GRAVEDAD CERO



 🔥 Para Samantha Schweblin //


Daisy había organizado con esmero las tareas que iba a atribuir a sus auxiliares. Trabajaba hasta muy tarde para finalizar a tiempo su proyecto: transformar el jardín en un clon exacto del centro de la ciudad. Desde mi cuarto escuchaba el concierto de sierras y martillos que avanzaba hasta la madrugada. Frente al roble centenario, habían construído un Shopping Center y un cine en miniatura. En la maqueta, la avenida perimetral acompañaba el arco de la plaza Thomas Jefferson. Después del shopping, el predio de la biblioteca escolar y el cine marcaban el comienzo de la recta final, que iba a desembocar frente al parque de diversiones, donde estaba montado el tablado para el discurso. La traviesa pandilla  revisaba los puntos críticos. 

—Aquí van a aminorar la velocidad, —dijo Daisy—. Pero no sabemos por cuánto tiempo. Va a depender de la cantidad de gente, de la posición de los guardaespaldas y hasta de la temperatura. Si hace mucho calor puede ocurrir que pasen por la plaza sin detenerse. 


Ella quería destacar la glorieta, y para eso había fijado su matriz en la casa del árbol, sobre las ramas firmes del viejo roble, que años atrás había hecho su papel como la Casa de Muñecas. Daisy había recibido una caja de estatuillas de barro cocido a las que ella llamaba “mis terracotas” para disponer en los lugares estratégicos. La llegada de las figurillas, diseñadas por ella misma, fue motivo de regocijo en la casa. El paquete incluía un juego de cámaras, un enorme rollo de cinta de aluminio y una caja llena de estatuillas menores para mostrar al público a ambos lados de la avenida. 

Señalizadores y balizas marcaban los puestos de control de las fuerzas de seguridad. Había letreros indicadores con relojes para acompañar el paso de la columna y la posición exacta de los patrulleros a lo largo del recorrido. 

Primero delinearon todo el perímetro de la plaza y las calles circundantes con tiras de aluminio. Las cámaras fueron dispuestas en los árboles más altos; eran el ojo dominante del jardín. Mina sincronizó la disposición del circuito con cada una de las cámaras en su ordenador y puso el programa a funcionar. El cuadro cobró vida. Las partes se movían como el mecanismo de un reloj. 

Al comenzar a andar la caravana, ella incluiría un programa especial conectado con la Plaza Jefferson. La procesión sería reproducida en tiempo real dentro del jardín.

El primer punto crítico era el edificio de la Biblioteca Escolar. Decidieron hacer un test. Eligieron un punto cualquiera del programa y lo echaron a rodar. El corpulento rubio de barba espesa era el agente secreto en la ventana del segundo piso. Era el subalterno de confianza del centinela, sentado en su taburete de mimbre del otro lado de la avenida. El tránsito estaba cortado hacía horas. Los dos se observaron sin sorpresa. Eran viejos conocidos. Todos aprobaron; funcionaba en un perfecto 5G.


—¡Atención, Mina! Cuando yo te avise, vas a girar a ese lechuza a tu izquierda. Tendrás pocos segundos para cambiarlo por mi copia. Y no podés olvidarte de taparme el ojo izquierdo. Va a mejorar mi puntería.


Después, Daisy definió la localización de las otras figuras, los espacios que habrían de ser ocupados por la multitud y hasta los puestos de comida y bebida que a esa hora ya tendrían sus lugares asignados. Escondió la cara entre las manos. Estaba pálida por falta de sueño y respiraba agitada. Traía esa marca de nacimiento. Cuando algo desafiaba su comprensión, era dominada por una fiebre de hacer cosas. Cualquier cosa. Así evitaba que su mente se desmoronase. Esa mañana la casa del árbol hervía de actividad. El grupo trabajaba firme en su objetivo. Estaban faltando algunos detalles que preocupaban a la Jefa, como la llamaban con cariño los otros. 


—Sería más fácil que usaras los mapas de Google, hija. No tendrías que romperte la cabeza con tantos cálculos. 

—No preciso a Google. Conozco cada metro de ese transcurso.


Desde niña le gustaba jugar a despistarme; le divertía dejarme confuso con sus bromas inteligentes y ambiguas.   Pero esta vez su expresión era rígida y sus palabras cortas. 


—No necesito ningún mapa —repitió—, conozco ese camino de memoria. 

