DEBAJO DEL TALUD NORTE


 





Me dejé bañar por el sol de la hermosa tarde de primavera mientras mi mente divagaba acerca de la cantidad enorme de imprevistos que me habían traído a este momento. El viaje desde San Pablo, donde he vivido más de la mitad de mi vida, las alternativas inesperadas de una misión de trabajo que se había complicado forzándome a permanecer en Montevideo por una semana más y el tiempo que ahora quedaba sobrando sin nada que hacer, excepto aprovecharlo con los amigos y dar unas vueltas por la ciudad para descubrir algunas de las tantas cosas que habían cambiado durante mi larga ausência. 

Mi caminada había comenzado por la subida de Simón Bolívar, pasando frente a la casa en que viví buena parte de mi infancia y adolescencia. Después atravesé la avenida Rivera para contemplar el muro de ladrillos gastados de la escuela, que todavía permanecía de pie desafiando al tiempo y a los pujantes avances de las nuevas edificaciones. A unas decenas de metros, el primer cruce corresponde a la Silvestre Blanco,que para mí siempre será la vieja Guaná. Por ella todas las tardes bajábamos con mamá y la Masita antes de atravesar el enorme campo de la estación de los tranvías, que ya había sido demolida mucho antes de yo nacer. Nuevamente llegando a la avenida pero esta vez en sentido contrario,crucé en dirección al Parque de los Aliados para topar con la pequeña Méndez Núñez ahora totalmente extraña para mí, sin sus lustrosos adoquines, sustituídos por el asfalto, con los chalets lujosos que yo veía por primera vez con mis ojos de extranjero.No quedaba en pie ninguna de las construcciones de aquella época, a no ser la entrañable casona de los abuelos que parecía un monumento alienígena en medio de la modernidad.

Tal vez fue esa la primera sensación incómoda de mi melancólica excursión, una burla cruel del tiempo que parecía llamarme para que yo presenciara los restos del naufragio en el que años enteros de la infancia feliz habían zozobrado, el resplandor final de mi Atlántida sumergida para siempre y que ya pronto seguiría el mismo destino. La casa había permanecido sólo para eso,para que yo la viera por última vez antes de desaparecer en los misteriosos recovecos de la existencia.

Mal podía yo imaginar que esa era tal vez la menor de las sorpresas que iría a depararme esa tarde. Porque después de empujar el viejo portón de hierro, que se abrió con un quejido sobre el angosto corredor que lleva hasta la propia casa y los galpones secundarios, fue que vi al gurí. Sentado en el piso de tierra del quintal debajo de la higuera con una pelota de goma y una pequeña jaula cilíndrica de barrotes blancos que aparecía vacía. Sólo se veía dentro un paquetito, cualquier cosa inidentificable envuelta en un pedazo de paño negro. 

El chiquilín parecía una imagen de otra realidad que se hubiese colado en un espacio que no le correspondía y que sin embargo, de una forma misteriosa, le había pertenecido desde siempre.Estaba de espaldas y apenas se volvió para mirarme con desinterés, como si me hubiese estado esperando desde hacía mucho tiempo.

 

-Hola-dijo con una voz apenas audible. Usted es el señor que ha venido para despedirse de la casa?

 

Debajo del venerable árbol comenzó un diálogo absurdo que continuó tarde adentro. La escena parecía irreal. Un adulto que regresa a su casa natal después de cuarenta años y un niño que tenía casi todas las características de poder haber sido ese mismo adulto en sus años jóvenes, cruzándose por un raro capricho del tiempo.

El gurí esmirriado y flacucho que tanto me hacía acordar de mí mismo cuando yo tenía mis diez, doce años, hablaba con una elocuencia difícil de contradecir. No atinaba a explicarme cómo él podía mencionar cosas que eran secretos de mi infancia de los que nadie más podía tener conocimiento. 

Sin embargo, había algo mucho más extraño :las lagunas en la mente del pibe. A veces yo me refería a ciertos acontecimientos cruciales de aquel tiempo de los que él parecía no tener la menor idea. Inconcientemente yo forzaba esas asociaciones íntimas para alejar de mí la ominosa sombra de estar frente a un fenómeno de reencarnación, idea que he abominado desde que tengo uso de razón. Era mi pequeña revancha personal para aliviarme de las inquietantes coincidencias que surgían a cada momento de ese extraño encuentro.

 

Entonces,ya que insiste en llevar en broma lo que le estoy contando,le voy a decir algo para que pare de pensar que soy un mentiroso. Mi perra se llama Masita,es una pomeraña y yo mismo le puse ese nombre. No vivo aquí, ésta es la casa de mis abuelos. Pero ahora estoy quedándome por un tiempo porque mamá está en el sanatorio y papá trabaja todo el día hasta el final de la tarde, cuando pasa a visitarme para traerme los chiclets de chocolate que me gustan tanto y preguntarle a los abuelos si me estoy portando bien.

Las personas se burlan de mí cuando hablo estas cosas. Pero si yo fuera adulto y tuviese una barba como usted tal vez me respetarían más. Y ahora,va por fin a creerme?

Allí aparecían de nuevo las inexplicables coincidencias: Masita, los abuelos y otras que surgían sin cesar a cada paso de nuestra conversación.

 

Sentí que estaba poniéndose fastidiado ante mi desconfianza y decidí dejarlo un poco solo, para que se tranquilizara y para ganar algunos minutos de relajamiento en ese diálogo que estaba también dejándome cada vez más tenso. Con la disculpa de que necesitaba un poco de aire fresco, me retiré unos metros hasta alcanzar la escalera con la puerta de vidrio de la entrada principal y me senté en la piedra rústica de su parte más alta. 

Sin poder calmar la perturbación que comenzaba a hervir dentro de mí, tambaleé unos pasos pasando por la tina de cemento donde abuela y mamá lavaban a mano las ropas de toda la familia, en aquellos tiempos en que no existían lavarrropas y centrífugas. 

 

El sol alto de la media tarde dejaba filtrar su reflejo a través de las ramas tupidas de la parra en el agua rasa que había sobrado probablemente después de la última lluvia. Ramas cargadas con frutos nuevos, verdes y violetas, los racimos pesando y arqueando los tallos que bajaban hasta quedar al alcance de las manos.Sentí subir incontenible un ansia de vómito y conseguí alcanzar la higuera. El nene había dejado su pelota cerca del cantero de rosas y ahora se dedicaba a sus actividades dentro de la casa. Pero la jaula no estaba. Él la había llevado consigo.

Me agaché para tocar el tronco del árbol como quien llega para abrazar a un hermano después de un largo viaje. En ese momento sentí que mis fuerzas me estaban fallando y las cosas que me rodeaban comenzaron a perder sus contornos.

El sol se desplazó de un extremo a otro de mi campo de visión, apareció y se escondió sobre los altos predios de la avenida entre enjambres de antenas y pararrayos. Varias veces la oscuridad fue y vino y el rocío empapó mi frente y sació mi sed sin que yo fuese capaz de mover un músculo. Volví en sí como quien regresa de un viaje interminable. Sentado en su banco de madera rústica, Abuelo prepara los últimos pajaritos artesanales de su producción de esta semana, para vender el domingo en la feria de Tristán Narvaja. Yo acabo de bajar del altillo con un atado de ejemplares de El Gráfico y una foto exótica que alguien ha guardado entre las páginas de una edición especial ahora cubierta por el polvo. Sin aviso y lleno de ansiedad, sin decir ni siquiera buen día, yo le muestro la foto y suelto la frase que provoca la risa de Abuelo:

 

-Decime abuelo, qué es el Talud Norte?

 

Sorprendido,él no entiende de dónde podría surgir tan grande interés en un pendejo de cuatro años por

aquel estadio que ya había sido demolido mucho antes de yo nacer. Pero de repente adopta una postura solemne cuando le muestro la foto, como si la pregunta le hubiera traído de nuevo entrañables momentos de su juventud.

