EL VIENTO POR LA COLA

 Algunos Hiperbóreos se habían adelantado a la invasión y ya se les podía ver entre las rocas, como lagartos estirados al sol. Se arrastraban con torpes movimientos de búfalos en celo y miraban con aprensión hacia el Domo. Venían disparando del crudo invierno del norte, y comenzaban a organizar sus fuerzas para el ataque. Una bandada de gaviotas surgió de la nada, eyectada por invisibles conductos de energía, y un segundo después se evaporó.

Cerca, un poco más al sur, un grupo de hombres-caimán con cabezas de ave provistas de garfios y cuerpos humanoides, nadaba en un pequeño lago. 

Los dos grupos aguardaban la llegada de sus clanes con una meta definida: la destrucción de la campana energética, donde se protegía en condiciones complicadas la colonia de los Extranjeros. La veían como un visitante inoportuno y prepotente. Y se querían deshacer de ella. En la salida Norte estaba el Centro de Comando, donde la costa se repliega en una cala diminuta.


Jeff Orklon y Dart Lukor, los ingenieros que dirigían la cúpula, tomaban café y discutían opciones sentados frente a los grandes ventanales de visión panorámica. Orklon, el Comandante, era especialista en vuelos de dobra y holoportación. Lukor desarrollaba programas de  redes artificiales autosustentables y pesquisaba mecanismos de realidad paralela.

Los conversores automáticos desentrañaban la lengua misteriosa captada en los mensajes cruzados por los nativos. Y era obvio que no estaban jugando. 

Hacía horas que contemplaban el mismo cuadro. Rastreaban el área con los ordenadores. Giraban las antenas y dirigían los poderosos radares. El cielo estaba quieto. Sus rostros no expresaban emoción alguna; tenían absoluta confianza en el manto protector. Sin embargo, estaban preocupados por la continuidad de los ataques, que mantenían a su contingente de coterráneos enclaustrados y paranoicos. La presencia de gente en cualquier lugar llegaba a ser asfixiante. De esa forma, la colonia pronto revertiría a un estado de canibalismo y locura colectiva. La vida dentro del domo era monótona. Las personas reclamaban por la falta de aire fresco.


—Están atrasados. Ellos sabían que tendrían que salir temprano. Si los agarra la niebla van a tener problemas.

—O están despistando. Tal vez imaginen que vamos a abrir.

—Y de paso, invitarlos a desayunar —bromeó Orklon.


Pasado el mediodía, el cielo estallaba con relámpagos intensos y descargas de cañón que rajaban las nubes. Pronto fue el infierno del temporal que sacudía al domo.

Los dos hombres sabían que el próximo ataque traería una nueva ola de depresión, y el clima estaba pesado dentro de la cúpula. 

Jeff giró una cámara y los dos vieron cómo era bonita la península desde arriba. Con sus manchas de verde fresco esparcidas sobre la piedra de una blancura lunar. Y las plantitas silvestres, pequeñas zarzas de sabor encantado que nunca probarían, y aromas, y colores, y reflejos que nunca tocarían. Porque eran prisioneros del domo. En el domo estaba todo esterilizado; era el precio para continuar vivos. Dart parecía haber acompañado el viaje imaginario de su compañero:


—Porque si levantamos la tapa de esta cacerola, nos van a matar a todos. 


La península es una llanura pedregosa protegida por una cadena de montañas en su costa occidental.

Sólo posee un tipo de vegetación rasa que alimenta pequeñas poblaciones de roedores y lagartos. Extraño fenómeno de un páramo mirando de cara al agua. Apretado contra el golfo, corre el desfiladero donde se encuentra el Centro de Comando, el generador de la energía que protege a la colonia.

El pasaje tiene otros tres pasos o puertas más estrechos durante su transcurso, tan bien camuflados que son invisibles desde afuera.


El área preservada incluye campos de pastoreo para cabras montañesas y algunas tierras destinadas a  cosechas básicas. Los escudos protectores son desconectados en horas aleatorias, solamente por un tiempo muy breve, para proceder a la renovación rápida del aire.

Su costa occidental es una pared de piedra basáltica muy empinada. El sur es la zona de los grandes acantilados. La Isla Grande protege a la península como un arco de piedra que la separa del mar. La entrada a la península sólo es posible por dos compuertas estrechas, producto de la tecnología alienígena, que se cierran rápidamente  en caso de emergencia. 

La isla no está protegida por el domo. Pero dispone de un poderoso arsenal antiaéreo disimulado bajo las grietas del terreno. No tiene las elevaciones pronunciadas de la península, llena de riscos y pequeñas colinas de piedra dura y puntiaguda, con innumerables rajaduras y pozos. 


Después de horas de temporal, la niebla se apropió de la planicie y las antenas comenzaron a captar conversaciones entre los dos ejércitos enemigos. 

