LA ALEGRE FARÁNDULA DE LA ESTACIÓN


 La fiesta hervía dentro del principal salón de fiestas de la villa. Los pobladores de San Juan festejaban el día de su Santo Patrón, mientras se preparaban para el plato fuerte del día: la llegada del tren que traía al único testigo del bárbaro crimen cometido en la capital.

El gallego Joaquín y el gordo Barthes, los agentes designados para recibirlo, bebían café y pasaban el tiempo en una partida de truco con algunos clientes, en una mesa más apartada. El reloj de pared marcaba las cinco menos cuarto. Los dos agentes se divertían con la liberalidad de las improvisadas odaliscas, que bebían y danzaban con sus clientes ocasionales. 

En la pequeña buhardilla del último piso, Matt y Bowles, los dos custodias, beben cerveza y juegan a las cartas. También esperan el tren. Han amarrado a Bob Cooper a una silla. Cooper es el presunto asesino de Pedro Fagúndez, ex-marido de la empresaria Samira Bené.

Joaquín se preocupaba por la integridad física y mental de Cooper, que era maltratado por los guardias. Subió la escalera y encontró a Cooper maniatado y en medio de una crisis de nervios. Quería hablar pero no podía, en presencia de Matt y Bowles, que jugaban a las cartas desinteresados. Miraba al agente con ojos inflamados de odio. Pero del otro sólo recibía indiferencia. Joaquín aparentaba tranquilidad. Después de una conversación severa con los dos custodios, volvió al restaurante con su amigo.


—Andá, gordo, deciles que lo suelten y que lo hagan sentar en una mesa aquí afuera, donde podamos verlo. No dejen que hable con nadie. Pero no quiero que lo lastimen. Nuestro único papel aquí es custodiarlo hasta el juicio.


Afuera, el calor quemaba. En el silencio del mormazo se escuchaba el goteo de las canaletas. El suelo ardía. Los heniles hervían en el calor del desierto. Dentro del salón los celebrantes esperaban las novedades del tren. Todos querían ver a la viuda y a Robin Tanusi, el entregador de pizza que había llegado a la casa algunos minutos antes del crimen.

Les habían dicho que el trabajo sería sólo hasta llegar el tren. La policía temía que los secuaces de Cooper intentaran algo contra el testigo. Para eso, lo habían camuflado. El muchacho viajaba vestido como un viejo, se ayudaba con un falso bastón para andar y no tenía contacto con la viuda, que estaba en otro vagón, escoltada por una guardia especial. El retraso pasaba de una hora. El comunicador del oficial llamó para avisar que «el tren tuvo un percance y no pudo continuar en servicio. Hubo que esperar para trasladar a los pasajeros al siguiente vehículo, que ahora viaja sobrecargado. La aglomeración será superior a la que la policía esperaba. Manténganse de ojos abiertos».

Barthes estaba preocupado. Lo peor que le puede pasar a un tira es sentir que las cosas avanzan fuera de su control. Era muy sospechoso que el tren de las cinco estuviese atrasado. Justo donde venían dos personajes clave de un crimen. Para Barthes, aquí se podía ver la mano de la banda de Cooper.


—¿Por qué no los paramos antes de la llegada al pueblo? Hacemos bajar a todo el mundo y evitamos posibles trastornos.

—Porque de esa forma podemos poner al tren entero en peligro. Ellos deben contar con buenos tiradores de élite, y tal vez ahora nos tengan bajo la mira.

—El jefe dijo que no habláramos de esas cosas aquí dentro. Con la situación como está, con la confusión política y los guerrilleros, no se puede confiar ni en las paredes.

—Pensar que todo este teatro fue montado por causa del maldito entregador de pizza. Dicen que apareció acudiendo a una entrega cuando sin querer vio lo que vio. La policía afirma que es el único testigo aparte de la viuda. Pero para mí que están faroleando.    

—Eso no nos concierne. Sea o no, tenemos que protegerlo. No me fío ni un poco de la mafia de Cooper.


Samira estaba en estado de choque. En el duermevela poblado de fantasmas, los calmantes le traían la conciencia de a pedazos, como las olas mansas de una playa. El tragaluz abierto cuando debería estar cerrado, las alarmas desconectadas en toda la casa, alguien que había sido llamado para meterse en una historia que no le correspondía. El médico que la acompaña pidió que no fuese requerida para declaraciones o interrogatorios. 

Venía flanqueada por dos agentes corpulentos que desempeñaban su esperado papel de estatuas. Eran serios, no hablaban y sólo miraban hacia adelante. La policía sospechaba que se trate de un crimen pasional, ejecutado por encomienda. 