 

-Ese talud era la única tribuna techada del Estadio de los Pocitos, el viejo campo de Peñarol. Lo que vos estás viendo es la rampa que bajaba desde los andenes del terminal para llevar a los hinchas hasta la entrada misma del talud. Esa foto debe haber sido sacada poco antes del primer partido del Mundial del 30, entre Francia y México, cuando los franceses llegaban eufóricos para alentar a su selección. El estadio fue demolido después del mundial,cuando construyeron el imponente Centenario. De la construcción hoy no queda nada a no ser los restos de las tribunas ocultas con un relleno para afirmar los cimientos de la nueva planta urbana de la ciudad.

 

En aquella época existían todavía los tranvías eléctricos, que habían sustituído a los viejos vehículos jalados por caballos. Así, la ciudad había quedado atrapada en una maraña de vías que la surcaban en todas direcciones,saliendo principalmente de la Plaza Independencia y de la Unión, que eran los barrios más populosos. Después llegaron los lujosos trolleybuses y los tranvías tuvieron el mismo destino. Ahora esas vías están siendo enterradas poco a poco por el asfalto y el tránsito, que aumenta cada vez más acompañando el crecimiento de la metrópolis.  

 

Mi curiosidad aumenta mientras el abuelo penetra en su propio pasado.

 

-Yo nunca ví las vías, sólo en las viejas fotos de las revistas. Por qué no me llevás a dar un paseo? No puedo ir solo, ya sabés que mis padres no me dejan cruzar la calle si no voy acompañado.

 

Abuelo siente mi ansiedad, sabe que cuando algo se mete en mi cabeza resulta difícil disuadirme.

 

-Está bien,pero abrigate porque en ese descampado hace mucho frío a esta hora. Vamos a salir por la puerta del fondo. Y no te olvides de llevar la linterna.

 

 

Abuelo se adelanta y sube primero los escalones que se meten directamente en el baldío, una especie de quintal lleno de matorrales en el fondo de la casa, el mismo que siendo todavía un adolescente, él cruzaba en dirección a la cancha del Reformers. Un poco más atrás de la intersección de las avenidas se abre el inmenso campo donde se erguía el viejo patio de la Estación.

-Yo acostumbraba salir siempre por esta puerta-me dice con una expresión melancólica que deja aflorar sus añoranzas por un pasado lejano y ya definitivamente enterrado bajo los escombros del tiempo.

-Ella me volvía intocable a los otros, hasta a mi viejo cuando me perseguía con el rebenque, furioso porque mi pelota había roto el vidrio del coche de la vecina o derribado la cacerola con el guiso recién preparado para el almuerzo.  

 

Ese día yo tuve mi primer contacto directo con las vías. Fue la primera vez que toqué el metal caliente de los trechos todavía visibles que se resistían al avance inexorable del asfalto. El acero brillaba en inquietos arco iris que alteraban sus reflejos siguiendo mis cambios de dirección a lo largo de la avenida.

 

A partir de este punto comenzaba a bajar la rampa que primero atravesaba la calle Guaná y continuaba hasta llegar a los diversos portones del Talud. Esa parte ya no está más a la vista, sepultada por la vegetación y las primeras casas que van delineando el nuevo mapa del barrio. Decidimos acompañar uno de los carriles que salen en una amplia curva y luego se pierden entre los arbustos que ahora cubren las puertas de acceso a las boleterías. Es el mismo campo que todas las tardes atravesábamos con mamá y Masita cuando íbamos para la casa de Mendez Núñez.

 

-Detrás de aquel muro comienza el terraplén, donde confluyen todas las plataformas que caen en declive directamente hasta la puerta del Talud y el arco norte. 

El día del primer partido los hinchas franceses salieron de los trenes y bajaron por estos corredores.

 

Mis ojos perciben sombras difusas que veo como a través de una película de escarcha. Abuelo continúa recordando. Percibo lágrimas rodando por sus mejillas. Es que él no pudo jugar ese Mundial porque se había lastimado unas semanas antes, cuando acababa de transferirse para Nacional.

 

Me acuerdo que hacía mucho frío aquel día y había caído granizo.Venía un viento helado del sur. La foto debe haber sido sacada desde una posición bien próxima de aquí. 

 

A pesar de que yo todavía no estaba en edad de ir a la escuela, ya podía entender el contexto de buena parte del material escrito que caía en mis manos, debido a mi natural avidez por las historias de ficción que diariamente publicaban los periódicos y principalmente a los Gráficos del tío. 

Por eso sabía más del Estadio y la Copa del Mundo de lo que Abuelo podía suponer. Sin hesitar le comunico algo que él ignoraba

 

-En el artículo de la revista dice que hay un poste clavado en la calle enfrente de una lavandería y él marca donde era el centro del campo

 

Mis ojos se deslizan levemente hacia la derecha, donde algunas breñas resisten todavía como testigos mudos de un tiempo irremediablemente perdido. Restos de la rampa aparecen sobresaliendo del piso.

 

-Entonces el arco norte, el del primer gol, quedaba en aquella dirección, a unos pocos pasos de donde hoy está nuestra casa. No, Abuelo? Será que conseguimos llegar allá?

 

Abuelo me guía hasta una pared de cipreses tras la cual se hunde poco a poco un pedazo del largo  muro. Por motivos que no quiero ni preguntar Abuelo sabe que hay un agujero en alguna parte de ese resto de pared. Empezamos a remover la enmarañada vegetación que cubre casi totalmente los ladrillos deteriorados de la cerca, arañándonos las manos y los brazos hasta que por fin descubrimos un enorme boquete capaz de permitirnos la entrada. Apunto la linterna hacia el fondo del declive. Son varios metros de bajada casi vertical, lo que nos obliga a dejarnos caer rezando para no chocar con alguna de las peligrosas piedras puntiagudas que están esparcidas por todos lados.

-Finalmente-dice Abuelo aliviado, dejando que sus ojos lo guíen a través de la oscuridad. Ahora sí estamos sentados en el piso de la propia cancha. El campo por donde pasamos hace un momento es todo lo que los años fueron agregando, con los camiones del ayuntamiento depositando basura, la vegetación descontrolada, el estiércol de las caballerizas que viene bajando desde las mansiones de Bulevar Artigas, todo se ha ido acumulando hasta tapar totalmente el campo de juego. 

Es todo lo que quedó del terraplén, pedazos de bloques de cemento enredados en raíces y restos de suciedad que cuando llueve mucho afloran desde las cloacas de las casas próximas, lo que hace que este lugar permanezca continuamente húmedo y maloliente.

Siempre andando en tinieblas, auxiliados por nuestra linterna y la tenue luz que viene del orificio que acabamos de destapar, describimos un extenso semicírculo pasando frente al arco Norte que ya no existe más. Guaná debe estar casi encima de nuestras cabezas, digo y escucho retumbar el eco de mi voz en las paredes curvas de la galería.

Más atrás todavía sobreviven los barrotes herrumbrados de la boletería y un pedazo de uno de los portones del talud. El terreno comienza a quedar cada vez más empinado a medida que subimos de vuelta para la superficie pasando por varias galerías secundarias que desembocan en el nivel superior de los andenes hasta llegar a la plataforma central. La luz que entra ahora a chorros lastima mis ojos adaptados a la oscuridad, hasta sentir de nuevo mi cuerpo reclinado al tronco de la higuera. 

 

Por mi reloj sólo algunos minutos han transcurrido desde mi llegada a la casa. Pero un abismo insondable me separa de los acontecimientos vividos durante esa época. No soy capaz de recuperar al menos vislumbres de lo que ocurrió en ese paréntesis totalmente hueco, sin forma ni límites, que duró un tiempo indefinible y sólo me ha dejado la borrosa imagen de Abuelo con sus pajaritos multicolores sentado bajo la higuera en la tarde de algún verano que tampoco sería capaz de precisar.

