LA PRESENCIA SECRETA


Estimado Don Alejandro:

En virtud de  haber pasado por cierta experiencia interior inesperada antes de llevar a cabo la ejecución de nuestro último contrato, y viéndome así impedido de cumplir con mi parte en el mismo, ruégole aceptar mis disculpas y espero que entienda que existen pesadas razones para mi desistencia. Dejo junto un sobre con el cheque por U$ 50.000,00 que había recibido como adelanto por la realización del servicio

atentamente

Carlos Marín

Fue así que terminaron mis días como sicario. Y los motivos que me empujaron a ese drástico cambio no tienen nada de triviales.
Después de tres matrimonios fracasados, con sus respectivas secuelas de hijos complicados y ex-esposas creando todo tipo de problemas, yo estaba sin casa ni familia y ganándome la vida con changas ocasionales que mal daban para pagar las necesidades mínimas. Un día topé con un anuncio en la sección de Clasificados de “El País” que me llamó la atención.

"Hombre maduro se necesita para ejecución de trabajo confidencial. Garantidos excelente pago y total reserva". 

Luego de un breve contacto telefónico, el empleador, que se identificó como Alejandro Gómez, me hizo una serie de preguntas intrigantes a respecto de mi vida particular que me resultaron indiscretas y al mismo tiempo provocaron mi curiosidad. Acepté marcar una cita para discutir los pormenores. La tarde que nos conocimos yo tuve la imagen de un hombre de unos sesenta y tantos años, alto, canoso y bastante abatido debido a un problema particular que él me adelantó como muy serio. Casado, tres hijos adolescentes, socio de una importante multinacional y dueño de una sólida situación financiera, eso no lo estaba ayudando a tener una vida personal de la misma calidad. El caso es que Don Alejandro andaba echando unas canitas al aire con una de las domésticas de la empresa, encargada del servicio nocturno. Cansado de la situación, le había propuesto a la moza acabar con la relación, a lo que ella se había negado repetidas veces. El pedido se transformó en exigencia, pero la mujer se mantuvo firme. Pasó a demandar cada vez más dinero, bajo amenaza de abrir la boca ante todo el mundo. El empresario decidió poner fin a su aventura de manera radical. El servicio confidencial consistía en la eliminación de la muchacha, y para eso había decidido contratar los servicios de un matador profesional. Esa noche discutimos durante horas. La misma idea me repugnaba. Hasta que ya entrada la madrugada él me hizo una propuesta irrecusable. 

- ¿Cuánto quiere ganar? me dijo después de una larga pausa. Usted me dice la cantidad y le hago el cheque ahora. 

Mencioné un número absurdo con la intención de disuadirlo. Para mi sorpresa, firmó sin esbozar la menor sorpresa.

- Contará con todo el apoyo necesario, no se preocupe.Tengo la influencia suficiente para borrar todas las pistas,- dijo, mientras nos despedíamos en la puerta del edificio.

Esperé a mi víctima una noche a la salida de su trabajo. Después que se separó de un grupo de colegas la seguí por un paraje solitario donde quise inducirla a hacer sexo. Mientras forcejeaba para quitarle la ropa, la maltrataba con los peores insultos que me salían de la boca.  La miré por un momento en los ojos para encontrar algún resto de compasión dentro de mí, que me obligara a desistir del acto abominable que estaba a punto de cometer. No conseguí encontrarlo. La mujer,entre asustada y furiosa, insinuó llamar a la policía, lo que acabó de desatar mi furia criminal. Su amenaza me dejó furioso. Entonces no busqué más disculpas. Me esforcé en odiarla. Empecé a golpearla con violencia hasta que cayó desmayada en un charco, donde la pateé hasta hacerla sangrar. Verifiqué que estábamos solos y le disparé dos tiros en la cabeza. El arma que me había sido suministrada por don Alejandro era perfecta, dotada de un magnífico silenciador. Alguien a cinco metros de distancia no habría sido capaz de oír los disparos. 

Durante los días siguientes caí en una profunda depresión. No comía, sentía náuseas todo el tiempo y tenía pesadillas donde encontraba a aquella mujer de belleza incomparable siempre desnuda en mi cama, implorando por su vida y pidiéndome para hacer sexo. Pero ella nunca podría ser mía y eso me dejaba loco de rabia. Yo la mataba una y otra vez después de poseerla al final de cada sueño diabólico. Luchaba para superar las traumáticas consecuencias de mi primer trabajo cuando un día llegó a mi teléfono un mensaje de Don Alejandro. Me invitaba para tomar un café en su escritorio. Y no era sólo para elogiarme por mi eficiente tarea. El resultado de la amena charla fue el acuerdo para una nueva encomienda. El motivo era ahora su propia mujer, que lo estaba traicionando con uno de sus funcionarios. Por la empresa corrían rumores de aborto. Se comentaba que ella planeaba matarlo para heredar su fortuna y huir con el amante. 

