UN REFLEJO EN EL AIRE

 


Mary deja correr sus dedos suaves por el papel lustroso de la última edición de Vogue, que se le ocurre tan satinado como el pelo increíblemente amarillo de la modelo de rasgos nórdicos cuyo nombre no consigue pronunciar. Casi es capaz de acariciar el rostro pálido de rasgos angulosos cincelados por el soplo cálido del mar, sentir crecer el instinto reprimido de un toque. Acomodada bajo la cúpula brillante del secador, deja que Cybele desenrede su pelo con gestos pausados para sentir la otra piel, la piel oscura y ardiente que le trae ensueños de un mundo secreto, al rozarla como un llamado inevitable a la caricia. Mary siente la respiración de Cybele en su mejilla. El sol que se cuela por la ventanilla entreabierta le trae el recuerdo  del asiento en el lado derecho del avión, su lugar preferido porque es desde allí que justo al mediodía ella puede ver la punta de la playa bajo el ala, puede sentir la arena caliente a más de diez mil metros de altura, cada vez que la aeronave se acerca al aeropuerto cruzando una extensión ilimitada de cielo azul sin nubes para un aterrizaje rutinario. En el plácido ensueño creado por el zumbido del secador, las velas recogidas de los barcos de pesca le parecen hilos de seda flotando en un agua que, desde lo alto, se ve de un verde casi transparente. 

Medio entredormida, siente el rumor sordo de la turbina a su derecha, y juega con la idea de estar otra vez con Cybele bajo el secador, porque el secador tiene el mismo ronronear grave que la adormece. A través del corredor puede ver el cuadro vacío de la ventanilla opuesta sin una nube, apenas con alguna gaviota perdida en busca del bando. De repente pensó cómo sería divertido estar ahora en la playa bajo todo aquel sol. Ella podría ser cualquiera de aquellos puntitos oscuros sobre la arena y sería como poder verse a sí misma desde lo alto. Y Cybele estaría acostada a su lado y ella hasta sentiría la forma de los senos, como lo sentía cada vez que pasaba sus dedos finos por el cuerpo de las mulatas en el cuadro. 


Había embarcado en San Pablo, acompañada en el otro asiento por un señor adulto muy bien vestido que ocupaba el lugar del lado del corredor y que distraídamente le había preguntado la hora antes de despegar. El vuelo hizo una escala corta en Río de Janeiro y Mary percibió que el señor de la izquierda no había embarcado, por lo que se estiró cómodamente ocupando los dos lugares, reclinó la cabeza en el respaldo próximo a la ventanilla y se vio allá abajo, tostándose bajo un sol vertical que la asfixiaba y la excitaba y la hacía delirar de goce a través de los laberintos del sueño, soñando con su amante, acostada con su amante cerca de las rocas redondeadas que forman un semicírculo donde las olas llegan mansas y se quiebran en un rocío de espuma blanca. Ahora sentía claramente el chicotear apagado con el cuerpo de Cybele durmiendo a su lado, y la playa estaba casi vacía ya que el sol es muy fuerte a mediodía y el calor de la arena sólo se aguanta encima de una estera porque quema pero quema tanto que acaba provocando úlceras en la piel y del resplandor del sol uno sólo puede protegerse con aquellas gafas oscuras casi opacas. La voz de Cybele venía traída por el romper de la espuma en la orilla, y a Mary le gustaba escuchar las historias que hablaban de hechiceros y dragones y otros animales fabulosos que existían sólo en su imaginación. Cybele le hablaba de aviones y para Mary, que sólo conocía el puente aéreo Río-San Pablo, viajar a Miami, como lo estaba haciendo últimamente una vez cada quince días, era parecido a un viaje a la luna. 


Mary había visto por primera vez a Cybele en la hacienda de sus tíos, en un pueblito perdido del interior de Minas Gerais donde ella pasaba todos los años sus vacaciones, mucho antes de conocer a Enrique, un arquitecto amigo de la familia que eventualmente la haría su esposa.