Mi cabeza duele con puntadas lacerantes y siento mi cuerpo débil, como quien llega de una larga y difícil caminada. Desmintiendo mi impresión inicial, el tiempo se ha estirado de una forma extraña, haciendo que la parra deje caer las primeras sombras encima del piso de tierra del gallinero. Del otro lado del muro de ladrillos sin reboque donde todavía persisten el galpón y el horno de barro me viene el sonido agudo de una radio. Con un español muy cargado de acento francés un relator parece estar hablando en medio de una multitud barullenta, que sólo me deja entender pedazos sueltos de frases muy rápidamente expresadas. Sé que tiene algo de francés porque habla de una forma particular cargando las “g”,claro, ellos no pueden pronunciar la “erres” entonces dicen “fgancia”, “fgío”, y yo voy deduciendo que

 

“...corre el minuto 19 del primer tiempo. Hace menos de una hora ha caído una granizada del tamaño de frijoles sobre la ciudad de Montevideo. Ahora sopla un viento del sur oeste a 40 km/hr. Amenaza lluvia. Sólo 600 espectadores, la mayoría apretujados en la tribuna Norte,la única techada...”

sin entender a lo que el hombre podría estar refiriéndose hablando de granizo y viento sur en una tarde como esa, y principalmente lluvia, con un cielo despejado y el resplandor del atardecer que recorta los predios de la Doctor Soca con un rojo fantasmagórico. En segundo plano escucho la euforia de los hinchas, descolgándose de los ómnibus cerca de las puertas del estadio, Allez Fgance, Allez Fgance...

Mucho más desconfiado que curioso me levanté de a poco, apoyando mis brazos en el tronco inclinado de la higuera. Me sentí exhausto como si llegara de hacer una larga peregrinación, pese a que era obvio que no me había movido del lugar. Mi cuerpo dolía y estaba fatigado, pese a que, luego de un gran esfuerzo, conseguí incorporarme y caminar algunos pasos titubeantes en procura del origen de la extraña transmisión. Al aproximarme al galpón comprobé que ella venía de más allá de la puerta del fondo, lo que era imposible porque ésta estaba clausurada con tres enormes listones de madera dura y sin duda no podía haber nadie del otro lado escuchando una radio en un lugar ahora inhóspito y despoblado. Lentamente me aproximé y pegué el oído a la madera. El sonido había desaparecido tan de repente como había surgido.
La voz del pibe me trajo de vuelta a la realidad.

-Señor Alberto, dónde usted se ha metido? Lo estoy esperando aquí arriba en el altillo. Tengo algunas cosas para mostrarle que le pueden interesar. Y también los Gráficos de mí tío Héctor. 

-Es que mi asma, sabés? A veces se pone rebelde y decide importunarme bastante. Necesitaba tomar un poco de aire, me disculpé sin mucha convicción, al tiempo que subía por la escalera estrecha y oscura hacia la vieja buhardilla destinada casi únicamente a guardar cosas inservibles desde siempre. Rara vez yo me aventuraba en aquella tiniebla húmeda poblada solamente por cucarachas y alguna que otra rata, fuera de las infaltables telarañas.

En la media luz del cuartito lo encontré, sentado en una pila de Gráficos al lado de su jaula, de la que parecía no querer separarse. Estaba muy triste. Con las manos cruzadas sobre las rodillas miraba fijo para el piso. Retiró un grupo de fotos de dentro de una de las revistas y empezó a pasarlas, una a una. Allí se veían los primeros tranvías de caballo, la flamante Estación de los Pocitos, la rampa recién construída, la puerta del Talud y después la hinchada dentro de la tribuna techada. En una, hasta se veían las imágenes borrosas y lejanas de algunos jugadores, esa fue sacada durante el primer partido, me dice, pero salió así porque ese día hacía mucho frío y caía granizo, por eso no llega a verse el otro arco. Ah,pero espere un poco, también quería mostrarle ésta.

La última foto había sido sacada desde la puerta del Talud. Era la llegada de los hinchas franceses el día de la inauguración del Mundial. En ese momento un escalofrío me recorrió la espina. A pesar del enorme tiempo transcurrido, tenía certeza de que era aquella misma foto que una lejana tarde de verano yo había traído desde el altillo para preguntarle al abuelo de qué se trataba. Pero los contornos se habían desdibujado de tal forma que no era posible reconocer los rostros, pálidos y sin expresión. La foto entera, que ya estaba tan vieja a punto de comenzar a rasgarse sola en las esquinas, tenía un tono blanquecino uniforme que no permitía discernir otros detalles. Apenas podía saberse que era gente bajando una escalera por causa de la diferencia de altura en algunas de las cabezas que se apartaban un poco de la columna principal. El rapazuelo percibió inmediatamente mi espanto.

-Qué le pasa señor? Parece que ha visto un fantasma
-No te preocupes,no es nada, sólo mi asma que me anda perturbando un poco, como te dije. Muy lindas las fotos. Pero decime, qué llevás en esa jaula?

-Es el canario Pipí, la mascota de Mary. Él murió hoy y yo les pedí permiso a papá y mamá para llevármelo sin que ella lo viera, porque se iba a poner muy triste. Después le vamos a decir que él fue a dar una vuelta y que regresará pronto.

-Eres un buen chico y veo que te preocupas mucho con Mary. Pero...quién es ella?
-Mi hermana. Pipí fue un regalo de Abuelo. Él siempre tenía su jaula abierta porque andaba por toda la casa y subido a la cabeza de Mary o en un bolsillo del delantal de mamá cuando subía a la azotea a lavar ropa.

-Mira qué curioso -comenté como distraído para aliviar un poco la profunda tristeza que el niño dejaba trasparecer en ese momento -yo también tengo una hermana que se llama Mary y que vive en Buenos Aires ahora.

-Y ella también tiene un canario?
-No. A ella le gustan mucho los perros, igual que a mí.
-Ah,sí. A Mary le encantan los perros y ella adora a mi Masita. Siempre me pide que le muestre aquella foto de las dos moñas en las orejas y el pelito cubriéndole los ojos. Mamá sacó esa foto una tarde en que veníamos bajando por Guaná y yo con tanta ropa de abrigo por causa de mi asma, usted sabe y aquella capucha que sólo me deja ver los ojos.

 

-Ah, entonces vos también tenés asma.
-Sí, en invierno es un horror. El doctor Goldie, que es el médico de la familia, recomendó miel caliente para aliviarme. Pero yo detesto la miel, hago arcadas para tomarla y una vez vomité en el regazo de la tía Teresa que había venido a visitarme, pobre, tuvo que ir directo a cambiarse las ropas y Abuela y papá decían qué barbaridad, vamos a tener que cambiarle ese remedio

Se hizo un silencio pesado, un silencio de acero que colgaba como un ancla suspendida sobre un desfiladero. 

Y los extremos de ese desfiladero querían tocarse a través de un tiempo incalculable, como si pugnaran por encontrarse. Ahora el diálogo se daba vuelta, era el pequeño que de repente se interesaba por mí y quería saber cosas que para él no deberían tener el más mínimo sentido.

-Y usted se acuerda cuando ella nació?
-Sí, claro. Era una fría tarde del mes de Julio. Hasta me acuerdo de muchas historias divertidas de aquellos días, como aquella vez que la familia entera decidió pasar un domingo en la playa y fue ahí que yo la ví dar sus primeros pasos.

El rostro del chiquillo  se iluminó. Ya no quedaba nada del dolor que lo embargaba tan sólo algunos minutos atrás. 

