LA ESCARCHA EN LOS CIPRESES





 Primero se confundió con la blancura impecable de las sábanas, que se disolvía perdiendo los contornos en el mismo clamor brillante del techo y las paredes. Si no fuese por el goteo insistente de los tubos de vidrio encima de su cabeza, habría demorado más para entender que estaba sujeta a una cama de hospital. Casi no podía mover la cabeza y su cuerpo estaba cubierto de vendas apretadas. Vio ampollas conectadas a sus brazos por medio de mangueras transparentes. El gusto a jarabe le trajo la primera sensación de náusea. El pecho le ardía con heridas lancinantes, cual si hubiese sido rasgado por las zarpas de un animal salvaje. Pero claro, ella sabe que no hay animales en aquel lugar, excepto algunas ratas hambrientas y los perros abandonados que duermen entre los matorrales. Alguien le introdujo un caño de plástico en la boca y la obligó a beber un líquido agrio que le hizo emitir una sonora arcada. Escuchó el resonar familiar de los cristales y aspiró el olor del cloroformo.

Entrando y saliendo continuamente del delirio, se esforzó para mantenerse consciente. En aquel lugar, escuchó el eco de sus palabras, lo que no la ayudó mucho.
Toda su vida anterior a ese lecho y esas paredes vacías era un extraño collage en que las piezas aparecían sueltas, mezcladas sin orden y sin motivo.

Una imagen, sin embargo, buscaba abrirse paso en su cabeza. El ómnibus que había tomado sin saber por qué o adónde se dirigía. Sólo sabía que ya era de noche, una cruda noche de invierno.
El guarda somnoliento y muerto de frío, arrebozado en un grueso pullover negro y una bufanda azul marino, le dirigió una mirada distraída y colocó el boleto en su mano. Ella extrajo unas monedas de la cartera de terciopelo verde y las fue introduciendo en la ranura del aparato contador. Quiso preguntarle algo al muchacho pero enseguida desistió. Él parecía irritado y con mucho sueño. Mal consiguió ver su rostro en la débil iluminación interna del vehículo. La gorra de lana apenas dejaba aparecer los ojos y un pedazo de bigote abundante y mal apareado.

Pasó el molinete y se dirigió al fondo. En la última fila encontró un lugar, de espaldas a la ventanilla trasera, al lado de una elegante señora con un tapado de piel de nutria, que la miró así como si tal cosa y le mostró una sonrisa. Roberta aprovechó para preguntarle adónde se dirigía el ómnibus.

-Vamos para el Centro Viejo. El destino está delante mismo de la puerta del Ayuntamiento.

La mujer volvió la vista hacia la ventanilla. Estaba más interesada en ocuparse con la neblina que inventaba curiosos perfiles sobre los paseantes. El ómnibus rodeó el enorme parque atravesando una de las áreas residenciales mientras Roberta se distraía viendo pasar los cipreses pesados de escarcha.


Una voz amable pero firme le anunció que se preparase para otro remedio. Pensó que al menos eso la ayudaría a escapar de la deprimente imagen de la ciudad, sumergida en la helada nocturna que a esa hora cae como un manto cristalino y hace apretar el paso a los escasos caminantes. Aguzando el oído fisgó pedazos de una conversación entre las enfermeras. Identificó algunas palabras sueltas, por las que dedujo que su novio Mauricio no había sido localizado hasta el momento. La policía había hecho reiterados intentos de conectarse por el móvil de Roberta, que estaba dentro de la cartera de terciopelo verde. Un grupo de médicos coversaba sobre cosas que le dieron miedo. Amnesia, golpe, traumatismo. Los aparatos de control de funciones vitales muestran que Roberta está comenzando a tener espasmos y temblores.

Unos minutos después, ya atravesando los límites de la ciudad, el interior del ómnibus fue invadido por una claridad que venía del fondo, magnificada en la penumbra. En la última fila, Roberta se volvió para ser encandilada por la potente luz del coche que venía justo detrás. Reconoció la pickup azul de Mauricio con los faroles de neblina bien altos y sintió subir una apremiante necesidad de vómito. La señora nutria extrajo una bolsita de plástico de su cartera y se la ofreció, justo a tiempo de evitar un desastre. Temblando y haciendo arcadas dentro del receptáculo de emergencia, Roberta comprendió por qué estaba en ese ómnibus.

Esa tarde se había encontrado para tomar un café con Pablo Ithurralde, su compañero de clase en la Facultad, que estaba dispuesto a ayudarla en la preparación de un próximo examen. A través del vidrio empañado del bar vio con recelo la camioneta de su novio estacionando frente a la puerta. Adivinó, nerviosa, todo lo que vendría enseguida. 

Mauricio no la iba a librar de uno de sus ataques de celos iniciando una escena delante de todo el mundo. A los reproches siguieron las palabras groseras. Pablo era apenas un testigo mudo. De repente se puso pálido como un fantasma. Asustada con el descontrol creciente de su pareja, Roberta se levantó sin despedirse y atravesó a pasos rápidos el área central del bar. Una vez en la calle, cruzó la avenida sin preocuparse con el semáforo cerrado, esquivó dos coches cuyos conductores la insultaron y se zambulló dentro de un  ómnibus que ya comenzaba a andar. Medio desgreñada y mojada de llovizna, sin mirar al conductor, se adelantó hacia el guarda dormilón que le colocó un boleto en su mano mientras ella depositaba las monedas una a una en la ranura.

