—Si aquel maldito inglés levantó una pared, vamos a tener que subirla. De lo contrario se acabaron las ciruelas. Romeo había sido claro. Con la pared no podíamos alcanzar las ramas del manzano, que nos permitía invadir la quinta para llegar a las ciruelas. Para Mario, el Tano, la situación no parecía tan dramática: —No va a ser difícil. Si conseguimos clavar las cuñas, se acabó el problema. Vamos a necesitar algunos utensilios. Yo hice una lista, escuchen: guantes tipo gecko para agarrarnos a la superficie, zapatos con clavos, cuñas de acero y un martillo. No hay perros ni guardias de seguridad. La huerta será toda nuestra. —Ganchos de resorte pueden ser útiles para alcanzar las mejores ramas —anotó Romeo. Yo miraba el muro con la misma sensación de impotencia de aquella tarde al pie de La Sagrada Familia. Pero como ya estaba amarrado a la cintura con una de las tres cuerdas que habrían de impulsarnos, mirando mis manos con los guantes de gecko como el hombre-araña, preferí...
La lluvia nos había cerrado los ojos durante la travesía. Ahora empezábamos a ver. Una pulsera enterrada en el barro soltaba reflejos brillantes como un farol en el velado poniente lunar. Una carroza camuflada con gruesas lonas, que tapaban en parte el olor nauseabundo, pasó cargada de cadáveres para alimentar a los leones que viven en los montes. —Bonito argumento para una epopeya, ¿no crees? —Que alguien escribirá un día, con certeza. Y pensar que todo sería diferente si llegase arriba. Pero no podía imaginar el peldaño ausente al borde del descansillo. Se quedó con el taco de mi zapato y prendió mi pierna en un agujero. —Abajo los fieles preguntan por vos. Repican como las campanas de la iglesia: «¿dónde está la Magdalena?» —Díganles que está presa porque alguien se robó un peldaño de la escalinata antes que llegase al huerto sagrado. Magdalena veía la calle a través de una ventanilla, que por acaso vino a alinearse con sus ojos. Nunca había pensado que cinturas, mu...
Karen veía el jardín florido de mediados de abril como queriendo empujar los días. Ansiaba por el frío. Los veinticinco grados que aparecían en la pantalla del celular le daban miedo. Desde el accidente en el laboratorio de Física de la Facultad, llevaba una vida recluida. Ese día, la explosión de un tubo de ensayo hizo que se alojaran en su cuerpo algunas partículas de Galio, un elemento de la tabla periódica. El metal, raro de encontrar en la naturaleza, tiene una característica aún más insólita: Sólo existe como sólido por debajo de los 29.76⁰C. Pasado ese punto se vuelve líquido. La reversión sólo es posible disminuyendo la temperatura por medios mecánicos. Su cuerpo era regido por un contrapunto diabólico que la mantenía en riesgo de vida permanente. Arrojó el pañuelo empapado en el cesto y se inclinó de cara al ventilador. Tenía en su vientre un embrión brillante y plateado, del tamaño de una nuez. Ahora, con tres meses de gestación, el crecimiento del feto ya era per...
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