LOS TRASTORNOS DEL BOTOX

 

Sentado bajo la sombra amplia del parasol, al borde de la piscina, Samuel bebía distraído su refresco viendo allá abajo la bahía, donde algunos bañistas desafiaban la canícula del mediodía. Los pasos que se aproximaron desde atrás, por la senda de pedregullo, lo arrancaron del ensueño. Antes de darse vuelta, escuchó una voz familiar:


—¡ Hola, profesor Romero!


Él vio la cara que no reconoció, con la voz de su viejo amigo, Jaime, uno de los mozos encargados de atender a los turistas en el área de la piscina. Por una fracción de segundo, Samuel lo miró con los ojos vacíos. Pero su reacción fue muy rápida y respondió con naturalidad fingida


—Ah, hola Jaime. Me agarraste distraído. Miraba los juegos de los niños en la piscina.


Se quedó pensando si el otro había percibido algo. No. Fue una disculpa razonable; un lapsus que a cualquiera le ocurre. El calor. La sed. La cabeza no trabaja como de costumbre. Pero aquel rostro. Quiso acordarse del verdadero rostro de Jaime y no pudo. Prefirió concentrarse en los parasoles que bordeaban el perímetro de la piscina. Tuvo ciertos problemas para localizar el nombre, porque en su país, sí, allá lo llaman de otra manera. Después de algunos segundos encontró la palabra “sombrilla” y se sintió satisfecho. Quería sentir aquella sensación que estarían sintiendo los bañistas ahora. Con todo aquel sol en la cabeza y el agua transparente de la bahía operando el milagro de una compensación deseada.


—¿Hay alguna lancha bajando ahora, Jaime?

—Sólo al final de la tarde para recoger a los que están allá, jefe. Si quiere tomar un baño de mar tendrá que esperar hasta mañana.


Prefirió la idea de mezclarse con los bañistas de la piscina. Rodeó la casilla de los cuidadores y se concentró sólo en los rostros. Allí debían estar los hijos de los vecinos y toda la gurisada del condominio. Fue mirándolos uno a uno. Ninguno le resultaba familiar. Tenía varias técnicas que lo ayudaban. Buscaba verrugas, manchas, formas de andar.

Ah, pero sabía que Poli, la hija de los Gabay, tiene un lunar en la mejilla derecha. Efectivamente, el lunar estaba justo donde debía estar, aunque no reconoció la cara de Poli. ¿Y Clarita, la del segundo piso? Esa debía ser ella. Estaba con su perro San Bernardo, el único del condominio. Ella estaba de espaldas. Esperó asustado por lo que iba a pasar. Cuando Clarita se dio vuelta para decirle “hola profesor Romero”, podría haber sido cualquier otra cara. Él le susurró algo al San Bernardo; le pidió disculpas porque sabía que podría confundirlo con otro perro. En ese momento se asustó. Poli, que no parecía Poli, y Clarita, que no parecía Clarita, se quedaron mirándolo. Susana lo vio llegar con aquella expresión sombría. Ella estaba intrigada y lo esperaba para conversar sobre algunas cosas.


—Explicame una cosa: ¿Estás usando botox?

—Sí. Para acordarme.

—¿Acordarte de qué? 

—De mi encuentro con el hombre del espejo. Sólo así podré conservar la imagen. 


La cara aparecía lisa y sin arrugas. Susana quedó preguntándose quién sería el hombre del espejo y comenzó a admitir la posibilidad de que su esposo estaba perdiendo la razón.


—Debe ser el mismo de siempre. ¿No?¿Cómo se llama?

—Él no me dijo. Sólo preguntó mi nombre.

—Vos le habrás dicho, supongo.

—No. En ese momento no me acordaba.

—¿Qué pasó en el shopping?

—En el shopping los niños se divertían. Repetían aquellas frases:

“parece que se despertó en un velorio”, “¿él se durmió en un ataúd?”, “parece cera ligeramente derretida”. Eso. Ligeramente derretida, dijo alguien. ¿Qué significa?

—Un tipo de cera chorreante. Elimina arrugas en tiempo record. Viene en color uniforme. Sólo debes dejarla por 24 horas. 

—¿Como Vanilla Sky?

—Muy diferente. Él estaba en un refrigerador. Vos estás vivito y coleando. No podés salir por ahí, meterte en un parque lleno de niños y sembrar el pánico con esa máscara de Viernes 13. Sólo podrás usarla en algún u otro momento.


Samuel no paraba de repetir la frase que había escuchado en el shopping. Esos pendejos de ahora son muy creativos, pensó.


—Ligeramente derretida. Bella imagen. Es bueno que me acuerde, en caso de que el hombre del espejo decida hacerme más preguntas. ¿Crees que hará?

—No. No creo. Pienso que estás sugestionado por lo del club. Jaime debe haber quedado perplejo. Y todavía después la vergüenza que pasaste con los niños. ¡Cómo se reían! Pensaban que estabas loco.

—Pero ahora ya no me voy a confundir. Cuando me pongo el bótox tengo la misma cara para todos. Así no tendré que saber cómo me llamo.