Los Hiperbóreos bajaban pareciendo focas motorizadas por la pista de cascajo silicoso. Tenían poderosos cuerpos rechonchos y redondeados, de piel dura. Manejaban unos extraños vehículos parecidos a trineos, que los Extranjeros habían bautizado como roadrunners. Su tecnología era razonablemente avanzada. Se orientaban por medio de la detección de códigos luminosos. Los pilotos se quejaban de los vientos cruzados, aquel tipo de turbulencia lateral que afecta la dirección del vehículo. El territorio acanalado e irregular provocaba continuas alteraciones en los instrumentos y se demoraba más de lo normal para decodificar los mensajes. Los vehículos soportaban un peso extra en las partes traseras por causa del arsenal de bombas que necesitaban transportar.

Por fin el viento de cola, junto al peso excesivo, los empujó a describir una curva exagerada hacia la derecha. El flanco de ese lado de la tropa atacante erró por varios metros el agujero del portón y se estrelló contra la pared de granito, que queda fuera de la protección energética. Una pira de chatarra humeante marcó el primer fracaso de los habitantes del norte.

Lukor extrajo del accidente un aprendizaje esencial: el viento perturbaba en gran medida la acción de los atacantes. Lukor sabía también que los vehículos invasores estaban programados por un código lumínico. Él no sabía descifrarlo, pero esperaba poder cumplir su propósito, que era confundirlo.

Las máquinas escuchaban y diseñaban el plan de acción. Los procesadores volaban. El Comandante conseguía rápidos resultados de sus instrumentos. 

Lukor habló. En ese momento su cerebro no se distinguía en nada de la eficiencia de un ordenador super veloz 


—Nuestra gente no aguanta más este encierro. Haremos que se maten entre ellos, entonces. Y para eso vamos a usar las luces y el viento. El viento por la cola, como más les duele. Pero primero las luces. 


Orklon lo miró perplejo sin esbozar respuesta, que fue dada por el propio Lukor:


—Usted tiene dos banderilleros. ¿No, comandante? Puede llamarlos. Habrán de sernos muy útiles. 


Dio media vuelta y salió. Dejó al comandante con una expresión vacía. No entendió una palabra de la boca de su colega. La reacción inesperada parecía haber salido de los propios ordenadores. 

La idea de Lukor era simple. Iba a dedicarse a cambiar los colores de los píxeles en los radares enemigos. Quería enmarañar los mensajes hasta que fuese imposible entenderlos. 

Rufus y Pepé desarrollaban estudios en el ala de cuántica y mientras aprendían, ayudaban a sus maestros. Eran cariñosamente tratados como los bufones de la corte, y adoraban inventar gadgets para divertir a las personas.

Lukor encargó la construcción de dos juegos de LEDs coloreados: azules, rojos, amarillos y verdes. Rufus y Pepé recibieron las herramientas y partieron para la misión. Rufus se dirigió al Norte; Pepé a las canteras del Sur, donde quedaría a la espera de los caimanes. Ambos iban provistos de sus juegos de banderolas luminosas como único armamento. 

También mandó acondicionar los dos enormes bocales de exhaustión frente a las dos únicas entradas de la cañada. Eso formaba la otra parte del plan. Ningún objeto situado en las proximidades de las bocas sería capaz de soportar la enorme fuerza repulsiva. Sería instantáneamente aplastado por la potencia del túnel de viento, que extraía su energía de los poderosos motores que alimentaban el escudo principal.


Desde los pantanos calientes del sur venían los hombres-caimán. Aprovechaban las tuberías de todo tipo, caños de desagüe, compuertas, canaletas, cualquier cosa que arrastrase agua, lo que incluía lechos de ríos y manantiales subterráneos.

Con sus cuerpos alargados y finos y su cabeza en forma de garfio, se parecían vagamente a grandes cocodrilos.


Se dejaban llevar por las corrientes de los tubos, sin asumir jamás la posición vertical. Eran torpes y lerdos en el piso; se desplazaban arrastrando la barriga. Depredadores natos, usaban tridentes y arpones para matar. 

Las terribles gaviotas cibernéticas eran los ojos que los caimanes no tenían. Dart afirmaba, sin ironía, que parecían viajar a la velocidad de su mente. También usaban tubos para desplazarse, pero de un tipo diferente. Eran tubos invisibles de alta energía, creados en la alta atmósfera por las propias condiciones climáticas del planeta. Sus ataques eran tan súbitos que no podían ser previstos. Eran el terror de los hiperbóreos y pretendían entrar por la ciudadela oriental. 

Los caimanes estaban ahora escondidos detrás de altos pastizales, algunos kilómetros al sur del Domo, aguardando la llegada de los hombres del norte. Después de presenciar el accidente con una de las columnas de los hiperbóreos, tenían miedo de moverse porque el escenario se confundía cada vez más en medio del juego delirante de los dos malabaristas. 

Rufus se asomó a la vereda por donde llegarían los Hiperbóreos y comenzó a señalizar mensajes confusos. Exigía a los pilotos aumentar el peso de cola. Eso era absurdo, pero era lo que mostraban los instrumentos. La cabeza de Pepé se asomó por una brecha en la vegetación y luces de colores chispearon, pasando confianza a los caimanes. Estos fueron autorizados a avanzar a ciegas, al encuentro de los Roadrunners, que cada vez se volvían más pesados y difíciles de dirigir. Ya antes del ejército caimán brotar como un fantasma desde adentro del bosque, los roadrunners comenzaron a chocarse entre sí. Rufus cruzaba sus azules de matices infinitos que podían significar «avanzar» o «parar», Pepé descargaba sus amarillos que cegaban a los pilotos, «azul,stop» decía después, pero azul era para avanzar en el código de Rufus. 