-Yo sé...-me dijo. Pareció detenerse para que yo diera el próximo paso. Enseguida continuó

-Yo sé que esa tarde...-y de repente se interrumpió de nuevo, como si no tuviese certeza de lo que iba a decir después-sí...esa tarde estaba toda la familia. Usted se acuerda tan bien que es casi como si yo también me acordara.

-Y ella estaba con unas zapatillas rojas y andaba dando saltitos, como un ratoncito y

-y entonces el abuelo hizo aquel chiste, cuando dijo que ella parecía un ratoncito bailando encima de una plancha caliente y todos se rieron

-sí, y hasta papá y los tíos que estaban jugando allá cerca del agua llegaron curiosos para ver lo que pasaba y también empezaron a reírse, y abuela con aquel vestido que le llegaba hasta los tobillos, y mamá que se reía tanto que hasta se atoró con un sandwich y todos festejaban,vos...quiero decir,usted, perdone el atrevimiento, usted también lloraba de tanto reírse.

Y yo veo a los tíos y a papá que llegan corriendo dejando la pelota boyando en las olas de la orilla y el rumor apacible de las olas rompiendo en el dique y yo me río tanto que el pequeño baldecito con agua escapa de mi mano y va a caer justo en la cabeza del muñeco de arena que estaba construyendo y tío Héctor tiene que sentarse en la arena porque ya está hasta llorando de tanto reírse.

La vocecita tímida y el rostro cargado de tanta pena de repente cobraron nueva vida, como si aquella criatura inocente y enigmática hubiese descubierto una brecha para entender de una sola vez el secreto de desamarrar las trampas tendidas por el tiempo que separa la vida en slides independientes y mostrarme mi propia vida hecha de una pieza única donde todos esos pedazos se fundían en un tejido compacto y hasta las contradicciones parecían envolvernos en un único momento donde ya no había presente ni pasado 

-Entonces puedo pedirle pedirte que me ayudes a enterrar a Pipí? Lo voy a guardar para siempre en mi jardín encantado.

-Será un placer, rapacillo. Vamos a despedirnos juntos de nuestro Pipí. Y no trates de confundirme. Vos sabés que los Gráficos no eran del tío Héctor sino del tío Pocho, vale?

Las carcajadas de los dos resonaron en la casa vacía. Quitándonos las telarañas bajamos a tientas por los escalones de piedra lustrosa y nos dirigimos derecho al jardín. 

-Cómo sabés tanto? Le pregunto mientras nos dirigimos a la puerta. 

-Yo aprendo mucho de fútbol con las historias del abuelo. El fue jugador de Nacional.

-Bueno, no comencemos de nuevo. Es que el abuelo nunca te ha contado que comenzó jugando en Reformers?  Había una foto grande en el cuarto con la camiseta blanca cruzada por una banda verde. Pero yo creo que esa foto no existe más.

-Ah,sí. Es verdad. Y el grito de guerra de la hinchada eraA la carga, Reformers”. Yo siempre quise que me llevara a conocer las ruinas que usted ve en la foto, pero él siempre se disculpa y sale hablando de otras cosas. No tiene más entusiasmo, se pone muy triste pensando.......

-Pensando que no había podido defender la selección por causa de una rodilla lastimada. Y ahí sí el ya jugaba en Nacional

-Y todos comentaban que Domingo Cancela era el mejor zaguero que había aparecido en Uruguay después de Nasazzi y Domingos da Guía

Bajando los tres escalones de la puerta del frente estamos ya a unos pocos pasos del pequeño jardín, solamente habitado por una enredadera y un ciruelo. Yo te veo depositar con extremo cuidado la jaula de metal, toda blanca, en el piso de tierra. Vos retirás el paquetito de paño mientras yo cavo un pequeño agujero justo debajo del ciruelo, como vos querías. Después de cubrirlo, dibujamos una cruz con semillas de maíz y un círculo con piedritas de colores, amarillas y blancas, como las plumas de Pipí. Yo susurro un pedacito de una vieja melodía, 

qui reste-t-il de nos amours
Qui reste-t-il de ces beaux jours
Qui reste-t-il des billets doux
Des mois dávril des rendez-vous

y vos me seguís qui reste-t-il y yo nos veo a los dos, los ojos húmedos, abrazados despidiéndonos del animalito. Sabemos que la ceremonia ha llegado a su fin. Que Pipí ha partido para un largo viaje y que no volverá a hacer su cuna en el bolsillo del delantal de mamá. 

-Estás pronto? - te digo. 

-Siempre estuve. Desde que te fuiste. Porque ya sabía que este momento llegaría. 

Y así, sin decir más nada, nos dirigimos a nuestro encuentro marcado con la puerta. Camino al galpón, nos detuvimos algunos minutos frente a la puertita redonda como un ojo de buey del sótano. Nos dejamos deslizar apoyándonos en unas cajas de herramientas y el rapaz procuró, revolvió, hizo espacio entre los montones de piezas viejas, pedazos de motor descartados de los autos de la familia, repuestos e implementos mecánicos de todo tipo hasta que encontró un rincón bien escondido detrás de unos neumáticos apilados donde se dispuso a ocultar la jaula de una forma perfectamente disimulada.

-Es para que Mary no la encuentre. Si no, va a comenzar a preguntar por Pipí y yo no voy a saber qué decirle.

Dejamos la entrada bien cerrada de nuevo. Nadie intentaría entrar allí. De hecho, sólo los tíos y Abuelo y a veces yo mismo para saciar mi curiosidad por objetos extraños, entrábamos una vez que otra. No era un lugar muy atractivo.

Yo esperé hasta que estuvimos frente a la puerta para preguntarle al chiquillo lo que ya había llamado mi atención un poco antes, cuando pasé por primera vez camino al altillo.

-Vos podés decirme por qué la puerta está clausurada? Ella siempre fue una salida muy útil para cortar camino y salir por el fondo. A qué se debe eso?

-Yo no tengo mucha certeza, pero por comentarios que he escuchado fue una idea de Abuela. Ella dice que escucha ruidos extraños por las noches, como gente que conversa en voz baja. Dice que otras veces cree escuchar rugidos de animales mezclados con el viento, cuando éste sopla fuerte y parece querer levantar las tejas en la azotea. De tan asustada, salió un día a pedirle a un vecino que colocara esos listones, porque en casa todos se reían y no le llevaban el apunte, decían que estaba loca. Pero yo estoy seguro de que Abuela no está loca. Desde muy chiquito supe que el baldío es el territorio de los Ogros. A mí tampoco nadie me cree. Dicen que es sólo el viento, o a veces mis pesadillas y mis miedos, o apenas el propio campo con sus zarzas y arbustos lastimándome las piernas cuando la pelota da un pique en falso y yo tengo que ir a buscarla detrás de la boca de tormenta. Pero yo sé que hay otras cosas que las personas no ven. Los Ogros son capaces de transformarse en otros animales inofensivos para agarrarme de sorpresa cuando menos lo espero.

 

-Vos me decís que ellos pueden transformarse en otros animales. Y qué animales son esos?