Le había impresionado la piel negra como ébano y en realidad ya se había sentido atraída por ella antes de proponerle la gerencia del nuevo atelié de belleza que estaba a punto de lanzar junto con su esposo en Florida. Sabía que Cybele era proveniente de la Costa de Marfil, que había sido raptada por bandidos y vendida como esclava en las minas de oro de Kuala Lumpur, donde un rico comerciante de pieles de California la había comprado y la había hecho su esclava. Cansada de tanto maltrato de parte de su amo, había huído una noche en un bote cubano de transporte clandestino de inmigrantes para desembarcar apenas con la ropa que tenía en el cuerpo, en algún punto del caribe que, después supo, era una playa colombiana cerca de Cartagena. De ahí había viajado, siempre escondida por temor al vengativo marido, hasta venir a parar en algún lugar del interior paulista, donde Mary la había conocido en una de sus visitas a la hacienda. Cybele le decía cosas bonitas y le hablaba de Gauguin y un día le mostró los cuerpos divinamente moldeados de las mulatas, y Mary, que no tenía la menor idea de quién podría ser ese tal de Gauguin, había pasado de repente a adorar las obras de los impresionistas y así acabaría un día mostrándole a Enrique el cuadro de la danza de las nativas en la noche, alrededor de las hogueras, que Cybele le había regalado. Enrique estaba pasmado de ver cómo su mujer, que nunca había entrado a una exposición, ni siquiera a aquellas de divulgación con precios reducidos, ahora se pasaba las horas frente al cuadro y tocaba los cuerpos y los sentía arder en frenesí y los acariciaba igual que ahora Cybele la acariciaba y distraídamente le rozaba la nuca con el dorso de la mano y dejaba resbalar un puñado de arena fina sobre sus senos. 


Cybele le susurró al oído que se estaba haciendo tarde, pero Mary no quería oír, se dejaba acariciar por las manos aterciopeladas de la africana y la excitación le devolvía el sol que picaba en la piel, la arena caliente lastimándole los pies, su cabello tan fino enroscado graciosamente y cubriéndole los ojos, el cuerpo negro de Cybele que parecía moldeado por un artesano, brillando bajo el sol y mostrándole las formas de las ondas en mares que ella nunca había visto y la convidaba a visitar costas de tierras extrañas arrulladas por el canto de las sirenas. Desde algunos meses atrás, Mary hacía regularmente la travesía entre San Pablo y Miami, cuidando de todos los pormenores de la inauguración. Un detalle casi imperceptible la trajo de vuelta a la realidad, a su lugar en el avión como siempre del lado derecho y en la ventanilla; llegaría al aeropuerto de Florida en algunos minutos y de allí iría directamente para el salón de Cybele, donde pasaría otra vez por todas las etapas del tratamiento de belleza de la morena y después sería sólo el arrullo de las olas en la playa desierta, en la villa privada que Enrique había comprado el último verano. Una playa privada sólo para mí y Cybele, pensó con anticipado regocijo. Hasta creyó ver el techo de tejas rojas de la mansión, mientras el boeing ensayaba un giro leve hacia la izquierda desviándose extrañamente del aeropuerto. 

Pero no fue ese el punto que le llamó la atención y la dejó confusa. Ella tenía los ojos fijos en un destello plateado que aparecía cerca de la punta del ala. Primero pensó en lo más obvio. Como el avión estaba ya volando bajo aprestándose a aterrizar, no sería tan imposible después de todo que algún pájaro perdido pudiese estrellarse contra él; de historias como ésa estaban llenos los diarios todos los días. O podría ser una cometa de las tantas que escapan del control de los niños en las playas vecinas a cada momento, o que ellos simplemente sueltan, por puro placer. Pero lo que iba descaradamente en contra de las dos posibilidades era el hecho curioso de que el resplandor estaba ahí quieto, y de esto hacía ya unos treinta segundos, calculó. Vio a la azafata caminando en su dirección, diciéndole algo que ella no entendió porque había personas levantándose de sus asientos y discutiendo, el señor de al lado la tomó con urgencia por el brazo y le dijo algo en una lengua extraña, algo que tenía que ver con el cinturón, sí, el señor le decía probablemente lo mismo que la azafata le habría dicho si hubiera podido, había que ajustar el cinturón, pero eso ella se lo imaginó, porque antes de que se escuchara una palabra, vio a Cybele arrodillada a su lado contra el fondo del embarcadero, sacudiéndola preocupada pensando que su amiga podía estar sufriendo algún principio de insolación, porque gemía y llorisqueaba y decía que estaba muy asustada. Cybele le indicó el reflejo en el aire, que Mary sólo pudo ver bajando lentamente los lentes oscuros de protección. 


El reflejo ahora aparecía mucho más nítido en un cielo sin nubes, con el sol de las doce brillando como un bracero bien encima de sus cabezas. Y hacía fácilmente identificable el nítido rastro de humo blanco eyectado por la turbina de la derecha. Confundiendo el brillo del sol que se colaba por la veneciana con la tijera que Cybele usaba para emparejar las puntas antes de la fase del peinado, Mary dio un salto en el sillón y su cabeza fue a chocarse con violencia con la boca del secador, que de inmediato comenzó a jalar de su pelo con insistencia al tiempo que volcaba chorros de líquido perfumado dentro de su boca. 