—¿Qué camino? 

—El que va a hacer la comitiva del Presidente. Yo soñé con la visita a la ciudad. Es por eso que estoy haciendo el prototipo, el mismo que vi en el sueño. 


Se quedó seria por un momento, como si no tuviera coraje para continuar. Su voz expresaba miedo. Algo la mortificaba. La curiosidad me hizo seguirle los pasos. 


—¿Ya sabés por dónde van a pasar? 

—Claro. Y hasta dónde, también. 

—¡Graciosa! Hasta el palenque, ¿no? Donde el Presidente va a pronunciar el discurso. 

—No. No habrá discurso. 

—¿Cómo? Ese es el motivo principal de la visita. 

—No habrá discurso —hizo otra breve pausa—. Porque antes lo van a matar.


Desde el balaústre yo tenía una vista panorámica del jardín. Mi hija no había mentido. La impresión era la misma que ver la ciudad desde una cierta altura. La vieja Casa de Muñecas parecía una fortaleza. Había miniaturas de coches de policía por toda el área. Daisy impartía sus órdenes y hablaba con los líderes. El tránsito de adolescentes era intenso, aquella mañana brumosa y picoteada por la llovizna.


—Van a querer saber dónde está emboscado el enemigo. Pero no pensarán en este lado si el centinela continúa en silencio y sentado en su banquito. Otra cosa: la previsión del tiempo dice que habrá sol fuerte a partir del mediodía. Incluyan esa información en sus planes. 


Mi hija y su banda de conspiradores insistían en un juego satánico que desbordaba los límites de una simple diversión. Yo mismo había sido excluído de las razones ocultas de aquella obsesión diabólica. Ellos siempre me despistaban.


—Pero ¿Por qué están haciendo eso? ¿Qué se proponen?


—Camuflar las señales. Cambiar el orden de causas y efectos. Imaginate cómo sería si las sillas se sentaran sobre nosotros, o si fuésemos revueltos por las cucharas y disueltos por el azúcar. Quizás podríamos anticipar las lágrimas y evitar llorarlas. Las nuevas direcciones podrían conformar un mundo diferente. Anti-entropía. De la muerte para la vida. Vamos a encajar el final antes del principio. Habrá pólvora en el aire, se confundirá con la vaharada que sube desde los puestos de brochetas y salchichas. Y todavía tendremos el fuego que viene de las parvas, más allá de las barricadas de los estudiantes. Entonces el fin no podrá ser evitado. Ellos sabrán que el comienzo es el tiro, pero no serán capaces de anticiparlo. 

Yo fingía entender y me dejaba llevar por la magia de la historia. Esperaba que algún descuido me revelase los planes de aquel divertimento misterioso. 


—¿Y si el matador erra el primer disparo? —pregunté, por decir cualquier cosa.

—Van a caer encima del predio como aves de rapiña. Están adiestrados para estas situaciones, a pesar del desorden intencional de las señales. 

—El cañonero parece estar muy lejos —le digo, esperando aflojar la tensión.

—El segundo piso es el único desde donde se puede hacer puntería. En el primero quedará muy expuesto, lo van a descubrir pronto. En el tercero, el ángulo no lo favorece y lo más probable es que va a errar. Pero no debemos preocuparnos. No será él quien vaya a apretar el gatillo. 


Su frase final acabó por dejarme perplejo. Daisy susurraba entre sueños. Sus apuntes con las instrucciones estaban ajados y llenos de rasuras. Todavía necesitaba asignar las tareas de cada uno cuando faltaban pocas horas para la visita oficial.    

Mina era la encargada de distribuir y supervisar el trabajo del equipo. Iba a comandar todo lo relacionado a las actividades en el módulo. Y el módulo ocupaba un jardín entero, con todos sus escondrijos y guaridas.

Mina escaló hasta una de las ramas más altas del roble, desde donde podía ver la superficie total de la maqueta. 

Mantenía contacto permanente con Daisy por el móvil, y ambas disponían de sus respectivos walkie-talkies para un eventual imprevisto. También tenía una pistola de rayos láser, que no pensaba tener que usar, pero en todo caso la mantenía bien a mano, dentro de una gaveta. El ordenador era el eje que sincronizaba todas las actividades. 

