INVIERNO DEL DIECIOCHO



La vela precipitaba sombras estiradas, como una odalisca que inventa figuras durante el tiempo de un gesto, de una única contorsión del cuerpo.

En la quietud de la tienda, danzaban los velos de seda sueltos, flotaban sin peso. Dibujaban coreografías bizarras entre las grietas del tronco de nogal que nos servía de mesa. Estábamos terminando nuestra merienda, observando por la ventana el perfil del farol sobre las rocas más altas. Pasó una gaviota y se adentró en el mar. Totó estaba pendiente de la hora. Parecía preocupado por el retraso. Se dirigió a mí con palabras puntiagudas.


—¿Has hablado con los otros? Ya deben haberse dado cuenta que andás etéreo, viajando en el viento, y poco hablás.


—Bueno, vos me conocés desde que llegué a estos montes,¿verdad?


Calibró el aire, como buscando respuestas afuera, entre los rosales. Después continuó:


—Por eso sé que hay algo que te preocupa. La semana pasada te observé mientras conducías el grupo hacia la cañada. No parecías vos. Ni sabías por qué nos habías llevado para aquel bajío turbio y maloliente.


—Es verdad. A vos no puedo ocultarte nada. Sabés que esta salida es una expedición al pasado, ¿no? Aparte de Sh'reia, somos los únicos que sabemos el motivo.


La mirada vacía de mi compañero se reflejó en el cuenco de agua transparente bajo su boca.


—Es por causa del amuleto, ¿no? Era una víspera de feriado y la primavera llegando, como ahora. ¿Todavía tenés esperanzas de encontrarlo?


—No sé qué decirte. He ido varias veces sin resultado. El avance de la vegetación ha sido terrible. Pero nuestros amigos pueden ayudarme. Siempre se han orientado mejor que yo en aquellas cuevas. 


Totó tenía sus reservas. Presentía que era una tarea complicada, pero se mantuvo distante y cambió de tema. 


—Los novatos deben llegar pronto. Sh'reia los va a conducir por la trilla que acompaña el río.

—Parece que tendremos buen tiempo. ¿Llevamos agua suficiente? Vamos a subir una ladera abrupta y a esta hora el calor ya se hace sentir.


Sh'reia llegó al amanecer guiando a cinco de los novatos: Bianca, Bidú, Daisy, Mirko y Brenner. Para ellos ésta era la primera salida de largo aliento. Yo me preocupaba con las dos mujeres. Pasadas de kilos y sin experiencia, iban a sufrir en el sendero, uno de los más abruptos de la sierra. 

El sol apareció entre dos torres de energía. Era una gigantesca pelota blanca incandescente sostenida por dos pies metálicos. Antes de salir presenciamos el show de las gaviotas en el lago. Como saetas brillantes reflejando el primer sol, se clavaban de punta en el agua salpicando velas tornasoladas rosadas, celestes y verdes. Después emergían con los picos pesados de peces. Las que habían fallado en el intento, describían un círculo amplio y se preparaban para otra zambullida. Kamikaze. Anzuelos puntiagudos hendían la superficie quieta del lago como si fuera un mandala ensayado  desde siempre. Totó y Sh'reia eran los guías de la caravana. Los veteranos conocedores de todos los atajos. Desde un montículo controlaban nuestra subida. 


—Mirko no está bien —dijo Sh'reia—. Le cuesta andar con su pie lastimado. 

—Cuando lleguemos al Santuario podrá descansar —lo tranquilizó Totó—. Lo más importante es cargar las botellas cuando lleguemos al lago. El calor va a apretar.


Pasamos por un graderío semidestruido, el resto de una de las tribunas del pequeño teatro de marionetas, abandonando hacía mucho tiempo. Había trozos desprendidos de los capiteles de algunas columnas apareciendo aquí y allá entre las breñas, cual si fuesen cabezas de ahogados de algún naufragio de otro tiempo.

Tapados por las enredaderas y helechos trepadores, asomaban trechos de paredes de revoque carcomido, dientes oscuros y huesos de un esqueleto quebradizo. No veíamos más que la parte superior de la escalinata y uno de los flancos del estrado desde donde se controlaban las luces.


—Hace años que estamos caminando por estos atajos… —Totó parecía muy lejos en ese momento.

—Si, ya sé —lo interrumpió su compañero—. Los recovecos donde los enfermos se perdían y aparecían muertos buscando el sonido de los cristales, como está en el cuento. El manicomio todavía existe del otro lado de las alambradas. Y era invierno. Un bonito invierno de sol. 

Él venía soñando con cristales y embrujos de un tiempo que se había escurrido como las cobras silenciosas de los campos más allá del baldío, donde se decía que había un muro invisible que nos mantenía prisioneros. Y tal vez fuese cierto. Después de todo, todavía estábamos aquí para mostrar a los jóvenes los restos del lugar mágico donde habían ocurrido aquellas historias maravillosas.  