Esta vez resistí mejor a mis escrúpulos. Agradecí que la víctima me estuviese ayudando a acarrear el peso de una segunda muerte. Don Alejandro me facilitó la llave de una puerta trasera del apartamento que raras veces era utilizada. Esperé la salida de la limpiadora y entré en el 23, como estaba estampado en el llavero. El lugar estaba vacío a esa hora.  El baño olía a hierbas y fragancias deliciosas. La dueña de casa llegaría más tarde, luego de finalizado mi servicio. Un servicio muy poco complicado, por lo demás. Apenas dejar derramar el contenido de una ampolla de arsénico en el agua tibia. Salí y me senté en el bar frente al predio de los Gómez. La mujer llegó alrededor de la hora prevista, pasando a unos pocos metros de mí. Me espió de reojo, como si no entendiese por qué yo estaba allí y la había mirado. Continué sorbiendo mi café negro. Antes de entrar pareció dudar por un segundo, pero no se volvió. Tal vez ella tuvo la misma sensación que yo tenía. La certeza de que nunca más nos volveríamos a ver, fuese éste o no un dejavu verdadero. La vi empujar la puerta giratoria y desaparecer dentro del hall. A la  mañana siguiente acompañé sin sorpresa la noticia en el telediario y  tuve el cuidado de enviar a la empresa un mensaje público de condolencias.
Comencé a sentirme cada vez más confortable con mi siniestra ocupación. Mi patrón sólo me llamaba para acertar las circunstancias y el precio, con toda la información necesaria para una ejecución perfecta de mi acto; hábitos de la víctima, horarios, visitas a shoppings, moteles, etc, para armonizar mejor con sus movimientos. Yo tenía todo marcado en mis archivos secretos. Mis actividades continuaron con un vendedor fraudulento que estaba robando clientes de la empresa en beneficio propio, un primo lejano que había iniciado un proceso con la finalidad de quedarse con parte de las acciones de la sociedad anónima a la que pertenecía la firma y un gerente de banco a quien maté de un tiro en presencia de su hijito de cinco años. A esta altura ya ni me preocupaba con saber el motivo. Yo flotaba en dinero, paseaba en mi coche cero kilómetro, para mis vacaciones dudaba entre Las Bahamas y el Taj Mahal, tenía mujeres para elegir, cuando algo ocurrió que vino a cambiar en un segundo nuevamente el curso de mi vida. Esta vez la conversación previa que siempre manteníamos con Don Alejandro antes de la realización de cada encargo, no había arrojado ninguna luz a respecto de la identidad de mi nuevo cliente. 

El problema ahora era dentro de su propio apartamento, donde vivía solo después de la muerte de su esposa. Me confesó que venía sintiendo una presencia extraña dentro de su habitación, algo que no conseguía llegar a definir, una cosa irreal y fantasmagórica que producía ruidos casi inaudibles por las noches y lo tenía en un total estado de pavor. Nunca lo había visto tan asustado.  Me preguntó si yo creía en espíritus, parecía sentir pesados remordimientos por los crímenes de que era responsable. Insinuó cosas absurdas a respecto de su esposa muerta, venganzas de ultratumba, comunicación con espíritus, el pobre estaba al borde de perder la razón. Me decidí a ayudarlo, mismo que yo ni sabía lo que me esperaba esta vez.

A esta altura, él había decidido abandonar el apartamento, optando por trasladarse a una suite del Mofarrej Hotel en la Plaza Independencia, en el centro de la ciudad. Quedé a cargo del piso con el compromiso de mantener contacto diario para contarle cualquier novedad. Yo lo mantenía al tanto de detalles banales, el hijo del vecino que había dejado caer la pelota en la terraza, la visita de un repartidor de pizza que había tocado el timbre por equivocación o el crepitar de la lluvia durante una tormenta. Así pasaron los tres o cuatro primeros días. Yo me estaba aburriendo en aquel lugar solitario, hasta que ocurrió algo inesperado. Era un ruido en la buhardilla. Encendí las luces y revisé todos los rincones del apartamento revólver en mano, pero el fenómeno no se repitió. Esa mañana me resistí a hacer cualquier mención a mi mecenas sobre un suceso trivial que sólo habría servido para dejarlo más nervioso. Pero el hecho es que durante los días que siguieron no pude separarme de la impresión de estar siendo observado por alguien que estaba dentro del apartamento. La idea parecía descabellada. Mi razonamiento, siempre afecto a buscar la explicación científica en todas las cosas, afirmaba que aquello era una locura. Entonces volvió a ocurrir. Una madrugada yo atravesaba las horas sin sueño, entretenido con el tamborileo de la lluvia en el ventanal delantero. El viento hacía temblar las puertas pareciendo querer arrancarlas de sus bisagras. Pero entre todos los sonidos de esa noche había uno casi inaudible que estaba por completo fuera de armonía con los otros. Tic-tac-tic-tic-tac. Parecían pasos producidos por un cuerpo muy leve, que corría en una dirección, después paraba por algunos segundos y disparaba en sentido contrario. Tic-tac. Y enseguida el sonido de algún objeto pesado al caer sobre el piso de madera.

Deslicé mi brazo por debajo de la frazada hasta encontrar la linterna, que por precaución siempre dejo cerca de la cama. Mi otra mano se aferró al pequeño revolver, colocado exactamente debajo de la almohada. En un movimiento muy rápido dirigí los dos en la misma dirección al mismo tiempo. Lo primero que vi fue la pequeña portátil caída al borde del colchón, sobre la alfombra. El ángulo de luz hizo fulgurar dos ojitos traviesos que parecían pedirme perdón por el disturbio. Miraban fijos el caño de la pistola. En mis años de trabajo como asesino a sueldo yo nunca había visto una mirada como aquella. Me miró de nuevo y fue recogiendo su cuerpecito peludo con miedo hacia un rincón. Bajé el arma y lo acompañé con el foco de la linterna mientras desaparecía  a través de una grieta abierta en el zócalo. Me envolví en la frazada y permanecí sentado en la cama durante las horas que faltaban para el amanecer. Después escribí el mensaje para mi antiguo bienhechor, a quien no he vuelto a ver y de quien nunca más he tenido noticia alguna.







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