-Una vez fue un gallo que andaba siempre por el campo y nunca se metía con nadie. Pero aquella tarde en que volvíamos con Masita pareció que estaba endemoniado y nos empezó a perseguir lleno de furia. Masita se metió en el medio para defenderme y fue picada en la cabeza y salía mucha sangre. Mamá gritaba como una loca con mi perra en los brazos pidiendo por favor paños con alcohol

las imágenes son tan nítidas que me traen el griterío que viene del fondo, llamen al veterinario, por dios, grita mamá, abuela corriendo a la farmacia a traer remedios y vendas para parar la sangre, y todos gritan y yo estoy en un rincón dando unos alaridos espantosos en un ataque de pánico agarrado a mi perra y llorando

y eso era lo que ellos estaban esperando, la locura en que se había transformado la casa, para caer de sorpresa con un segundo ataque

-Ahora yo no espero que me cuentes porque ya me acuerdo lo que pasó enseguida. Cuando todos en la casa estaban ya descontrolados por la histeria y sin saber lo que hacer con Masita, Abuelo en el techo, que andaba haciendo una visita de rutina a sus colmenas, es atacado por sus propias abejas. Por algún motivo que nunca nadie pudo explicar, una de las reinas, fuera de control, escapó de uno de los panales arrastrando un enjambre entero que se prendió de las gruesas ropas de protección y eran tantas, pero tantas abejas, que ni las ropas aguantaron más y ellas penetraron por debajo de la escafandra que abuelo usaba en esos casos pareciendo un astronauta. Ahora es la voz de tío Héctor, corre a llamar al doctor, Pochito, y yo veo cuando lo están bajando del techo, las colmenas, hay que llevarse las colmenas, yo veo la boca y los ojos hinchados cuando alguien le cubre la cabeza con paños húmedos y el Ford-T del tío ya hace escuchar el motor ronroneando, rápido, para el hospital, antes que sufra un ataque.

-Pero ellos hicieron cosas mucho peores. Primero se robaron a mi perro Carlitos, que nunca más conseguimos encontrar. Después fueron mis gatos. La gata Clemente que siempre dormía en el bolsillo de mi chaqueta fue encontrada un día muerta en el quintal de mi vecina. Envenenada. Y el divino Fulcanelli, totalmente negro con los ojos igualmente negros como el ébano, lo encontramos colgado de un clavo en la pared del fondo y habían pintado una cruz con la propia sangre. Habían practicado un ritual satánico con el pobre animal. Ellos me habían robado todo lo que más quería, hasta mis recuerdos se llevaron. Es por eso que me olvido de muchas cosas, tengo esas lagunas que vos ya has percibido.

El chico comenzó a llorar de una forma tan desgarradora que por un momento me tapé los oídos, impotente ante tanto dolor. La escena ha sido tan real, tan viva, que no me doy cuenta que estoy solo hasta varios minutos después. Confuso y asustado veo llegar el crepúsculo cuando me alejo por el corredor disparando de mí mismo, de mis propios Ogros, porque ellos están por todos lados, puedo hasta escuchar su respiración del otro lado de la puerta, sus pesadas garras arrastrándose sobre el techo gruñendo con sus fauces hambrientas y chorreando aquella baba inmunda que cuelga de las ramas de la higuera y que debe ser por eso que ella se está secando.Y ellos saben que en algún momento yo voy a tener que salir.

De un salto estoy en la puerta de la calle para espanto de un grupo de vecinos que me ven llegar como quien ve el regreso de un soldado con todos los horrores de la guerra pintados en la cara y yo les pregunto, jadeando, buscando llevar un poco de aire a mis pulmones sofocados por el asma, para que ellos me cuenten que la casa está abandonada desde hace años y con fecha marcada para demolición por parte de la empresa constructora que ahora es dueña del terreno.


La llovizna ha caído sobre el asfalto caliente, levantando girones de vapor que suben perezosos y se abren en penachos espiralados. Al alcanzar las copas de los árboles se tiñen de colores al ser acariciados por el débil resplandor del único poste de luz en las redondezas. Sentado en el escalón inferior de la entrada, contemplo la danza muda de las hojas y después dirijo la mirada hacia abajo, hacia la calle. La capa de bitumen, tan prolijamente lisa y nivelada, muestra pequeñas pozas de agua aquí y allá, montículos diminutos en otros puntos, donde la luz se refleja de forma diferente. Es como si las piedras enterradas empujasen desde abajo queriendo volver a la superficie para volver a hacerse dueñas de la calle. Veo la esquina. La lujosa vidriera del petshop se desvanece. Lo que mis ojos ven es el viejo almacén de Mario, el tano Mario, trayendo consigo el coro bullicioso de un grupo de habitués ya medio borrachos que como siempre estiran las copas hasta bien entrada la noche. Los adoquines parecen flotar en el lecho húmedo de la calle. Vagamente redondos, elípticos, otros de indefinibles formas bizarras, siempre brillantes, pulidos, hormigas gigantes que siguen más allá de la avenida bajo mis pies, calientes en el humo del crepúsculo, perfectamente encajados en la subida frente a la fachada del lujoso condominio que cede el paso a la antigua fábrica de fósforos de paredes agrietadas, descascaradas con el temblor de las máquinas que viene de adentro. Cuando vivíamos en la Simón Bolívar pasaba todos los días por la ancha entrada, siempre abarrotada de cajones lacrados llenos de cajas menores, cajas llenas de miles, millones de fósforos para ser enviados a los puntos de venta de los mayoristas, fósforos de cera blancos con cabecita roja, fósforos de madera, de papel en cajitas de tamaños diversos. 

El fresco del anochecer me hace apretar los brazos contra el cuerpo. Buscando mantener el calor hago masajes rápidos, fricciono una y otra vez hasta sentir mi piel. Mí piel tersa, suave como un vidrio bien pulido. Sin excrecencias. Ni un granito. Nada. Ni la pequeña cicatriz que quedó después de aquel partido contra los arrogantes de la Leonor Horticou, ricos engreídos, que les ganamos a pura patada y al final fue aquella trifulca general y yo caí sobre una botella rota que se me clavó cerca del codo. Nada. Después paso lentamente la palma de mi mano por el rostro. No consigo sentir el más mínimo indicio de barba. Suave como la seda recién planchada. Dejo atrás la fábrica y para continuar andando sobre las piedras doblo por Brito del Pino, que sigue así hasta llegar a Rivera y doblo otra vez a la izquierda hasta Soca, una mañana en que hubo huelga de profesores en el Liceo y nos fuimos con el gallego Gainza y varios de la clase a ver las obras para la construcción del nuevo edificio del Banco Comercial.
El campo de la vieja plataforma de los tranvías era ahora un enorme agujero que ocupaba la manzana entera y llegaba a unos treinta o cuarenta metros de profundidad. Las palas de las excavadoras escupían tierra y piedras hacia los bordes del buraco, directo para las cajas de los camiones que salían continuamente cargados de escombros. Y estaban los motores de las bombas de succión que chupaban todo el líquido de los subterráneos, y los motores de las grúas levantando, apilando las gigantescas columnas de concreto que serían después los cimientos, el barullo era incesante y era ensordecedor. El gallego estaba impresionado con otro tipo de máquinas que se arrastraban por el fondo alisando el piso para dejarlo bien horizontal. 

-Parecen arañas-me dice-fascinado. 

--comenta el Pipo Tiscornia-o cangrejos mecánicos con aquellas enormes antenas de aluminio y así se había ido toda la mañana y nosotros encantados porque no hubo clase. Yo me había escapado de un castigo del profesor de Historia porque no había hecho la lección, pero aprontate -me grita el gallego al oído para hacerse oír sobre el estruendo de los guinches y los caterpillars -mañana preparate porque ni la huelga te va a salvar.

Y era tan lindo ver la Dr Soca bajando en dirección al Parque de los Aliados, hasta el monumento a Garzón bien allá en el final, frente a la Pista de Atletismo y el Velódromo. Pero yo no precisaba tanto para terminar mi viaje circular. Tenía todavía las callecitas estrechas que cortan la Avenida Rivera en dirección al Buceo, los alrededores del Liceo 12 y entonces sí hacer el regreso otra vez hacia Méndez Núñez pero ahora entrando por abajo, por las cortitas Lepanto o Alarcón, que las dos venían a parar al mismo lugar, a la querida calle de adoquines que insiste en permanecer en mi retina sin importarle para nada el asfalto y el progreso. Horas han pasado desde el comienzo de mi viaje. La llovizna ha dejado lugar a un cielo despejado y sin luna en el comienzo de la madrugada inminente. Entonces vuelvo de mi travesía recordando que es hora de ocuparme de otros asuntos.