—Sólo nosotros tres conocemos esas historias. Un día habremos de contarlas a los novatos. Pobres, mirá qué caras de cansados tienen. Avisales que ya estamos llegando a nuestro destino.


Cargamos las botellas al llegar a la laguna. Los despojos estaban por todos lados. Los ductos instalados para traer el agua desde los cerros, habían levantado el lecho del lago y reducido a barro toda el área adyacente, que ya había sido un hermoso parque.

El tiempo se curvaba sobre sí mismo y se contoneaba como si fuese de goma, flexible como el material plástico de los tubos infames que nos robaron el verde y ahogaron nuestras tardes en aquel lodazal espeso con hedor a petróleo.


De la laguna pasamos al Santuario. Desde aquel tiempo me acostumbré a llamarlo así. Era nuestra base en las entrañas de la mata profunda, donde pasábamos las tardes cuando no estábamos trasegando los montes.

La puerta no existía más. Era una muralla de rosales y breñas puntiagudas que sólo nos permitieron avanzar a golpes de machete. La maleza era tan tupida que se hizo difícil encontrar nuestros rincones favoritos de aquellos días. Las raíces asomaban como garras y se trenzaban formando murallas naturales de tupida pelambre. Estábamos perdidos pero todavía teníamos la ventaja de la luz natural. Hacia la media tarde Mirko y Bidú se ofrecieron para ayudar a Sh'reia, que necesitaba hacer ciertos trabajos de excavación. Sólo así sería capaz de encontrar algunos puntos clave para poder orientarnos. Totó se ofreció para quedarse conmigo acompañando a Daisy y Bianca que estaban con recelo de meterse en el laberinto.

Brenner y Bidú, los dos más jóvenes, andaban a tientas, medio perdidos, siguiendo las órdenes de los líderes. Mirko aprovechó para echarse una siesta a la sombra de un eucaliptus.

Siempre limpiando matorrales y restos de basura que el tiempo había acumulado, fuimos desenterrando capas de recuerdos escondidos bajo la hojarasca. 

Arrastrándome por debajo de un alambrado, divisé el pequeño declive, el rincón preferido que Muleke y Hulk disputaban apenas llegábamos cada día. Estaba enterrado bajo una maraña de arbustos. Y a algunos metros, los varios huecos donde Lilika se escondía de los otros para sorprenderlos. 

A dos pasos del declive estaba el árbol bajo el cual Lobo había decidido cuidar de su rincón favorito. Allí, yo había dejado otra marca para congelar el tiempo. Con una piedra filosa arañé la tierra hasta encontrar, bien allá abajo, la copa de plástico donde él se refrescaba en las tardes de verano. 

El grito excitado de Sh'reia nos dio esperanzas. Había descubierto algo debajo de un tronco reseco.


—Parece una malla o un pedazo de red fibrosa. Pero está agarrada en algo, no puedo sacarla.


Algo se me sacudió dentro. La red. La red y el tronco bajo el cual yo la había escondido como una ofrenda. Allí donde Lilika me había esperado en la tarde helada. Donde la había envuelto con mi pullover verde porque tiritaba tanto y hacía tanto frío que yo no conseguía protegerla con mis brazos.

Me acordé de una lejana tarde en la laguna, Lilika y Hulk correteando mientras  jugaban a robarse una retícula o redecilla de fibra blanda y quebradiza. Disputaban aquel tour de force mientras un helicóptero daba vueltas como un gavilán hambriento encima de nuestras cabezas. La neblina venía bajando.

Y ellos se habían divertido tanto aquella vez. Ágata se había agregado a la diversión. Se había robado el pedacito de tejido en un descuido y ya corría hacia la punta estrecha de la laguna, perseguida por los dos. Frustrados, se quedaron esperando encima de las rocas, con miedo de bajar al agua helada. Parecían dos vigilantes. No se movieron por un buen rato, aguantando la llovizna.

Ágata se cansó y vino a recostarse en mi pierna, cargando todavía el objeto de la divertida jarana. Cuando volvíamos para la estación entramos por un momento en el Santuario y tuve la idea de enterrar la retícula bajo el mismo tronco en el que Lilika me había esperado aquella vez, soportando el frío y la lluvia de la tarde de frío. Tuve la precaución de amarrarlo a una raíz gruesa con un pedazo de cable. 

Así había sobrevivido al avance de la vegetación, a la destrucción del Santuario y de la laguna. Y ahora juntaba las vidas de los recién llegados con las de aquellos que se habían ido para siempre.


—Te acordás? —me preguntó con nostalgia Totó. Vos escribías el cuento de los cristales, hablabas con nosotros, estábamos todos bajo los árboles. Desde muy lejos tu hermana nos mantenía al día con el campeonato mundial porque aquí no podíamos tener señal de satélite. Ella te contaba el partido que nosotros no podíamos ver. 


