ÚLTIMA PARADA

                              



Por la posición del sol, llevaba más de tres horas atravesando la planicie desértica. Los pies quemaban dentro de la goma reforzada de las botas. Podía imaginar las llagas como bocas abiertas, rasgándose igual que las grietas y los pozos a ambos lados de la trilla abandonada. La arena hervía y escondía la vida secreta de los peligros ocultos bajo la superficie. Cuando la fiebre me produjo vómito, sentí que estaba echando fuera todo el exceso de sol  absorbido por mi cuerpo desde que dejé el coche inútil en la carretera y fui obligado a entrar en el desierto. El mapa decía que había una vía férrea a diez kilómetros.
Usaba un pantalón de seda muy fino, que era más un calzón ajustado por dentro de las botas. La toalla blanca me protegía el torso desnudo y la cabeza. Necesitaba racionar mi agua, que ya raleaba en la botella, pero precisaba mantener húmeda la toalla, que me amparaba de la insolación. Aparte del agua, cargaba en mi mochila otra toalla de reserva, un estilete y un rollo de gasa medicinal autoadhesiva.
La visión inventaba realidades ilusorias que un segundo después se evaporaban. El Sol producía espejismos creando y deformando cuerpos fugaces que entraban y salían de la existencia como fuegos de artificio.
El vacío era deprimente, parecía que aquella travesía nunca iba a acabar. Mientras acompañaba la vía invadida por yuyos y raíces, la sombra de un objeto lejano llamó mi atención. Unos minutos después, se separó del cuadro el perfil de una casona decrépita, apoyada por gruesos listones de cedro. Era la única construcción que había sobrevivido del viejo poblado salitrero, por las referencias de mi guía.
La muchacha comenzó a entrar de a poco en la imagen, materializada por las ráfagas de aire reseco que la iban construyendo por pedazos. 
Primero vi las piernas estiradas, los pies descalzos, un pedazo de la poyera y después el busto que descansaba por entero sobre una enorme valija rectangular y abultada como el buche de un hipopótamo. Me pregunté cómo habría sido capaz de transportar ese túmulo de cuero negro, que hasta podría servirle de cama.
El brazo izquierdo colgaba del borde de la valija. La mano descansaba sobre el piso y tenía un rosario enredado entre los dedos. El pelo largo y lacio, amarillo como la arena, le cubría la mitad del rostro bien perfilado. Debía tener menos de treinta años.
El cuadro encajaría en la sinopsis surrealista de una historia de ficción. «Muchacha solitaria sentada en puerta de estación en el desierto, donde pasa una vía férrea que no es transitada por ningún tren.» Describió un gran arco con el brazo, al tiempo que la escuché gritar:
—Hola, señor. ¿Sabe si el tren demora mucho?
La pregunta insólita me tomó de sorpresa. Me reí  intentando continuar el chiste mientras me acercaba. Pero no era un chiste. Enseguida comprobé que hablaba en serio, cuando insistió:
—Los empleados no están y no hay nadie que pueda informarme.
—No sabría decirle, perdone que me haya reído. Pero…¿Está segura de que pasa una línea de tren por aquí? Es que yo vengo de lejos, ¿sabe? Mi coche fundió el motor en la carretera —le conté como para disculparme.
—Pasa sí. Pero su horario es un poco extraño. Nunca se sabe cuándo será el próximo.
Un ciempiés intentó cruzar un obstáculo de tupidas raíces. Parecía confundido. Paró frente a mi pie y hesitó. Calculaba sus pasos. Se volvió y regresó a la guarida. Ella se quedó mirándome con ojos cansados.
—¿ Va hasta el destino? —yo continué la broma.
—Voy a La Meca. Es tiempo de peregrinación.
Dijo que tenía hambre y necesitaba tomar baño. Descartando como imposible esta última pretensión, se concentró en la primera. Con la naturalidad que viene de una práctica prolongada, la moza usó una tapa de cacerola para atrapar algunos alacranes y un par de escorpiones. Me pidió ayuda para encender un fuego y continuamos hablando. Me contó que comía lagartijas, escorpiones que a veces cazaba con el sombrero y víboras de piel dura que contienen mucho líquido.
—Cuando estoy con suerte, encuentro alguna rata entre los arbustos, pero prefiero cazarlas en el momento. Así no da tiempo a agusanarse. Aquí es difícil conseguir agua. Hasta las salamandras mueren de sed.
Culpé a la compañía por los horarios imprevisibles, la exposición exagerada al sol y las picadas de escorpión, cosas que a ella poco le importaban. Su objetivo era llegar a tiempo a la ciudad santa.
—Ahora hablan del Ave del Desierto. Dicen que viajará sin tocar el suelo. La televisión mostró unas simulaciones del proyecto. Pasa tan rápido que apenas se le puede ver. Es muy moderno, parece un avión. Pero se trata de una aspiración de futuro, promesa de político, ya sabe. En Medina, que es de donde yo vengo, nadie se lo cree. Aquí sólo tenemos la línea regular, y ella no es muy regular que digamos, como usted puede ver.
—¿Hace mucho que espera? 
—Muchas veces vi subir el sol sobre los cerros. La última vez que perdí la cuenta, había pasado de mil amaneceres.
Tenía dificultad en acordarse de cosas viejas. No la podía culpar. Yo tenía dificultad en acordarme de mis últimas horas.
—A veces alguno de los trabajadores me trae un plato de comida. Los patrones no quieren que estacionen por aquí. Hay muchos bandidos, casi todos gente que no tiene lo que comer. Pero a mí, nunca me han molestado. De noche se ven las hogueras, los capataces hacen fiestas con mujeres, ganan mucho dinero cuando encuentran un cogollo de nitrato. Explotan los últimos restos de sal de las minas. Están casi siempre bebiendo en la cantina. Los llevan y los traen en camión. Algunos de ellos a veces duermen aquí. Hay espacio de sobra. Las salitreras, o lo que sobró de ellas, son las que mantienen vivo este lugar.
—¿Y cuándo volverá a Medina?
—No pienso volver. Sólo haré esta travesía una vez en la vida. Es una decisión personal, ¿sabe? No, no es impuesto por nuestra religión.
Miré la maleta grande. Un catafalco respetable —pensé. Ella notó mi interés.
—Necesito mucha ropa, especialmente de abrigo. En aquella región hace mucho frío por la noche.
 