El hierro oxidado del portón se va a quejar, caprichoso como siempre fue. Medio inclinado para un lado porque las visagras superiores no existen más, produce un chillido estridente al raspar contra el mármol del escalón. Un bando de perros traba una batalla encarnizada por algunos restos de carne en una lata de basura. Eso favorece mis planes, pienso. De esa forma mi ruidosa actividad nocturna continuará desapercibida para los noctámbulos que ya están bastante ocupados con sus teleteatros y noticieros y los niños que no quieren ir a la cama. Empujo hasta que la chapa cede y me abre una pequeña rendija por la que cabe mi cuerpo. Después es sólo repetir la rutina anterior. Primero el corredor. A esa hora tardía parece un túnel tenebroso, sin límites definidos hasta llegar al jardincito donde enterramos a Pipí. Después los tres escalones de piedra, la puerta de vidrio del patio principal con la claraboya corrediza ahora tapada de suciedad, donde una noche le mostré a mi hermana el arco de la Vía Láctea y en un extremo las Tres Marías y Alpha Centauri para que supiera que eran estrellas y que las estrellas son diferentes de los planetas, como Galileo vio con su telescopio casero. Era la mejor explicación que podía darle para que ella entendiera por qué Giordano Bruno había sido amarrado a la punta de un palo y quemado vivo por la Iglesia católica, por andar divulgando esas cosas satánicas.
La tiniebla es tan densa que tengo que auxiliarme con la linterna de mi móvil para orientarme. Bajo el foco potente las telarañas parecen guirnaldas de perlas, tejidos perfectos que se estiran conectando las paredes de la sala. Las puedo ver balanceando tímidamente en la brisa nocturna en una danza milenaria. Sólo ahora reparo que la casa está totalmente vacía. Los dos cuartos de la vivienda se abren a la derecha. El dormitorio del tío Pocho que yo compartía con él cuando me quedaba a dormir, sin una única pieza de mobiliario, llena de viejos recipientes desparramados por el piso. Al lado, el cuarto de los abuelos con un banquito destartalado y una mecedora donde abuela se quedaba dormida en las noches frías del invierno esperando el regreso de los dos hijos mayores que llegaban del trabajo de madrugada para calentar la comida. En vano busco por las paredes vacías el enorme cuadro de Abuelo con la camiseta blanca y verde de su Reformers. Veo que el chiquilín tenía sus motivos para ignorar totalmente esta parte de las viejas leyendas del fútbol. Para él sólo existía Nacional, porque eso ya pertenece a la historia reciente y mejor conocida de Don Domingo Cancela, uno de los mejores zagueros del fútbol uruguayo, como él me había dicho con orgullo.
El buen sentido me decía que no había más nada que ver en aquel lugar lúgubre, melancólico. Especialmente a esa hora de la madrugada. Pero alguna cosa se agitaba dentro de mí. Alguna cosa que desafiaba toda lógica. Un sentimiento indefinible parecía decirme que sí había un motivo, y de tremenda importancia, para justificar mi presencia en la mansión. Dos cosas aparentemente triviales que se sucedieron a continuación vendrían a poner ese motivo patente delante de mis ojos. Pasé al patio contiguo, el que la familia utilizaba regularmente como comedor. En realidad sólo podía ver lo que el haz de luz de mi linterna llegaba a enfocar. Todo alrededor era oscuridad total. Y lo que la linterna mostraba ahora era un taburete bajito, desvencijado y polvoriento como el resto de las otras cosas que todavía sobrevivían allí dentro. Encima del taburete un mensaje rápidamente rasguñado en un pedazo de papel ajado y sucio

Señor Alberto,creo que mañana no nos veremos. Tendremos que ir con Abuela hasta mi casa para llamar al sanatorio y no sé a que hora volveremos. Recuerde que usted no debe pasar por la puerta del fondo, por ningún motivo. No intente arrancar los listones que la mantienen bloqueada hasta que estemos juntos nuevamente...


El recado era directo y dramático. Expresaba preocupación, miedo en relación a la puerta. Pero eso no era todo. Al lado del banquito, en el suelo, estaba el paquete de fotos que el pibe me había mostrado en el altillo esa misma tarde. En el mismo orden de la primera vez. Había un propósito deliberado en ese juego intrigante. Era obvio. Él había querido que yo leyese primero el mensaje para ver luego las fotos. Y el cuidado con que las había dispuesto tampoco era una casualidad. Empecé a pasar las imágenes, una por una.
Ahí estaban los tranvías eléctricos y sus antecesores, los vehículos jalados por caballos, las vías de acero reluciente extendiéndose todo a lo largo de la avenida Rivera, la rampa recién construída bajando hasta la puerta del talud que aparecía en primer plano en la siguiente imagen, la parte techada abarrotada de fanáticos protegiéndose de la lluvia, una toma lejana y medio borrosa del campo de juego aquella tarde de la granizada. Todas tal cual me había mostrado. No faltaba una sola imagen.
Él había dejado para el final la foto de los hinchas franceses en su descenso por la rampa. Por segunda vez insistía en darle un realce especial a ese momento. Pero se había producido un cambio dramático en esa instantánea. Ahora era sólo una superficie blanca como la leche. Sin una marca, sin detalles, una superficie uniforme que podría decirse era como una hoja arrancada de un cuaderno sin uso. Del resto, continuaba raída y casi en pedazos.
El pibe había creado una conexión psicológica muy inteligente entre esa imagen y la puerta. Sentí que ésta era la única cosa viva dentro de aquellas paredes desgastadas por el tiempo. Que me llamaba desde los albores de mi vida para encararme con cosas nunca resueltas. Caminé firme en dirección al último patio. Me senté en el piso sucio y apagué la luz. Recuerdos muy viejos comenzaron a desfilar por mi mente. Y se agarraban a un cuerpo nuevo, creciendo para atrás. Cuando finalmente alcancé las memorias más viejas la puerta era ya tan vieja que dejaba pasar finos hilos de luces de colores a través de sus rajaduras. Era la forma que tenía de decirme afuera está lloviendo o el sol quema o ahora pasó una nube negra y un pájaro alimenta sus crías en la acacia.Yo tocaba su áspera madera de grueso roble macizo y ella me contaba los secretos de familia, de viejas riñas, de encuentros olvidados, de un tiempo de rieles de acero estirándose perezosos y cayendo por el declive de Gabriel Pereira hasta el muro de la playa.Yo había visto a través de sus grietas un pájaro carpintero esculpiendo su nido dentro del tronco seco de un olmo, preparando el hogar para la niñada. Había sentido sus lágrimas cuando murió Tony, el perro de mi tío Pocho, que fue enterrado una tarde de lluvia al lado del galpón donde mi otro tío, Héctor, guardaba el viejo Ford-T que había que arrancar girando un fierro en L por un agujero en el motor. Un día supe por la puerta que iba a tener un hermanito. Porque había visto al doctor Goldie entrando y saliendo varias veces en los primeros días de aquel mes de Julio tan frío que de mañana el agua se congelaba en los charcos y en las fisuras del empedrado.