Tenía una TV portátil a su lado, para acompañar de cerca las instancias del evento. Desde su privilegiada posición, veía lo que los ojos de Daisy no podían ver ahora. Usaba el visor de su pistola como un telescopio. Tenía un contacto casi físico con cualquiera de los elementos del jardín. Cada terracota era vigilada por un miembro del grupo, que debía mantenerse bien cerca, en caso de sorpresas. Había demasiadas personas en el camino de la limusina y la policía tenía trabajo para dispersarlas. 

Los señuelos serían manejados por control remoto, sincronizados con el desfile real por Internet y alimentados por una potente antena que Daisy había descubierto en una tienda de antigüedades. El centinela y el hombre del segundo piso estaban controlados por el mismo programa. Eran los dos personajes decisivos en el drama. La tolerancia para error, en el caso de ellos, era igual a cero. 

El misterioso barbudo tenía que salir de escena justo cuando Daisy apareciese en la biblioteca. Ni un segundo  antes o después.

Otro programa y otro supervisor, serían responsables por el paso de la caravana, los obstáculos durante el trayecto y el operativo policial. 

La limusina con la capota abierta venía detrás de las motos y los furgones lanzallamas. Adelante viajaban el Gobernador y su esposa, al lado del chofer. Atrás, el Presidente y la primera dama. Ésta apretaba nerviosa un ramo de rosas rojas.

En la última sección viajaban los dos guardaespaldas, disimulados entre arreglos florales y banderitas coloridas. Lucían somnolientos. Un controlador independiente había sido designado para ellos. Si descubriesen las señales antes de tiempo, sería la muerte cierta para Daisy y los otros conjurados. 

Al aproximarse la hora del desfile, había parado de llover y el sol asfixiaba. La primera dama estaba nerviosa y miraba continuamente hacia arriba, hacia las ventanas de los pisos altos. En un descuido, algunos pétalos resbalaron hasta su falda. Una espina le robó una gota de sangre al intentar recogerlos. 

Cuando la romería estaba a menos de un kilómetro de la plaza, el bullicio creció bajo una avalancha de papel picado y serpentinas. Las sirenas ululaban cada vez más cerca, el olor a salchicha picante hacía llorar, los niños gritaban porque los perros se asustaban y se perdían. Los globos volaban y cargaban el aire de colores intensos. 

La comitiva se detuvo. La policía intentaba dispersar una manifestación de estudiantes que rugía consignas contra el gobierno. El alargado vehículo dio un corcovo y resbaló perezoso hacia adelante. Mina se confundió por un momento pero recolocó las piezas en su lugar y volvió a ocuparse de la comunicación con la Jefa. 


—Están entrando en la parte recta de la avenida. Es difícil decir cuánto van a tardar en llegar a la biblioteca. El centinela se preocupa porque su teléfono no da línea y piensa en  pedir uno prestado. 


—No lo dejes acercarse a nadie. Puede ponerse desconfiado y delatarnos. Voy a reconocer el lugar —confirmó Daisy en voz muy baja.

—No te preocupes. Si se pone insolente, de aquí mismo le vuelo la tapa de los sesos.

—Calma. No podemos perder el control. ¿Qué dicen los otros?

—Que van a esperar. En cualquier momento tendrán que parar de nuevo. Hay gente rompiendo las barreras e invadiendo la calle. Podría ser un tiro limpio y nada más, pero de esta forma…si ocurre una falla no habrá salida posible. Ellos vigilan todos los escapes.


Daisy inventó que sentía dolor de barriga y necesitaba ir al baño. Era necesario entrar. Fingió estar con tanta prisa que su padre tuvo que hallar una disculpa convincente para introducirse en la biblioteca. 

Dentro del hall había mucha gente queriendo subir al techo, pero el guardia tenía orden de no dejar pasar a nadie. El brutamontes sudaba gotas de gordura y se enjugaba con un enorme pañuelo. La insignia de reportero autorizado de la CNN de Papá Daisy obró el milagro y la puerta de vidrio giró, abriéndoles el paso. 


—Ahora vamos a entrar. Mi padre dijo que la salchicha estaba muy picante y me dio dolor de barriga. Por eso me puse el dedo en la garganta y vomité en la acera. Si ya estuvieras con el vídeo ibas a ver la cara de las personas —Daisy bromeaba, quería esconderle a su amiga que estaba temblando como un espantapájaros en la tormenta. 

—Pero, ¿ va a entrar contigo?