En otro vagón, viajaba Robin metido en sus ropas viejas, con el bastón al lado y vistiendo una capucha. Era protegido por una escolta particular de cuatro hombres. Pensaba en la discusión que había escuchado en la parte de los fondos minutos antes de los tres disparos. Sólo recordaba la voz, aquella voz carraspeada y flemática, porque no había visto el rostro. Vio al otro, que casi no hablaba y parecía recibir órdenes. Por un segundo lo había divisado con sorpresa a través del cristal esfumado. Después, asustado, había disparado a pie, largando la caja de pizza y dejando la moto para atrás. “Debe ser por eso que me vinieron a buscar. Me descubrieron por la moto —piensa Robin”. 


Marcondes se sentó en uno de los taburetes de la vereda. Encendió un cigarro. Lo fumó por la mitad, arrojó la colilla en un cantero y encendió otro. Colocó la cerveza sin acabar en un basurero.

Afuera un helicóptero daba vueltas pareciendo un ave de rapiña. Giraba en torno del tractor que tenía las cámaras apuntadas hacia el lejano recodo de la vía. La visión de la arena quemaba los párpados.

El helicóptero dio una vuelta al espigón y regresó sin novedad. El conductor del tractor se quitó los lentes negros. Hizo una seña al piloto, que encendió y apagó tres veces el reflector principal. La distancia era todavía muy grande. El tren acababa de cruzar el paso a nivel y estaba entrando en la vía de la izquierda, la que viene para San Juan.

Barthes también había notado que las cosas estaban cambiando fuera de su comprensión. Las declaraciones del entregador no lo convencían, faltaba algo. ¿Quién era el otro en el hall? ¿Por qué Cooper miraba a Joaquín con aquellos ojos resentidos? Y los nervios de Joaquín; ¿por qué?

Por el momento continuaba todo igual. El papel de los dos era proteger al entregador, pieza clave en ese embrollo. Pero algo le decía que las cosas podían cambiar con la llegada del tren. Procuró aliviar la tensión de su amigo.


—Vamos, gallego. Vamos a pedir unos chopps y traer un par de esas bailarinas para que nos diviertan un poco. Que, después de todo, el trabajo no tiene que robarnos el placer.


Joaquín no se animó mucho con el buen humor de Barthes.


—Está bien, vamos. Pero primero decime. ¿Dónde está ese maldito tren en este momento? 


Robin se preocupaba con Cooper. Se estremecía ante la posibilidad de que fuera absuelto. Pero no dejaba de pensar en la otra persona en el cuarto. Al pasar con uno de los escoltas hacia el baño, vio a Samira sentada entre las dos estatuas. Por la mirada de la mujer, sabía que se había metido donde no debía. De vuelta a su lugar, decidió que iba a pedir protección especial para asistir al Tribunal. Había llegado a la misma conclusión de Barthes: algo inesperado se estaba preparando para cuando el tren llegase a la estación.

Con casi dos horas de atraso y los coches exigidos al doble de su capacidad, la máquina se aproximaba a San Juan. Eran casi las siete de la noche y el sol todavía se resistía atrás de los montes. Barthes vio de pasada el titular destacado por "Última Hora", que acababa de llegar al kiosko de la estación: "La policía sospecha de crimen pasional". 


—Siempre aparecen con esas conjeturas, ¿no? Tal vez esta sea otra farolada —dijo Joaquín.


Lo dijo como por decir cualquier cosa. Hasta esperaba la cara de desconfianza de su compañero y cambió de tema. Hizo un comentario sobre el último boletín policial que pasaron en el informativo:


“Los vigías han visto reflejos en los montes. Sospechan que sean hombres de Cooper. Piden refuerzos a la Jefatura Central”.


La villa entera estaba en la plaza de la estación, anticipando un acontecimiento que sería inolvidable. Nunca en la historia de San Juan, el santo patrono había recibido muestras semejantes de adoración. Los mirones llegaban a caballo desde las granjas vecinas junto con los reporteros de la radio y los periódicos. Los puestos de souvenirs vendían estatuitas y estampillas del santo, en medio de los cohetes, el olor a chorizo asado y el aroma dulzón del popcorn. Las comadres se saciaban con sus temas predilectos


—¿Será cierto que tenía un amante?

—Mire usted, ella  tan bonita…y parece tan tímida

—Debe ser mentira, pobre, encima de todo lo que estará sufriendo…

—¿Pero al testigo no lo trajeron?

—Deben tener miedo, vaya usted a saber

—también dicen que el marido tenía mucho dinero…


Cuando el tren tocó la plataforma, cerca de quinientas personas fueron expelidas por los vagones. Inundaron el recinto y se confundieron con los paisanos..


—Es una troupe muy efusiva esta gente —dijo Barthes—. Hasta el Párroco y sus monaguillos deben estar en la fiesta.

—Eso es lo que me preocupa. Cooper debe haber mandado sus secuaces para acá. Y no tenemos cómo descubrirlos.

—Calma, gallego. ¿Vos serías capaz de imaginarte que aquel pobre viejito rengueando con el bastón, tiene algo interesante para contarnos?