Cenamos a la luz de una vela cuando se aproximaba el atardecer. Los alacranes fritos no habían caído nada mal. Dejamos los dos escorpiones para la sobremesa. Afuera, la danza  de los alguaciles anunciaba que detrás de la tormenta de arena vendría la lluvia. Cuántas veces esta mujer habrá visto la lluvia desde los tiempos de gloria de las salitreras. Cuántos días habrá repetido el ritual de dormir encima de su valija, en la puerta de lo que una vez había sido un andén. Entonces veía a una niña solitaria, que un día había huido de casa para llegar a La Meca y había quedado atrapada en un pozo de sal, en el medio de la nada.
Sin embargo, para ella todo había ocurrido durante esta travesía. Un día o diez años, ella no sabía. Allí estaba, tenaz y convencida de la llegada de un tren que no existía, a una estación convertida en depósito de trastos viejos hacía ya mucho tiempo
—Va a hacer frío esta noche. Parece que tendré que dormir aquí —dije, resignado—. Aprovecharé para conocer un poco el lugar. Quién sabe si volveré otra vez. Puede usar mi mochila como almohada.
—Gracias, señor. Pero ¿Cómo sabremos que el tren no aparecerá en plena noche?
—No se preocupe. Voy a dormir bien cerca de la ventana. Tengo sueño leve.
—Use esta linterna. Todavía quedan restos de algunas construcciones alrededor de la plaza. Yo a veces me preparo un catre en cualquier rincón para pasar la noche, pero hoy no lo voy a acompañar. Parece que va a llover. Además, puede pasar ese tren en cualquier momento y sería horrible perderlo.
Una llovizna juguetona refrescó el aire y se fue. La luna asomó entre nubarrones. Quería ver cómo era una villa abandonada en plena noche. El olor a sal había permanecido agarrado a las piedras tanto como a las paredes de las barracas y los bares.
La plaza estaba dominada por el esqueleto del centro comercial. Por todos lados se veían pequeñas chozas construídas con madera traída del otro lado del mar. Orientado por mi linterna, revisé rincones donde el polvo se había acumulado en capas gruesas. El mercado era el corazón del área comercial, el ombligo gastronómico donde los trabajadores se encontraban para un momento de descontracción y un café. Enfrente se acurrucaba un cuartucho de dimensiones modestas que tenía el aspecto de un teatro o sala para exposiciones.
Justo en el medio de la plaza había una enorme fuente luminosa, que en sus tiempos áureos arrojaría sus chorros de colores encima de una gigantesca torta de sal. La estatua había sido creada por un artista loco y era la principal tarjeta postal del lugar. Algunos comentaban divertidos que parecía la imagen de un plato volador. Bien al lado se levantaba la Torre del Reloj. Completando mi excursión, pasé por la entrada del hotel principal del villorrio, al lado de la Capilla y el Hospital. En un paraje algo más retirado, fuera de la plaza, quedaban los galpones donde se guardaban las herramientas y maquinarias para el procesamiento de la sal. Todo estaba aplastado bajo una espesa capa de herrumbre que le daba al lugar un tono uniforme de sepia muy oscuro, casi marrón.
La luz de la linterna comenzó a flaquear. Con miedo de los tantos animales peligrosos que merodeaban a la luz de la luna, decidí volver al cuartito que debía haber sido un teatro.