—Sólo hasta pasar la puerta. Después veré cómo me libro de él.


Daisy aprovechó la aglomeración del hall para soltarse de la mano, y cuando el ascensor abrió la puerta, se adelantó a los otros con tal rapidez que alcanzó el botón de cierre manual y se vio sola dentro de la cámara.  

Bajó en el segundo piso y dejó el ascensor subir vacío. Golpeó en la pequeña puerta de la biblioteca, donde el rostro ya esperado le abrió sin sorpresa. Frente a la ventana, vio el Winchester con la mira apuntada hacia la esquina por donde debía entrar el coche del Presidente. El hombre con cara de fantoche la miró sin hablar  y le dio una cajita. Giró y se fue sin despedirse. En el silencio del recinto escuchó la vibración del móvil. Mina estaba otra vez en la línea. Quería nuevas instrucciones para el centinela, que continuaba nervioso y amenazaba perder el control.


—Quién sabe si le da por llamar a alguien. Está buscando algo en el móvil.

—No te preocupes. No va a llamar a nadie porque el móvil está bloqueado.


Daisy se sentó frente al rifle, que brillaba en su estructura de metal. El acero lustroso del gatillo le trajo la misma suavidad de las azaleas del jardín. Eso la calmó. Atisbó por el visor, acompañando la turbulencia de la plaza y vio la punta de la limusina. En la cajita había tres balas que colocó dentro del tambor. Verificó todo y cerró.

«Ahora va a volcarse a la izquierda para acompañar la curva, aminorando de nuevo la velocidad », sonrió Daisy  excitada. «Este rifle acertaría una lata de cerveza a diez kilómetros». Daisy se colocó los auriculares y escuchó la voz de Mina:


—¿Cómo te libraste de tu padre?

—Fue fácil. Es un caos aquí. ¿Qué dice la tv?

—Sin novedades ahora. Van directo hacia la curva donde vos estás. Necesito que me orientes mejor sobre la mujer del Gobernador.


Daisy se sintió confusa. Por primera vez flaqueó y las piernas le temblaron, pero disimuló lo mejor que pudo. Buscaba sin éxito el ángulo ideal. Habló con su compañera con palabras ásperas. 


—Tendrás que arreglarte sola cuando llegue el momento. Ahora se cubre la cabeza con un velo y no me deja ver. Colocá el señuelo un poco más a la derecha. Lo principal es que el centinela lo continúe viendo. 


Mina movió las miniaturas por las palabras de Daisy y no dejó que el centinela perdiera de vista al hombre de la ventana. Después corrigió la posición exacta de los coches. 


—Están casi llegando. Los vas a tener a tiro dentro de dos minutos, si todo continúa así.


Daisy quería que las emanaciones hirvientes de la calle la penetraran. Se quitó los auriculares y los dejó abiertos encima de la mesa. 

Así, Mina sentía de cerca la alta temperatura de la escena que veía por la tv. El coche presidencial redujo la velocidad y se detuvo de nuevo. El presidente estaba semicubierto por una columna de semáforo y su cara quedaba fuera de la mira. No debía ser un blanco fácil. Daisy volvió a ajustarse los auriculares y escuchó la voz de Mina:


—Será un tiro arriesgado. 

—O tal vez más de uno, quién sabe. Es muy difícil hacer puntería en estas condiciones. 


Daisy era consciente de la situación crítica en que se encontraba. Si fallase el primer tiro, tal vez no tendría una segunda chance. Su voz sonó con la potencia de un comando:


—¡ Tienen que quemar la hojarasca ahora. Usen cualquier cosa como abanico, casi no hay viento y los custodias deben ver el humo en el momento exacto !


Esperó tranquila la entrada del coche. El nuevo comando llegó nítido hasta el receptor de Mina:


—¡ Ahora ! Rápido. Tenés que desviarle la mirada y colocarme en la ventana. No debe ver mi ojo cubierto por el parche. No dejes que mire para acá.


Mina deslizó el dedo por la pantalla, hizo girar el taburete y colocó al hombre de frente al cine, donde el rostro cautivante de Eva Green le daba un brillo propio a la última aventura de 007. Eso le robó la atención. Mina trabó la palanca para evitar que girase la cabeza, al menos por algunos segundos.