Casi imperceptible al principio,una fosforecencia sin contornos comenzó a irradiarse desde la madera oscura. En poco minutos la puerta estaba brillando intensamente. Afuera rugía la tempestad y las gotas de un aguacero inesperado golpeaban el techo encima de mi cabeza como queriendo romper las tejas agarradas con soportes de acero casi indestructibles. El temporal cesó tan rápido como había llegado. Una diminuta fisura se abrió con un quejido y aumentó hasta estirarse a lo largo de todo el marco. Y por allí penetró un fino rayo de luz natural, muy blanca. Afuera era de día. Tan de día que no tuve más necesidad del auxilio de mi móvil. Necesitaba abrir. A pesar de la demencia absurda de aquella situación, necesitaba abrir. Me levanté de un salto. Busqué a mi alrededor cualquier cosa que me pudiese servir como instrumento para romper las gruesas trabas, ya que no podría con mis manos. Salí para el fondo y procuré en el galpón contiguo, que era una especie de anexo para guardar herramientas, parecido con el sótano. Sabía que no podía hacer ningún barullo que alertase a los vecinos. Vi una especie de varilla de hierro que mis tíos usaban para cambiar los neumáticos del auto. La punta achatada y curva serviría para mis propósitos, porque me evitaría la necesidad de tener que usar un martillo. De esa forma, clavé aquella especie de uña por atrás de la viga inferior, cerca de uno de sus extremos y empecé a hacer palanca hasta que escuché los primeros crujidos de la madera. La punta comenzó a ceder con un rechinar de clavos herrumbrados. La puerta parecía quejarse y yo continué haciendo aquella presión descomunal con las dos manos y con todo el peso de mi cuerpo hasta que el travesaño se soltó del lado derecho. Después fue fácil hacerlo girar hasta que acabó por desprenderse totalmente del otro lado.  
Repetí la operación con el segundo hasta conseguir el mismo resultado. Sólo que tuve que emplear un tiempo mayor porque ya estaba casi sin aliento. Esperé algunos minutos. Cuando llegué al último ocurrió algo inesperado que me permitió acabar mi trabajo. En el momento de retirar el último tablón la puerta se rajó del lado izquierdo y cayó con todo su peso hacia adentro del terreno, llevando mi cuerpo junto. Mi cabeza golpeó contra el suelo y por algunos segundos estuve a punto de perder la conciencia. El baldío giraba delante de mis ojos. Y el baldío estaba completamente bañado por la luz de la media tarde. De la puerta quedó sólo el larguero en pie. La claridad invadió el galpón. El frío era intenso. Frío de invierno. Toda el área donde había estado antes la puerta estaba ocupada por un finísimo velo casi transparente. Me levanté con el cuerpo todo dolorido y penetré de nuevo en la casa, tenía que recuperar mi móvil. Fui recibido por la acogedora tibieza que todavía permanecía en el interior. Antes que mi cerebro pudiese reaccionar ante tamaña locura, escuché voces que venían de los dormitorios. 

Vamos Pochito que se está haciendo tarde y tenemos que llegar a tu casa antes del anochecer para llamar al sanatorio y ver si ya hay alguna novedad -la voz de abuela
Enseguida el grito de Abuelo -no te olvides el paragüas, porque parece que viene tormenta y de la forma que ese gurí es jodido con su asma, ya sabés que no se puede mojar

Y mi propia voz que vino como una respuesta automática

sí, Abuela,ya voy. Sólo dejame ver dónde está mi pelota. Abuela empuja la puerta que se abre con un crujido de bisagras.

 

El frío está apretando y eso que no son ni las cuatro de la tarde. Hay unas nubes negras amenazadoras que vienen del norte y ya podemos esperar lo que eso significa. Cuando sopla viento norte en dirección a la playa y es invierno, cualquier montevideano sabe que viene lluvia. Pero en ese momento ya estamos saliendo por el camino de tierra que nos hace cruzar el campito del fondo en dirección a la avenida Doctor Soca para ir a desembocar directo del otro lado en el enorme baldío que es lo que quedó del patio de la vieja Estación de los Pocitos, allí donde atracaban los tranvías que llegaban cargados desde el centro o desde la Curva de Maroñas, especialmente.

Abuela acelera el paso y se dirige a la balaustrada de la pequeña escalera que baja hacia la calle, cortando el declive resbaladizo del terraplén. En ese momento mi pelota da un pique en falso y va a caer por una boca de tormenta en dirección al pozo que da al subterráneo varios metros más abajo, donde los obreros de la compañía de saneamiento están probando unos tubos enormes de desagüe para los predios de próxima construcción. Casi ya poniendo el pie en la acera, Abuela reclama preocupada viendo mi afán indoblegable de ir atrás de mi pelota, ante lo cual me apuro a calmarla

 

-No te preocupes,abuela, la pelota debe haber caído entre aquellas rocas, ya voy a buscarla

 

Al tocar la base del subterráneo tengo una sensación de extrañeza. La sensación de que ya estuve en este lugar. Toco la piedra siempre húmeda de las paredes,los tubos goteando, siento la familiaridad de las rugosidades del piso como si mis pies ya hubiesen caminado otras veces por aquí. 

 

A medida que ando en la tiniebla de las galerías me siento de nuevo dominado por la extraña sensación de que hay algo fuera de lugar con mi cuerpo. Aquella piel de adolescente, suave como las propias hojas de la higuera que yo acariciaba con placer mientras comía los deliciosos frutos sentado allá arriba, en las ramas. La piel de mis cortos años de vida que parecía no haber envejecido, intacta, donde sentía correr el rocío y donde las gotas se afirmaban como pequeños alfileres brillantes.

 

El barullo del agua dentro de los caños es ahora ensordecedor y eso ayuda a aumentar mi confusión. Algunos segundos después el silencio es absoluto y tengo la impresión de que estoy totalmente solo en la caverna de escombros. 

Después de pasar por varias de esas montañas de desperdicios voy acompañando la pared de la construcción que se separa de las tuberías porque el terreno continúa resultándome familiar. Al andar siento el chapoteo de mis zapatos empapados hundiéndose en los charcos que aparecen a intervalos irregularmente desparramados. No hay luz ninguna y yo camino a tientas y siempre dejando deslizar mi mano sobre la pared lisa y fría para saber que por lo menos estoy manteniendo la dirección, con la vaga esperanza de que aparezca algún otro pozo similar al que me trajo hasta aquí. Aguzando la vista en la penumbra comienzo a entender vagamente el diagrama del lugar. Se puede ver que los diversos pozos vienen a encontrarse en el fondo de la galería provenientes del declive central. Sólo cuando llegan a  la base divergen en una cantidad de galerías menores. Todas conectadas por unos corredores estrechos.  Corredores cruzados por sendas donde carritos no mayores que la caja de una camioneta mediana deben transportar materiales y herramientas diversas durante las horas de trabajo. En este momento por esos corredores no circula ni el viento. Todo parece detenido en un momento eterno.

Es cuando casi inaudible al principio, comienza a subir un murmullo que parece venir desde mis espaldas. Esta vez puedo percibir que el sonido no es ni remotamente parecido con el fluir del agua dentro de los conductos de desagüe. Más parece el movimiento de una marea humana que viene bajando como un clamor desgarrado de voces confusas, miles de voces que se aproximan de mi posición. Luces salidas no se sabe de dónde se encienden, los túneles son arrojados de nuevo a la vida y el rugido asume formas grotescas cuya sombra se estira por las paredes dando a toda el área un clima fantasmagórico. Siluetas vagamente parecidas con cuerpos humanos se atropellan, ruedan por los declives. Ellas no tienen rostros, más bien parecen máscaras lisas de una palidez que hiela la sangre, a pesar de que mi cerebro es obligado a aceptar que se trata de personas. Pero puedo escuchar claramente sus gritos histéricos exclamando “allez France, allez France”, que bien podría ser “a la carga Reformers”. Desde más atrás de la turba descontrolada otros ruidos se agregan al clima de pesadilla, parece el chirriar de las ruedas de trenes chocándose contra los andenes, sirenas policiales tocan de manera ininterrupta. 