—Sí, y el día de la inauguración Shakira cantó Waka Waka, he he, y era una fiesta linda. Mary me contaba el partido a través del whatsapp, “está parejo, pero Alemania está mejor atrás”, “ los ingleses sólo reclaman y dan patadas, y ahora se quejan al juez por un gol anulado”.


Sh´reia me dijo con los ojos húmedos:


—Me acuerdo, sí. Lilika tiritaba y vos la habías envuelto en un grueso pullover verde. Y estaban los dos juntos. Vos recostado a aquel tronco y ella acurrucada a tu lado y envuelta en el pullover, temblando. Nunca me he olvidado, porque fue la última vez que vimos a Lilika y Hulk.


Los otros escuchaban sin abrir la boca, maravillados. Y había lágrimas sus ojos cuando los dos contaban. Los dos remanescentes del bando de las trillas, que sólo volvían para casa cuando cada tarde yo levantaba el campamento cerca del anochecer. Es cierto, corría el año dieciocho, todavía no habíamos escuchado hablar de la pandemia. Ninguno de nosotros usaba máscara y yo no cargaba la botella de alcohol-gel en mi mochila. 

La malla de cable amarraba nuestro paseo con las tardes de un invierno que volvía en pedazos, se mezclaba con las páginas de un cuento que hablaba de gitanas leyendo la suerte en las noches de luna llena, y de la música celestial producida por el movimiento de los cristales en el viento, porque la concertista sólo existía en un sueño.

Así también volvían los juegos de la niebla cuando el parque era verde, antes que trajeran los tubos que escupían barro y habían envenenado al mismo tiempo el jardín y los peces. Vi el día en que el lago brillaba como plata porque estaba lleno de cadáveres flotando boca arriba. Con los vientres blancos, hinchados por el veneno de los pesticidas que las fábricas escupían en el agua desde lo alto de los cerros. Y al Cabezón emergiendo de un pozo, cubierto por una especie de hollín pegajoso pareciendo la criatura de Loch-Ness.

El grupo había formado un círculo a mi alrededor. Ahora que había hallado mi precioso talismán, no quería correr el riesgo de volver a perderlo. Lo acomodé en un rincón seguro dentro de mi mochila y nos preparamos para la vuelta. 

Mirko se quejaba de su pie lastimado. Daisy y Bianca jadeaban, y no le daban chance de divertirse a su compañero, todavía con energía como para perturbar a los dos veteranos. La noche se nos vino encima cuando nos aprestábamos a iniciar la bajada de vuelta para la Estación. En los cambiantes colores del cielo que ocurren casi siempre a esta hora, había algo diferente. Y estaba bien cerca de nosotros. 


—¡Bichos de luz! —gritó Bidú—. Como aquellos que juegan conmigo y Brenner en el jardín. ¡Vamos!


Corrimos y atravesamos las trepadoras que se apretaban como cerrojos. 

En el baile frenético de los puntos brillantes podíamos ver el funcionamiento de una máquina de complicada relojería. Miles de insectos rotaban como las aspas de un ventilador descabellado y dibujaban órbitas absurdas sin tocarse con los otros. Eran lunas y planetas, sistemas solares completos girando en sí mismos y alrededor de todos. Asteroides, nubes de minúsculos pétalos centelleantes, miles de farolitos amarillos ametrallando a la noche de los milagros. Todo se armonizaba en aquella vasta red de espacios y tiempos efímeros. Contra el fondo de la tela negra, la geometría invisible amarraba cada raíz, cada charco, a las chispas dispersas de una fragua escondida.

Fuera de los límites del Santuario, fuera de la desolación y las ruinas dejadas por los años, apenas pusimos el pie en la avenida, la neblina se cargó del amarillo intenso que chorreaba de las luces. Jugábamos a soplar ráfagas de ámbar en el aire de la noche y formábamos túneles de oro, cruzaban luciérnagas que subían y se perdían en la noche más negra, arriba, detrás de las paredes astilladas de los galpones. La luz del tren estalló en la curva distante y encendió el foco rojo en la puerta de la estación. 

Era la noche que nos traía. Era la noche que nos mantenía juntos en este hilo de tiempo flexible y bondadoso, y nos llamaba para el refugio de las casillas rústicas bajo el techo de la parada de taxis. 

La campana tocó varias veces y las barreras bajaron perezosas. Algunos de los perros que no se habían juntado al grupo salieron a recibirnos. Pepita me miró con un ojo pero ni se movió en el catre. Acomodé el cobertor para protegerla del frío y seguí para la plataforma. Uno de los taximetristas me invitó a tomar un caldo verde en la panadería. Acepté. Charlamos un buen rato sobre política y las inminentes elecciones. Para que después no anden diciendo que pasé todo el tiempo hablando de perros.





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