Andando con dificultad, el fingido anciano atravesó los molinetes, oculto por cuatro cuerpos musculosos. Ya fuera de la plataforma, uno de ellos apuntó el brazo a la derecha, hacia los dos hombres parados frente a la cabina de altoparlantes. Dos de los guardaespaldas se adelantaron. Los otros caminaban apareados al muchacho. Joaquín habló primero:


—¿Así que éste es el rapaz? Parece que ustedes le han enseñado a ser un buen actor. ¿Cómo te llamas, jovencito?


Robin lanzó una mirada que penetró a Joaquín. Era una mirada llena de convicción y pavor. El muchacho había reconocido la voz. La misma voz que oyera antes de los disparos en la casa de Samira. Las palabras las fue extrayendo de a pedazos.


—Robin. Robin Tanusi —murmuró.


Joaquín indicó a dos de los hombres que aguardaran en una mesa con el muchacho y fuesen preparando la documentación para llevar a la corte. A pocos pasos de ellos, llamó a Barthes para una conversación privada.  No retiraba los ojos del gurí.  


—Vení, gordo. Ahora soy yo que te invito a una cerveza. Mientras terminan con toda la papelada todavía va a pasar un buen rato. 


Barthes y Joaquín eran muy íntimos. Llevaban años de resolver casos juntos. Barthes sabía que algo aquejaba a su colega.


—Por lo mucho que te conozco, gallego, sé que hay algo que te incomoda a respecto de este caso. ¿Qué es lo que te preocupa, amigo?

—¿Vos viste cómo me miró el muchacho?

—Sí. Parecía haber visto un espectro. ¿Ustedes se conocían?

—No, no. O tal vez, puede ser que sí. —Marcondes está bajo un violento ataque de estrés.

—¿Puede ser? ¿Estás loco o qué?

—Es que yo no lo conozco, pero ahora él me conoce. ¿Entendiste?

—Honestamente, no. No entendí una palabra. 

—Era yo que discutía con Cooper aquella tarde, cuando él llegó con la pizza. No llegó a verme, pero tengo certeza de que me reconoció por la voz.


Barthes no se espantó ni un poco ante la revelación de Marcondes.


—Me imagino que no estabas allá para comer una pizza con el matrimonio. 

—Hace años que Samira y yo somos amantes. Ella me forzó a tomar una decisión definitiva. Nos apresuramos y elegimos el momento equivocado. Nunca debí inmiscuir a Cooper en esta historia.

—A esta altura, yo diría que él es más peligroso que Robin para ustedes.

—Está furioso conmigo. Me culpa por haber sido preso. Dice que fue por negligencia mía. Él es capaz de delatarme. O peor. Puede pedirle a alguno de sus capangas que tome cartas en el asunto. Aparte de todo, no tengo agallas para matar a ese inocente que no le ha hecho mal a nadie.


Se levantaron y deambularon largo rato por las callecitas estrechas, con verjas bajas y jardines bien cuidados. Pasaron frente al edificio del mercado contorneando el lago. Durante la caminada, sólo se detuvieron algunas veces para que Barthes usara el teléfono desde alguno de los bares. Joaquín lo veía gesticulando, discutiendo, exigía decisiones rápidas y daba órdenes sin parar. Ya oscurecía. El juicio sería al otro día. Las personas querían a Cooper en la plaza. Había exigencias anónimas de linchamiento llegando a los periódicos.


De vuelta a la Jefatura, Barthes fue autorizado a usar uno de los vehículos de la guardia municipal. Él dijo que necesitaba hacer algunas averiguaciones. Después salieron, volvieron al restaurante por los fondos y estacionaron en la acera de enfrente. No había nadie en las veredas angostas. La luz débil de la habitación en el último piso estaba encendida. Barthes colocó el coche de frente al edificio y encendió los faros tres veces. Una puertita lateral, donde los ductos descargan la basura de todo el edificio, se abrió chirriando. Algunos gatos saltaron asustados. Sin bajarse del coche, los dos vieron a Matt y Bowles arrastrando la pesada caja que fue colocada dentro de la valija. El vehículo se perdió en la noche por las callejuelas hasta que en las afueras del centro alcanzaron el tope de un pequeño cerro. Desde allá veían las llamas del basurero municipal que arden toda la noche. Mientras bajaban dejando deslizar la caja, Barthes dijo:


—El muchacho se va a poner  feliz de saber que no habrá juicio.

—¿Y el resto del pueblo? —respondió Joaquín—. Se van a quedar sin la fiesta, que querían  más que la vuelta del santo. Nos van a querer matar.

—¿Eso te preocupa? Sabés mejor que yo que en nuestra profesión siempre hay alguien queriéndonos matar. Dale, dejalo ir bien de punta. No va a parar hasta que llegue a la hoguera.


Rio Pequeno/julio 2022



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