Bajo la luz débil, casi una penumbra, empujé la puerta que se abrió con un chirrido de bisagras secas. La sala de proyección, donde me encontraba, era una habitación modesta de paredes despintadas. Tenía espacio sólo para lo necesario. Por todos lados se amontonaban pilas de bobinas y carretes de film, proyectores y diversos tipos de herramientas de cortar y pegar para hacer edición. En un gran cajón de madera pude ver rollos deteriorados de viejos programas y afiches descoloridos con atracciones que visitaban el lugar. En un cartel casi totalmente borrado se podía leer: «Compañía de Circo de los Hermanos Almada. Sábado y domingo, 18 hs. Sábado también en trasnoche »
Escuché un crujido de madera en la puerta y vi una mujer anciana, de cabello blanco y desgreñado. Parecía llegar exhausta de un largo viaje. Se la veía  demacrada y hablaba con la voz pausada. Noté una semejanza asombrosa con la muchacha de la estación, pero esta señora debía tener el doble de edad.
—Hola,forastero —me dijo, entre sorprendida y asustada—. Me intrigó ver claridad aquí. ¿Qué lo trae por estas soledades? Esta sala hace muchos años que no funciona. No hay nada por aquí. Sólo arena y fantasmas. 
Sus palabras sonaban distantes y concluyentes, como si no esperasen respuesta.
—El esplendor ya pasó. Se fue con la sal.
—Vengo de lejos. Mi coche tuvo un desperfecto en la carretera. Pensé que la estación funcionaba, pero….
—Pero erró por más de 30 años, mi amigo. La sal también se la llevó. 
—Hay una joven en la casa, quiero decir…en la plataforma. Me dijo que pretendía llegar hasta La Meca.
—Ah,sí. He oído comentarios. Raramente voy allá y nunca la he visto. Oí decir que es loca, que anda repitiendo eso hace años. Pues, está esperando un tren que no pasará nunca. La única forma de llegar a La Meca en tren es usando El Ave del Desierto. Pero no va a poder tomarlo, porque es un tren expreso.
Esta era la segunda vez que escuchaba la mención al supuesto tren expreso. Pero las informaciones que yo tenía sonaban contradictorias.
—Yo no me creo esa historia de La Meca —le dije, poniéndome serio.
—Ella va a esperar treinta años, cincuenta, quién sabe, o los que le toque vivir. Un día…bueno, un día terminará como yo, vagando entre fantasmas. Será ella misma otro fantasma.
—¿Y usted también esperó mucho?
—Yo esperé tantas cosas… y cuando me cansé, me vine para aquí. Nunca ando cerca de los garimpeiros, es gente violenta. A veces duermen en el galpón. Varias veces he sido presionada, ¿sabe?...sí, de aquella forma. Eso me causó gran pesar. Cosas que usted nunca olvida. Por eso casi nunca llego cerca de la casona.
—Pero al menos podía haber intentado escapar. 
—¿Escapar del calor, de ese aire que se derrite en vómitos como grasa espesa? El aire jala por la espalda, no nos deja andar.  ¿Sabe lo que le pasa a los que esperan aquí? El lugar los agarra, les crea raíces. Y las raíces se prenden a las piernas, pellizcan la barriga y los brazos. Nunca más van a poder salir de este cementerio. 
La bobina arrancó con algunos chirridos y dejó oír los cánticos que venían de la iglesia. Pero la impresión era falsa, los cánticos en realidad procedían del teatro. La iglesia continuaba vacía. Todo estaba distorsionado. Las imágenes desfilaban, mudas. La luz que emanaba del proyector hacía girar las sombras en el techo. Eso hacía más horrendas las imágenes que saltaban de la bobina incansable del proyector. Una mujer con un bebé en sus brazos recorría la estación embriagada y ofreciendo sexo oral por un plato de comida. Niños descalzos se aproximaron a la hoguera de crack y ensayaron piruetas. Así juntarían algunas monedas para poder ver el circo de los Almada.