Ante la inminencia de morir aplastado por el ejército de fantasmas me arrollo en el suelo y trato de buscar resguardo detrás de unos bloques de cemento. Las enormes piedras deben hacer el papel de pilares para soportar algún tipo de estructura pesadísima tal vez hecha de acero pero que no consigo identificar desde mi posición. Tomando en cuenta la dirección aproximada que yo sigo, debo estar cerca de donde se encuentra el portón principal del Talud Norte y esos podrían ser los pilares que sustentan el estadio. 

 

Entonces algo todavía más aterrador acontece. Cuando morir pisoteado parece ser mi destino inexorable, percibo que el bullicioso clan pasa bien por encima de mí sin siquiera tocarme, como si fuesen vaporosas caricaturas humanas proyectadas por algún satánico holograma escondido no se sabe dónde. Yo estoy tan aterrorizado que no atino a moverme. Uno de los fantasmas, se ha separado del grupo y me mira muy serio sentado en el borde de una piedra. .

Por unos segundos me contempla inmóvil, como si no percibiera mi presencia. Luego coloca el dedo índice sobre su boca y abre sus ojos muy grandes pidiéndome que no me mueva. Solo después que la multitud se pierde en el fondo de la rampa, desplaza sutilmente su mano izquierda en un movimiento lateral hasta que deja su rostro por completo al descubierto. El rostro del gurí. Por primera vez presto atención a los ojos verdes, brillantes. Igual a los que yo traje al mundo, herencia de mi madre. Respira con cierta dificultad, luchando contra un asma incipiente que siempre ha sido una nota marcante en mi vida. 

Se acerca un poco. Entonces veo mi propia imagen como si estuviese delante de la superficie bien pulida de un espejo.

La visión dura sólo unos pocos segundos. Él realiza el mismo movimiento en sentido contrario y me deja ver su barba grisácea, bien cortada, enmarcada en unas pequeñas arrugas que aparecen sólo debajo de los ojos. El rostro del misterioso visitante que de repente se había materializado al lado de la higuera. Y comienza a hablar casi susurrando

 

-Oh,rapacillo desobediente y caprichoso. Veo que entendiste muy bien mi mensaje indirecto.Porque cuando te advertí que no pasaras por la puerta yo sabía que era justamente eso lo que ibas a hacer, no podrías controlar tu curiosidad natural que conozco desde hace tanto tiempo. Necesitaba traerte hasta aquí.Sólo haciéndote pasar por la puerta sería posible que yo te librara de una vida entera de inseguridades y frustraciones. He andado buscándote por más de 60 años para mostrarte lo que nunca podrías imaginar en aquel momento. 

Fue un tiempo enorme que tuve que recorrer en sentido inverso, hacia mi infancia. Para decirte que los Ogros no existen, que los fantasmas son apenas proyecciones materializadas de los miedos de nuestros ancestrales cuando, todavía semi-humanos, acurrucados alrededor de las hogueras, se protegían de los peligros en la noche oscura de las cavernas. No me animé a decirte que abuela en su inocencia estaba engañada. Ella ciertamente no merecía saber eso ni tú podrías entenderme. Solo podrías descubrirlo cruzando la puerta para enfrentarlos.

 

Había cosas que se me escapaban, me resultaban incomprensibles

 

-Pero entonces los fantasmas-dije, completamente confuso...

 

-La primera vez que viste la foto, aquella tarde con Abuelo, ellos no existían, verdad? Eran simplemente los espectadores que se dirigían a ver el primer partido del Mundial, personas reales fotografiadas normalmente. Era una foto como cualquier otra de las tantas que ya te has cansado de ver en las revistas. Pero cuando yo te mostré la misma foto en el altillo ya había pasado mucho tiempo desde aquel día. Esas personas ya estaban muertas hacía décadas. Son las mismas que acabas de ver ahora porque los recuerdos no se pueden borrar tan fácilmente, su energía quedó agarrada a estas paredes y seguirá así quién sabe hasta cuándo.

 

-Y después, aquella foto totalmente blanca...

 

-Ese fue un truco que yo usé para traerte hasta acá y vos entendiste exactamente lo que yo esperaba que entendieras. Junto con el mensaje, yo te estaba diciendo que deberías pasar por la puerta (por más que dije lo contrario, como te expliqué) para descubrir que los fantasmas no tenían sustancia, que eran como proyecciones holográficas de tu mente.

 

Después continuó con su historia

 

-Casi desistí muchas veces, pensé que no sería posible. Cuando te vi bajo la higuera hasta me resultó divertido pensar en tu semejanza física conmigo cuando yo tenía tu edad. Así mismo, había muchas lagunas en vos que yo no conseguía identificar. Pero cuando me mostraste la foto supe que había llegado a mi destino. Nadie más en el mundo podría saber de aquella historia, apenas Abuelo y vos. Más tarde, cuando diste los primeros pasos dentro del baldío algo salió mal y yo te perdí. Ahora mi misión está cumplida. Tu vida va a continuar. Libre de las angustias y de las falsas creencias que son el germen de todas las angustias. Descubrirás que no hay ningún dios, apenas la vida sagrada que se nutre de sí misma y se renueva en cada respiración, en cada caricia, en cada alegría, en cada lágrima.

 

Entonces su brazo se estira y su mano se agarra a mi mano

 

-Ahora sujétate firme y vamos subiendo, que Abuela allá arriba debe estar cansada de tanto esperar.

 

La broma sutil me resulta divertida. Yo estoy tan confuso que sólo atino a reírme. Y me río con tantas ganas que eso se lleva mis últimas reservas de energía al tiempo que me agarro a él ya casi sin aire, tropezando una y otra vez en las piedras y en el barro, sintiendo que manos y brazos y voces ahora sí realmente humanos levantan mi cuerpo inerte y gritan por auxilio subiéndome, arrastrándome, devolviéndome poco a poco de vuelta a la vida. En ese momento todo se apagó.

 

 

 

EPÍLOGO

 

Cuando abro los ojos me encuentro en el hall de la casa de Guaná. Abuela ha encendido la estufa y algunos leños crepitan en el silencio del anochecer. También ha preparado un gran pote de té hirviendo y me ha envuelto en frazadas después del riguroso baño.

Abriendo una rendija en la cortina ella ve la calle envuelta en la neblina, en la semi penumbra de algunos postes de luz de um brillo amarillento muy tenue. Sin girar la cabeza, como saliendo también de un sueño, me dice:

 

-Dos de los encargados de la vigilancia declararon que te habían encontrado desmayado entre unos escombros. Ellos gritaron por socorro y alguien había conseguido llamar al hospital. Cuando te subieron una ambulancia ya estaba esperando. Pasamos dos horas hasta que tu cuerpo recuperó la temperatura. Después los médicos dijeron que estuviste a punto de tener una crisis de hipotermia, que fue mucha suerte.

Yo insistí para que nos trajeran para tu casa. El abuelo se pone nervioso por cualquier cosa, ya sabés, mejor así. Mañana volvemos para Méndez Núñez como si nada hubiera pasado.

Ahora voy a darte la noticia. Del sanatorio avisaron que tenés una hermanita muy linda, es rubia de ojos castaños y se llama María del Carmen. 

 

Debe haber sido mi gesto de decepción que vino enseguida lo que la hizo soltar aquella estruendosa carcajada. Toda la familia sabía que yo estaba preparándome ansioso para tener un hermanito.

 

Y ella continúa contándome casi como sin querer hablar, haciendo un esfuerzo por hilvanar con un hilo invisible los sucesos bizarros de las últimas horas vividas conmigo.

 

-Más tarde los hombres que te rescataron dijeron que se divirtieron mucho con tu historia de los fantasmas. Y también pensaron que estabas delirando cuando les preguntaste por el señor de barba que te había ayudado a subir hasta el borde del túnel, porque es claro que a ningún loco se le iba a ocurrir andar por esos parajes, en una tarde de perros y con viento norte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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