Separó una de las figuras que aún no habían sido usadas. La mujer rubia de pelo lacio con un parche en el ojo izquierdo para afinar mejor la puntería, como le había explicado Daisy. Mina dibujaba coreografías precisas y se deleitaba viendo a sus efigies obedientes atendiendo a cada comando. Ahora Daisy estaba en el centro de la ventana. Los dedos sensibles de Mina congelaron la cámara y descubrieron un error fatal. Por los ojos de Daisy, Mina vio que el tiro desde allí sería imposible. Eso significaba el fin de la misión con un completo fracaso. También indicaba que en pocos minutos toda la cuadrilla del jardín estaría muerta.

Mina tenía alma de guerrillera. Hasta superaba a Daisy en arrojo y rapidez de reacción. Parecía una máquina programada para hacer varias cosas al mismo tiempo. De una sola vez, abrió la gaveta, extrajo la potente pistola de láser y buscó el ángulo de visión de su compañera en la esquina del jardín. La limusina continuaba detenida. Desde su posición privilegiada en lo alto del roble, tenía una imagen limpia del Presidente, sin la columna en el medio. El visor de gran aumento le mostró gotas de sudor que bajaban por la sien y después chorreaban hasta la mejilla. 

«Eso mismo, maldito. Ahí es donde voy a concentrarme,» dijo entre dientes. Un desconocido con un paraguas cerrado apuntaba  a su derecha, a un montículo de hierba detrás de la alambrada. Marejadas de humo espeso se filtraron entre las ramas de los pinos. Era la señal que los  guardaespaldas demoraron mucho en entender. Uno de ellos manoteó el walkie-talkie y alertó al centinela. 

Pero era muy tarde para evitar el disparo de Daisy. Mina no tuvo tiempo de intervenir. Con el ángulo demasiado inclinado, la bala fue desviada por la inoportuna columna del semáforo y el cartucho rodó hasta la alcantarilla. Vio el rostro incrédulo de los dos hombres, tomados de sorpresa por el ataque. El centinela también estaba fuera de acción. Cuando escuchó el disparo hizo un esfuerzo descomunal para girar la cabeza, sin entender qué hacía aquella mujer en la ventana.


—Bang, —rezongó Daisy deprimida, como queriendo decir, «burra, la embarraste ».


Durante el segundo siguiente, desde el punto más alto en el roble, Mina disparó dos veces contra el fetiche del Presidente en el módulo del jardín. El primer tiro le perforó la cabeza un poco encima de la oreja derecha. En el auricular, Daisy, estirada sobre la alfombra, escuchó el bang despavorido de Mina. Una mezcla de arcilla quemada y barro explotó al llevarse una tajada de la cabeza. El segundo, seguido de otro bang que era un alarido de victoria, entró por la garganta y salió del otro lado, justo cuando la limusina pasaba frente a una  pérgola de hormigón. El muñeco con la cabeza despedazada cayó exánime en la falda de su esposa y se desintegró bajo los ojos inflexibles de la guerrillera improvisada. Daisy se incorporó sin entender lo que pasaba. Los gritos eufóricos de su compañera la reanimaron.


—¡¡¡Acabó, Daisy, misión cumplida, abortar, abortar!!!. bajate rápido de ahí, aprovechá la confusión porque van a invadir el edificio !!!


Desde la limusina volaron  pétalos rojos. La multitud los vio flotando en el aire durante varios minutos, negándose a bajar, tapando el cielo con matices de carmesí y púrpura. Después se derramaron sobre las lujosas piezas de oro que adornaban los chalecos y los tules. Y no eran pétalos vulgares. Eran húmedos y aceitosos. Parecían manos que querían apretar la cabeza para impedir que el cerebro se fuese todo a través del agujero abierto por los dos impactos. 

Daisy corrió toda la noche por el jardín pasando frente a la biblioteca, y vio el lindo rostro de Eva Green desfigurado por la lluvia que había arrancado los afiches de las marquesinas. Soltó una burla frente al banquito vacío del centinela irresponsable que se distrajo cuando no podía, y a cada vuelta les gritaba a los otros bang ! bang ! y se reía cuando ellos desde lo alto de la glorieta del roble le arrojaban frutos maduros. A veces le acertaban en la cabeza y tampoco paraban de aullar con todas las ganas.  Les gustaba cuando Mina arrojaba petardos a sus pies y todos gritaban bang!!! bang!!! y la celebración no paró hasta el bostezo de la madrugada.


 San Pablo, junio 2022 /

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