—Ahora lo está viendo, forastero. Usted acaba de llegar al portón del infierno. 

—¿Usted vive aquí?

—No, vivo en una cueva en aquel risco, con los animales. Por lo menos así tengo buena compañía. Ya sé que nunca voy a salir de este lugar. Vengo aquí para olvidarme de que estoy presa. Eso me distrae.

Seguimos viendo y acompañamos con avidez varios carretes. Ella me explicaba la realidad detrás de las imágenes.

—Esos mineros, de cuerpos enfermos y cadavéricos, arañan la tierra por un puñado de nitrato, que les dejará llagas en las manos y los pulmones inflados de tanta sal. Excavan la corteza del desierto rica en potasio para producir fertilizantes, explosivos y remedios. La sustancia forma compuestos cancerígenos y enfermedades pulmonares causadas por los vapores tóxicos.


La cámara estaba terminando de dar la vuelta a la plaza, mostrando por todos lados las ásperas condiciones de vida del poblado. Las familias vivían hacinadas en casas de construcción precaria. Las huelgas y los piquetes brotaban por todos lados, lo que hacía cada vez más despiadada la represión de los oligarcas. La locomotora que transportaba el salitre hasta los barcos era guardada cerca del portón Sur, entre montacargas, depósitos y torres desactivadas. La pujante villa tenía de todo. Un destello me arrancó del paseo. El pequeño punto brilló como una chispa y creció en un bang. Me encandiló con su faro blanco chillando más que el sol de mediodía. Un tren. En una curva próxima, dejó ver su cuerpo de lagarto. 

Era una nave luminosa y sibilante, una bala multicolor cortando la noche del desierto. Al pasar, dejaba una marejada tan caliente que quemaba los capullos de los lirios al borde de la trilla. Casi no emitía sonido. Vi su barriga lisa desplazándose como una azalea encima de un colchón de vacío. 


—Ah, no se asuste. El Ave del Desierto no pertenece a este mundo. Demoró años pero al final ahí está, funcionando. Pasa como un cohete y no hace ni una parada en el camino. O sea, para el puñado de garimpeiros que viven aquí, es totalmente inútil.  La voz se disoció como las motas de polvo que flotaban cruzando la luz del proyector. Se disgregó en unas pocas sílabas inaudibles y ya no volvió a aparecer. Cuando mis ojos se adaptaron de nuevo a la oscuridad, estaba solo. El último carrete giraba como un loco con una punta libre que golpeaba contra el borde de la mesa. Era el único sonido dentro de la sala.

Horas después, unos lugareños me encontraron inconsciente, con mi cuerpo inclinado sobre una verja. La lluvia leve, que llegó detrás de la arenisca del atardecer, le había dado una vida nueva al lugar y ahora se podía respirar aire fresco.

La caseta del proyector permanecía con todas sus luces apagadas, tal como estaba cuando llegué.

Repitieron la historia que estuve oyendo desde el comienzo. La estación había sido demolida hacía mucho tiempo. Ahora sólo quedaba una casona abandonada, lo que antes era el hall y las boleterías. Fuera de este salón que a veces funcionaba como cine y los restos de antiguas construcciones. 

—Ahora las máquinas están tan comidas por la herrumbre que no sirven ni para vender en la chatarra. 

Volví para la casona de la plataforma. La muchacha todavía dormía. Tal como yo esperaba, no creyó una palabra cuando le relaté mi aventura descabellada.

—¿La mujer del cine? ¿Qué cine?¿De qué mujer usted me habla? No vive nadie aquí. Sólo los garimpeiros, como le dije, que a veces duermen en el galpón. 

—Pero, ¿usted vio aquello?

—¿Qué?

—El tren. Aquél todo negro lleno de luces pareciendo un barco fantasma o un plato volador. Salió de la nada. Yo miraba la película y…

—Ah! usted debe haber quedado impresionado con mi relato, forastero. Y todavía bajo los efectos de la insolación y el cansancio. Pero venga, hágame un favor. Ayúdeme a empaquetar estos cacharros. El nuestro, que es de verdad aunque no sea muy regular, no debe demorar y yo no quiero pasar otra noche mal dormida aquí, en el sopor del desierto, entre las salamandras y los alacranes, que están muertos de sed y se meten hasta en el fregadero.




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