiguió mantener el cuerpo del yate en posición horizontal. Apuntó el sextante entre el faro y la punta del cabo, verificando que el vehículo estaba saliendo de la bahía, como ya sabía por el radar.

Más allá del cabo, la salida de la cala se transforma en uno de los brazos del embudo que forman el estuario.

El navegante se trancó en la cabina en busca de un poco de calor, pero todo era una única superficie congelada. Los mástiles, el timón, la quilla inútil, los brazos, los ojos, la boca adormecida por el frío.

Ya había sobrepasado el tamaño de un cetáceo adulto. Empujado por el frío, continuaba creciendo dentro de aquel animal ciclópeo que lo había devorado junto con su pequeño navío. La temperatura bajó más y el cuerpo se volvió una expansión enorme y densa, de complicada ingeniería, con enormes espacios vacíos en su interior. Había grandes manchas de grasa y aceite en el piso.

El cielo continuaba estrellado, iluminando el mar como la superficie de un plato. El cuerpo ya no avanzaba. Era una masa indefinida de cables y engranajes atascados por el frío. No había más para dónde ir. Él era todo el espacio y el tiempo.


A pocos kilómetros de allí, el ultramoderno transatlántico California flotaba inmóvil en la noche iluminada. Los turistas que llenaban las terrazas más altas vieron una pared blanca levantándose, soltando chorros de chispas plateadas, finísimas, tan breves que se apagaban antes de tocar el agua. La pared no dejaba ver el otro lado. Sería imposible evitar el choque; el cuerpo estaba en todos lados. Consiguió evitar el golpe frontal, pero sintió el chicotazo en el flanco derecho y enseguida el dolor intenso. 

Una punta de hielo abrió un boquete que se rasgó como material plástico. Todas las manos, cientos, miles de manos no alcanzaron para cerrar la herida. El cuerpo era demasiado grande. La cantidad de agua excedía el poder de los tubos exhaustores. Sintió un rugido de pedestales rajados a sus espaldas, y por un momento el movimiento de las olas le dejó ver del otro lado las luces del California subiendo y bajando con la marea. 

La música subía apenas perceptible desde la sala de baile. Entre el bullicio de la fiesta se escucharon gritos de alerta; las membranas de los micrófonos se hincharon con aullidos tardíos. En los retretes, la presión del agua desbordó los inodoros y arrastró grumos de heces.

Brillaron los ricos tapices de Oriente de la sala de ceremonias, con la escalera de roble luciendo sus molduras de oro salpicadas de algas y juncos de oscuro verde. Las alfombras egipcias zozobraban bajo la suciedad que arrastraban los zapatos. 

Desde la capilla en el piso superior resonaban los ecos de las plegarias «dios nuestro señor líbranos de todos los pecados, amén…»

El agua sobrepasó el nivel de la cubierta inferior. La densidad maciza del hielo abrazó las playas de la isla. Pronto excedió el tamaño de la propia isla.


—Avisen urgente al California —se escuchó una voz rasgada saliendo por los altavoces.

—El tajo mide 60 metros —gritaron los técnicos.

—Sólo tenemos veinte botes —dijo el almirante—. El estruendo de la pared de agua impide el intercambio de mensajes.


Los turistas distraídos vieron subir la punta de la cabeza gigante. Tenía el tamaño de un tren carguero. Un despistado preguntó si existían las serpientes marinas.


—Debe ser una cría nueva, una gigante cibernética, mamá, mirá todas esas luces en hileras, todo encendido —el nene aullaba en éxtasis.


Mientras el enorme navío se mantuvo a flote, continuó resonando la voz del piloto:


«Mayday, mayday, mayday…


Aquí RMS Titanic:

Atención, Nueva York, nuestras coordenadas son:

41-43-55 latitud N; 49-56-45 longitud W . 

Hemos tropezado con un iceberg. Barco rajado al medio, en proceso de hundimiento. El rasgón lateral tiene más de 60 metros. No podemos bloquear la entrada de agua.»


—Sólo 20 botes —farfulló el capitán como para convencerse—. Las mujeres y los niños primero.



                                             San Pablo, nov. 2022


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