LA ESFINGE

 


El camión de mudanzas estacionó en la puerta del condominio y cuatro hombres robustos bajaron la esfinge en una plataforma redonda de madera. Maniobrando con extremo cuidado la depositaron en la entrada, a la izquierda del portón principal. La esfinge movió los ojos en señal de aprobación y esbozó una sonrisa. Sus parientes habían decidido traerla para que pudiera pasar el bonito domingo de sol en los jardines del pesquero. Ella estaba exultante. Se imaginó tostándose bajo todo aquel sol, y tal vez después hasta la llevarían a ver el atardecer en los estanques. Se habían cuidado todos los detalles
para un día perfecto. Hasta habían traído una cabina de plástico transparente muy bien equipada, de modo que en caso de una lluvia imprevista podría continuar disfrutando el paseo sin tener que mojarse.Todo marchó a las mil maravillas hasta que Max y Zilú descubrieron la invasión de su rincón preferido en el jardín, cosa que los dejó bastante contrariados. Max estampó su protesta de una fortuna bien elocuente. Subió hasta la cabeza de la diosa inmóvil  y soltó una abundante meada que le bajó por la nariz, le dejó aquel gustito caliente en la boca y continuó chorreando por el pescuezo y las voluminosas tetas hasta que la  ilustre huésped se vio nadando en medio de un pequeño lago de aguas color de ámbar. Zilú aprovechó para poner en escena su propio acto, ofreciendo una demostración de sus habilidades acrobáticas y de destreza corporal. Después de una serie de piruetas y giros de extremada exactitud, dio la espalda a la visitante y empezó a soltar tanta cantidad de tierra hacia atrás que el cuerpo entero de la estatua pronto se transformó en un muñeco de barro. El barro resbaló y le hizo cosquillas. Tuvo unas ganas locas de reírse, pero eso era motivo de tremendo pesar. Recordó que era sólo una esfinge y no podía manifestar reacciones físicas. Así, giró la cabeza y se puso a contar los ladrillos de la pared del fondo para distraerse hasta que los perros se retiraron.

Qué falta de respeto, pensó. Habría sido mucho mejor que me dejaran continuar enterrada en el desierto donde estaba.  Pero esto no va a quedar así, malditos, me voy a quejar a los hombres del camión que me pusieron aquí. 

Eso piensa la esfinge, imaginando que alguien la va a escuchar. Sólo que su agonía no estaba marcada para acabar tan pronto. Cuando llegaron los gurises con la pelota ella sintió que las cosas podían ponerse peor. El juego consistía en bombardear el muñeco hasta quitarle todo el barro. Hasta impusieron reglas. El tiro que arrancase más barro ganaba más puntos. Una hora después había recibido tantos impactos que la piel de bronce se volvió brillante y limpia otra vez.

Los restos de barro que Zilú le había dejado en el rostro se diluyeron. Pero el cuerpo le dolía, y descubrió que uno de los pelotazos le había fracturado la nariz. 

Recibió como una bendición las nubes negras que venían del norte anunciando lluvia. Así aquellos demonios serían obligados a irse para casa y la dejarían en paz. Poco le duró la alegría. En ese momento hizo un descubrimiento trágico. La cabina protectora yacía caída a un par de metros, tal vez por el impacto de alguno de aquellos golpes. Ahora no tenía cómo defenderse de la lluvia. Apenas acababa de resignarse a su suerte cuando sintió la primera gota en la oreja derecha. 

En algunos minutos ya era un diluvio. El jardín no aguantó tanta agua y comenzó a inundar. La plataforma comenzó a moverse y rápidamente fue llevada por la corriente en dirección a los estanques del fondo, donde navegó como un arca majestuosa desbravando el Nilo. 

Los pequeños diablos, que habían regresado, gritaban que era hora de la batalla naval y en el acto comenzaron a llover piedras sobre el barco de la esfinge, en medio del jolgorio generalizado. La aventura acabó en el tronco de un pino, donde la plataforma circular se estrelló y abandonó a su ocupante medio hundida en un foso. 

Fue encontrada horas después por personas del condominio que la pusieron a secar al sol y avisaron a los transportadores. 

Éstos estaban desolados, no podían conformarse. -Pero qué barbaridad, doña Marlene,  ¿no le dijimos que no hiciera esfuerzo, que se podía lastimar? Si estaba cansada podía habernos llamado por teléfono. Ahora vamos, que entre Pedrito y yo la pondremos de nuevo en el camión para volver  a casa. Imagínese cómo estará de nervioso su marido. 


Comentarios

Entradas más populares de este blog

CONTACTO

PERDIENDO VISIBILIDAD

EL RAGUETÓN