Samuel se puso frente al espejo y vio un rostro que no significaba nada. Hablaba  como si fuera con otro. El otro era insistente:


—¿Dónde has estado hoy, Samy? ¿No te acuerdas? ¡Qué desmemoriado eres!

—¿Viste a Clarita? ¿Cómo qué Clarita? La dueña del San Bernardo. ¿Te has olvidado que Clarita tiene un San Bernardo?

—¿Tampoco te acuerdas de haber pasado por el shopping? ¿Te acuerdas de cómo los niños se reían? ¿Cómo estaba el agua en la piscina? Ah, no te acuerdas.


Samuel no tenía respuestas para esas actividades puntuales. Pero sabía que había andado deambulando por las calles estrechas del puerto, donde algunas mujeres le habían ofrecido sexo por precios módicos. A él no le llamó la atención. Sólo les había pagado unas bebidas y continuado viaje.

El muelle le traía nostalgias del viaje a Cuba, el viaje de negocios con Susana, cuando habían aprovechado la ocasión para visitar a un matrimonio amigo de muchos años. Porque fue en ese viaje que las cosas extrañas comenzaron a ocurrir. Susana manejaba de vuelta al hotel.


—Esos dos nunca van a cambiar —había comentado con su mujer. Están igual que hace veinte años. Y aquella camisa que usaba Manolo…—su mente blanqueó—. ¿De qué color era la camisa?

—La camiseta, querrás decir.

—Bueno,sí, la camiseta.


Aquel día había mirado la campiña de piedra y pensado en sus amigos. Era igual que mirar la piedra. En cualquier lugar que fijase la vista era igual que en cualquier otro. No podía encontrar la expresión de los rostros. Lo había vivido con su propia esposa, con quien se cruzó en plena Plaza del Embarcadero, sin reconocerla. Normalmente la descubría por la ropa, pero ese día él no venía de casa y se había olvidado de preguntar sobre el vestuario de ella.

Al otro día del extraño suceso en casa de Sandra y Manolo, después de una importante reunión, se encontró con uno de los ejecutivos de la empresa, con quien fue a tomar un café. Ante la llegada de alguien que se dirigió amistosamente a la mesa, su acompañante se encargó de las presentaciones. Mayúscula fue la sorpresa de los otros cuando Samy soltó una frase que quedó flotando en el aire e hizo que los rostros se miraran:


—Encantado.


Era el señor que hacía diez minutos había salido de una reunión con él.


Un tiempo después del regreso, las cosas empeoraron y Samuel tuvo que abandonar el trabajo en la escuela. Como no se acordaba de los rostros de los niños, se confundía a la hora de la salida para conducirlos a los padres correctos. No sabía cuáles eran los que merecían una reprimenda, o por qué Juanito había hecho una redacción casi perfecta y las felicitaciones fueron recibidas por el padre de Mariela, que había hecho un trabajo horrible, lleno de faltas.

Su mirada asustaba a las personas, porque él concentraba toda su atención en un barrito, una peca, la forma de la nariz, parecía obcecado en encontrar un detalle que le revelara la identidad de su interlocutor.

"Me miras como si quisieras hacerme daño", le había dicho un entrevistador —irritado con la actitud de Samuel, que insistentemente buscaba cosas en su rostro, observaba su boca, parecía tomar anotaciones de los movimientos del otro. Es de esta época que data su relación con el botox. 

El problema no era sólo con los espejos. Eran también las fotos, los filmes, todo lo que implicase el uso de imágenes.

Pensó que era George Michael, su gran ídolo, cuando en realidad contemplaba una antigua foto suya, de los tiempos en que usaba barba y un pendiente de oro en el lóbulo derecho. 

Samuel no se reconocía a sí mismo. Volvía frente al espejo y le decía: 

—¿ Quién eres? ¿ Ya nos presentaron?


A veces, muy deprimido, enviaba desde la calle mensajes para Susana:

«Sé que estás allí, pero no puedo saber si estás feliz o triste, si te ríes o lloras».


La máscara comenzó a sofocarlo. Cuando decidió retirarla, comprendió que tendría problemas. La cera había endurecido con el tiempo. El cirujano le explicó que no sería posible arrancarla de una vez sin correr riesgos de graves lesiones al rostro. Llevaría meses para soltarla, pedacito por pedacito. 

Meses que pasó encerrado en un cuarto oscuro sin querer ver a nadie. Su mujer y su hijo podían visitarlo con la condición de no encender ninguna luz. Él mismo ignoraba cómo luciría su rostro ahora. Se preguntaba si sería capaz de reconocerse. 

Y un buen día, por fin, el rostro apareció. A los médicos les pareció que era otra máscara, debajo de la anterior. Dos perfectas bolitas oscuras como ojos, dos orificios invisibles a ambos lados de la cabeza y otro en la parte inferior del rostro. Encima de éste, un abultamiento irregular insinuaba que eso pudiese ser una nariz. Susana estaba muda cuando escuchó que alguien a sus espaldas cuchicheó:


—Disculpe. ¿Éste es el profesor Romero?


Era la hora del almuerzo. Uno de los enfermeros le avisó, gritándole en uno de los orificios invisibles. Después le giró la cabeza, buscó el conducto circular en la parte inferior de la cara y empujó la manguera, haciéndola girar hasta que quedó bien atornillada. 




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