La información se cruzaba en las pantallas y en la cabeza de los Hiperbóreos, que ya por naturaleza no poseían demasiadas luces.

Los sensores de ultrafrecuencia, enterrados en el suelo, chillaban ante cada detección de materia, lo que hacía explotar las minas de superficie.

De abajo de las piedras surgieron raíces carnívoras que se atascaban a las ruedas de los vehículos, rompían los envoltorios y se agarraban como uñas hambrientas a los cuerpos de los ocupantes. Las gaviotas caían a pique y se estrellaban contra las paredes de la cantera, por todo el camino hacia la cala.  Los cuerpos despedazados se desplomaban con estruendo sobre las carrocerías de los roadrunners. 

El viento hacía su parte. En menos de una hora, la península, en toda su extensión desde la cala hasta las canteras del sur, se llenó de cadáveres humeantes, quemados dentro de los propios carros de donde no tuvieron tiempo para escapar.


Los últimos restos de los ejércitos atacantes se retiraron hacia el fin del día, dejando atrás un lío de cadáveres mezclados con metal calcinado. La tierra humeaba. De los pozos creados por las explosiones subían vapores venenosos. 

Al final de la tarde lloramos al ser comunicados sobre la muerte de Pepé. Había sido atropellado por un roadrunner fuera de control. Después de la sencilla ceremonia de cremación, guardamos sus cenizas en una urna blindada que enterramos en la margen del golfo. Lukor miraba a través del vidrio el cuadro desolador de la planicie, abarrotada de cuerpos humeantes. 


—Tanta muerte para nada. No sería justo… Lukor hablaba para sí mismo. Ellos tendrán que saber de dónde vinieron. Por qué estas cosas ocurrieron.

—Sólo si nosotros les contamos. Pero habrá que cambiar todo. Tendremos que cambiar hasta los nombres. Ellos jamás podrían aceptar que sus antepasados llegaron desde las estrellas.


—«Pues, inventaremos los nombres para crear el nuevo mundo. Les contaremos la verdadera historia cambiando apenas las palabras. Y guardaremos todo en un pequeño archivo en la nube. Sabrán así que del otro lado del mar existía un reino tan enorme como un continente. Y un jefe sanguinario que soñaba ser el dueño del mundo. Los libros de historia hablarán de los Persas y el todopoderoso Jerjes, que un día atravesó el Helesponto y llegó como una pesadilla hasta nuestras costas. Ellos querían robarnos nuestra tierra, la bonita Ática  de las montañas floridas. Ellos nos llamaban griegos. Nunca supimos por qué, ni tampoco nos habrá de importar.

«Nuestra isla protectora se llamaría Eubea —Lukor hablaba y delineaba en su mente y dibujaba pequeñas marcas en la pantalla, que luego serían valles y desfiladeros de nombres elegantes —Eubea, —repitió extasiado, —el Estrecho de Eubea con su golfo de aguas color esmeralda. Les costará entender cómo un puñado de valientes, guiados por un jefe inquebrantable, hizo frente y masacró a un enemigo infinitamente mayor en número y recursos. Sin mencionar el Domo, responsable por nuestra sobrevivencia, les contaremos cómo nuestro ejército se refugió en un desfiladero donde los invasores no podían entrar porque eran demasiados. Y al desfiladero heroico lo llamaremos Termópilas, “las puertas calientes”, para que sepan de nuestras aguas, que son tibias y humeantes en el invierno. Y a nuestro Pepé lo llamaremos Leónidas, que lo pronunciarán con reverencia. Pepé y sus luces milagrosas, desafiando al invasor y herido de muerte en el combate final. Les daremos dioses y héroes, y vendrán las leyendas de los semidioses. Haremos que ellos sepan dónde está su cuna. Y en un futuro lejano serán capaces de partir de vuelta hacia las estrellas».


Los dos hombres soñaban ahora con un tiempo futuro que brillaba como una perla. Las miradas se cruzaron con alegría y los dos sonrieron, callados. Orklon miró la mano derecha de Lukor sobre la consola. Dentro de algunos segundos, todo lo que acababa de ocurrir estaría guardado en un archivo destinado al futuro, dedicado a una raza que ahora no existía, pero que un día sería la legítima heredera del planeta. Sólo un toque más y ellos serían también un compendio de algoritmos enviados a la nube para siempre, junto con el resto de la información. Serían guardados en archivos eternos. Los ojos todavía se abrazaban cuando Lukor apretó el botón amarillo y en el interior del domo vacío sólo quedó un aroma a café fresco y una luz blanca y difusa. 


—Archivo anexado —dijo el ordenador —. Pronto para upload.


El domo centelleó y se apagó. Dart Lukor había creado el nuevo mundo.



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