La enfermera la ayudó a limpiar el vómito, secó su rostro con un toalla de papel y le preguntó cómo se sentía.

-No se preocupe muchacha, mire que no es para menos, después de la zurra que llevó y encima dopada con todos esos remedios. Quédese tranquila y procure dormir un poquito.

Delicadamente le acomodó la cabeza sobre una almohada limpia, refrescó sus labios con un líquido dulce y se retiró.

La señora nutria la miró alarmada y también quiso saber cómo se sentía. Después cerró herméticamente la bolsita de plástico y la depositó en la caja higiénica debajo del asiento.
Roberta se irrita. Todos le preguntan lo mismo, pero ahora no está inmóvil tendida en una cama de hospital. Por todos lados parece haber gente preocupada con ella. Roberta no escucha. Se concentra en el próximo paso. Necesita salir de ese ómnibus.

Verifica que la pickup ha quedado detenida en un semáforo y reza para que el cambio de luces demore   todavía un poco. Le pregunta a su acompañante si ella conoce algún trecho bien oscuro donde poder bajar. La nutria ahora la mira perpleja y le responde:

-Puede bajarse en la próxima, enseguida de la curva. Por más que allí no es parada…


Sin aguardar el fin de la respuesta y antes de escuchar otra vez cómo se siente, avanza hacia la puerta central del coche con pasos torpes. En la semioscuridad, cree que todos los pasajeros son copias de la cara del guarda, y todos tienen los ojos clavados en ella como agujas. Necesita salir, respirar la llovizna y el frío de la calle.
En el momento exacto, cuando el ómnibus describe una larga curva para entrar en una callejuela oscura, da la señal de parada sin prestar atención a los hombres que se ríen y hacen bromas mordaces a su respecto.
El conductor ha percibido el alboroto en el fondo y habla con el guarda a respecto de mujeres embriagadas, la falta de vergüenza y otros tópicos machistas.


-Hombre borracho vaya y pase - dice el guarda, que ahora parece haber encontrado un motivo para permanecer despierto - pero mujer……

-Sí, sería mejor no andar haciendo ese papel ridículo. Ni le dio por preguntar qué ómnibus había tomado.

Más por librarse de la incómoda pasajera que comienza a gritar descontrolada, el conductor le abre la puerta en la mitad de la cuadra y ella salta frente al letrero de un edificio en construcción, escondiéndose atrás de unos bloques de cemento. Algunos segundos después ve pasar la pickup como un perro de caza en pos del ómnibus.
Corre entonces en la dirección contraria, atraviesa el pequeño parque poco iluminado y encuentra la escalera de piedra en el flanco derecho para bajar en dirección a los soportes abovedados del puente. 

Después de poner el pie en el primer escalón, acompaña el movimiento curioso de la camioneta. Ahora ha girado y los neblineros apuntan en su dirección. La miran desde unos cien metros de distancia y lentamente comienzan a venir. Sabe que no tendrá tiempo de usar el móvil y se concentra en la fuga.
A pocos metros ve pasar un arroyo de aguas turbias bajando por un baldío lleno de desperdicios. La neblina que ha llegado detrás de la helada es ahora densa y penetrante. No deja ver más que hasta un par de metros alrededor. Continúa descendiendo por la piedra resbalosa. Es necesario llegar hasta las columnas del puente. Siente sin ver los pasos próximos de su novio pisando con rabia en la hojarasca, al tiempo que la insulta con todo tipo de obscenidades.

La persigue entre la bruma hasta donde el terreno termina en la orilla pantanosa del riachuelo. Casi no escucha la súplica del doctor pidiéndole que permanezca despierta. Su cara se contrae en una mueca cuando la aguja penetra en su pulso izquierdo. En ese momento repara que está a punto de descubrir algo extraordinario y pide a gritos que le suministren más droga. Sólo consigue como respuesta los susurros habituales de los médicos y el silencio. 

Brazos robustos la empujan sobre el pasto sucio, al tiempo que manos como garras arrancan jirones de su ropa. Él rasga, araña, lastima de todas formas su cuerpo cada vez más debilitado hasta que cae de cara en la tierra mojada. El barro penetra con un gusto de veneno amargo y después chorrea como una pasta grasienta en contacto con la sangre. A pesar de los puntapiés que parecen perforarle la espalda, gimiendo y gritando como una loca por socorro, consigue arrastrarse entre las piedras y las raíces puntiagudas que le arrancan la cartera del brazo en el intento por levantarse. Algunos objetos caen a sus pies. El móvil, un tubo de rimmel, la lima de uñas y la pequeña pistola que siempre lleva por precaución.

Después, su cabeza aturdida por los golpes sólo identifica el estruendo del disparo, tal vez más de uno, el chasquido en el agua, el caño del metal todavía caliente en su mano, el cuerpo de Mauricio arrastrado por el rumor del arroyo en la niebla espesa de la noche de invierno.





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