La luz era muy brillante, la encandilaba. Mary tuvo la impresión de que no era su pelo, sino el pelo de la modelo nórdica que parecía estar siendo arrancado del papel y venir todo en su dirección, una masa de pelo que primero comenzó a enredarse alrededor de su cabeza, le quitó la visión y poco a poco fue apretándole el pescuezo y la boca. Tanto se debatía Mary en su lucha por respirar que en un esfuerzo desesperado para ganar aliento golpeó violentamente con el puño en la boca de Cybele. La africana todavía tuvo fuerzas para incorporarse y buscar el interruptor que pararía el funcionamiento de la máquina enloquecida. Pero el interruptor estaba totalmente fuera de su alcance, en la pared opuesta. Mary sintió manos abriéndole la boca, al tiempo que con un resto de conciencia alcanzó a ver una escena que la dejó paralizada de terror. 


Las velas blancas estaban ahora en la otra ventanilla, y tan cerca que hasta tuvo la impresión de que podría tocarlas con sólo estirar el brazo. Y aparte, parecían venir en su dirección. En su ventana, en cambio, brillaba redondo un sol que no debería estar ahí a esa hora. El sol se transformó en cielo vacío otra vez desplazando los barcos de nuevo para la otra ventana. No podía moverse, la cabeza le daba vueltas con un dolor intenso que le nublaba cada vez más la conciencia. La azafata procuraba inútilmente incorporarse, apuntando para las máscaras de oxígeno. Mary se abrazó a uno de los barrotes del asiento y vio el pico del avión ir directamente a clavarse en el mar, a unos doscientos metros de la costa. 

Como estaba ya casi ahogada y no tenía ni fuerzas para moverse, se dejó caer pensando que morir por el impacto sería menos doloroso que morir por asfixia en un avión donde ni las máscaras de oxígeno podían a esta altura dar alguna esperanza de sobrevivencia a los agonizantes tripulantes. Sintió la explosión y su conciencia se apagó por algunos segundos. 

Vio las llamas subiendo alucinadas desde el lado derecho mientras algunos pasajeros se debatían desesperadamente y se dejaban caer por las ventanillas y por la puerta de emergencia.

Un sentimiento muy vago le dejó percibir que estaba siendo arrastrada por los brazos fuertes de su compañera en dirección a la costa, nadando con el último aliento entre las llamas que las rodeaban. Cybele la depositó en la arena y Mary empezó a recobrar lentamente la conciencia, mientras manos ansiosas arrancaban los últimos jirones de pelo de dentro de su boca. 

Cybele sabía que no alcanzaría nunca el interruptor, especialmente porque su cuerpo estaba recibiendo las descargas eléctricas directamente del cuerpo de Mary y en poco tiempo ella misma acabaría electrocutada por el secador. Entonces hizo lo único que se podía esperar de un moribundo: ya desfalleciente, jugó su última carta al ver que su amiga estaba siendo estrangulada cada vez más por su propio pelo, todo anudado y llenándole la boca. De un manotazo arrancó el cable del secador que paró inmediatamente su enfurecido rumor y soltó a su víctima casi muerta encima del sillón. 


La conciencia fue volviendo lentamente traída por la respiración, casi imperceptible al comienzo, y poco a poco más aire estaba entrando en los pulmones a medida que los últimos restos de pelo y agua  eran escupidos en cada espasmo, que traía a Mary poco a poco de vuelta a la vida. Los gritos de Cybele alertaron a un grupo de pescadores y los murmullos nerviosos le llegaban a Mary desde el mar pero a una distancia que no podía precisar, venían junto con el aletear de las velas de los barcos parados todos en la orilla porque la tormenta estaba ahora más próxima y sería muy aventurado navegar, especialmente con todo aquel combustible derramado y las llamas que parecían hogueras de aceite hirviendo alrededor del avión, apenas una cruz brillante clavada en la costa. La respiración boca a boca continuó arrancando el resto de agua de sus pulmones y Mary comenzó lentamente a revivir, y continuó así por unos buenos minutos, el agua saliendo y la respiración volviendo, y Cybele le acariciaba los cabellos para calmarla y Mary continuaba contándole su sueño y se reía y se deliciaba respirando por anticipado el aire caliente del mar. Vamos, dijo Cybele, que se está haciendo tarde y tendremos que apurarnos si queremos agarrar el sol de mediodía.




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