LA NOCHE EN LLAMAS

 



Los ojos del rey vagaron otra vez por los laberintos interminables de los corredores, subieron por las escaleras que describen extensos arcos encima de los enormes atrios donde las guirnaldas multicolores ganan una vida imprevisible al ser tocadas por las sombras fugaces de los tapices de sedas finísimas, traídas desde las más lejanas comarcas del reino, produciendo un efecto de claros y oscuros melancólicos, que invitan más al recogimiento que a la exhaltación. Desde su infancia había pasado largos períodos entre esas paredes, conocía cada rincón, cada vuelta de las cuidadas galerías, allí fue prisionero durante el asedio de los pueblos bárbaros, en un sitio que duró un año y medio y costó a la corte un perjuicio enorme en vidas. Con las cosechas incendiadas por el invasor, la pequeña ciudad-estado había apenas resistido con sus últimas fuerzas hasta que la llegada providencial de los aliados evitó el desastre total y restauró al soberano en el poder. Y ahora la vida parecía volver a palpitar dentro de aquellos recintos. Sintió otra vez el gusto de ceder a su cuerpo ciclópeo y al placer de perderse en caminatas interminables que acababan invariablemente afuera, en los majestuosos jardines engalanados por los robles y las acacias.

Desde las últimas incursiones rebeldes se había vuelto muy desconfiado. Su cuerpo de consejeros era pequeño y estaba sujeto a una disciplina muy rigurosa. Traición equivalía a muerte segura. Fallar en las tareas de protección al rey podía significar, si el desgraciado tuviese mucha suerte, una pena de reclusión perpetua en las ciénagas, de donde se extraían los nutrientes para abonar las cosechas. Pocos eran los que volvían de allá para contar la historia. El gas de los pantanos minaba la salud en el transcurso de unos pocos años. Si los trabajadores no morían de enfermedades respiratorias, la piel se abría en úlceras que infectaban. Eventualmente, si algo quedaba después de todo, los lobos y felinos salvajes de la región daban cuenta del resto. Después de doblar en una de las innumerables esquinas, su vista se desvió para la sala de juegos, a la que se accede por una de las tantas puertas laterales que dominan la idea arquitectónica de toda la construcción. Le llamó la atención un grupo de personas que parecían muy curiosas pero que también estaban en un completo silencio. Estaban sentadas alrededor de una mesa redonda de ébano. De pie frente a la mesa, un hombre alto y flaco, de rostro cadavérico y ataviado en un traje negro, repartía las cartas. Y aquel rostro le era misteriosamente familiar, él podía jurar que ya había visto a este hombre misterioso, de aspecto lúgubre. Aquel rostro formaba parte de un pasado que quería ser olvidado pero allí estaba otra vez, aguijoneando, perturbando el tranquilo paseo del rey.

¿Cómo sería posible aquella presencia dentro del palacio? Cada persona que entrase o saliese por la circunferencia de piedra que rodeaba aquella fortaleza era rigurosamente escrutada por la guardia especial de seguridad, seleccionada entre los guerreros más crueles del ejército real, que vigilaban el castillo veinticuatro horas por día armados hasta los dientes. Una mosca no sería capaz de atravesar inadvertidamente aquellas líneas defensivas. Enseguida vino el segundo sentimiento extraño, que, éste sí, asustó al rey con un terror sin nombre. El hombre nunca se reía, no expresaba un gesto o alguna emoción cualquiera, aquel rostro anguloso y que al rey le pareció temible, parecía haber sido esculpido en piedra. De vez en cuando un rápido movimiento mecánico de los ojos, a derecha e izquierda, arriba y abajo, sincronizaba el ritmo incesante de las manos blancas repartiendo las cartas.. El rey percibió otro detalle inquietante. El hombre de negro siempre ganaba. No importaba quién fuese el desafiante de turno, ni quién cortaba las cartas, ni quén repartía, ni le importaba a aquél ser extraño si él debía comenzar el juego o si debía dejar tal privilegio para su rival. Todos sabían: fatalmente, él sería el vencedor.

Las pocas personas desparramadas por los salones jugaban apenas para aligerar un poco el paso de las horas previas a la ceremonia, ya que no había otra cosa que hacer en la enorme mansión real. Ni música, ni bebidas, ni los fogosos danzarines árabes dando los primeros toques exóticos a la fiesta. Él ignoraba el motivo de la celebración. Pensó que alguno de sus súbditos habría tenido la idea de organizar una recepción sorpresa para celebrar el éxito de su última campaña militar. El dolor punzante en el abdomen lo trajo de vuelta a la realidad. Yacía todo estirado, inmóvil, en un lecho improvisado de paja y harapos sucios de sangre, y sudaba copiosamente. Le habían quitado todas las ropas y estaba cubierto solamente por las compresas y los unguentos empapados en medicinas exóticas que deberían tener la finalidad de combatir la fiebre, cada vez más intensa a medida que las horas pasaban. Poco a poco la memoria fue reconstruyendo las últimas ocurrencias. Había salido del castillo al frente de un ejército de asesinos para ahogar un nuevo foco de rebelión en las comarcas de Hyrkania.

Siguiendo las piedras de la muralla oeste, que cerraba el paso a cualquier posible intento 0ppp invasión por el río, dejaron atrás las protegidas tiendas de las caballerizas, continuaron la marcha por varios días y noches y cuando vieron aparecer las primeras sequoias y acacias gigantes por encima de la estructura monolítica, supieron que allí, del otro lado, debía estar localizado el pequeño villorrio de los revoltosos. Atravesaron la muralla de noche y cayeron encima de la ciudad dormida como buitres asesinos sedientos de carroña. El destemido rey estaba en la primera línea de combate, como siempre. Dotado de un poder físico descomunal, sólo comparable a su arrogancia, despreciaba el peligro en la batalla como si estuviese seguro de antemano de que nada podría hacerle daño. Por eso no le dio importancia a la lanza clavada en su abdomen, a la derecha, que había decidido momentáneamente no extraer para evitar la hemorragia. Pero en cambio había reparado en el rostro, aquel rostro pálido y seco que parecía no expresar emoción alguna. Lo vio por un segundo, cuando la visera se desprendió del casco ante uno de sus golpes. Pero le dolía más que el metal clavado en el vientre. Dada la fortaleza fantástica de su complexión física, aún consiguió continuar en la batalla con la lanza clavada, sin desfallecer, despejando golpes mortales contra los enemigos, varias horas después de haber sido herido. Las tropas reales finalmente consiguieron aplacar la rebelión, con el saldo de miles de muertos, contando mujeres, niños y viejos. La aldea rebelde entera era ahora un pira de tamaño gigantesco, adornada por los cuerpos de sus antiguos moradores y de algunos pocos soldados cuya ausencia no sería percibida.

Durante la jornada de regreso, el rey perdió la conciencia varias veces y sus acólitos más cercanos decían que por las noches deliraba. A pesar del dolor intenso, los médicos que siempre lo acompañaban no querían extraer la lanza antes de regresar al castillo. Prefirieron continuar sedándolo con drogas fuertes, permitiéndole sólo algunos minutos de lucidez por día, para alimentarlo. Después, lo colocaban de nuevo en estado letárgico. Varias veces durante esos intervalos interrogó a los guardias que protegían su tienda, a respecto del hombre de negro. Pero todos imaginaban que esa era una pesadilla, fruto de la fiebre y los remedios. Y así continuaron hasta la llegada apoteótica al palacio. Cuando acababan de pasar el portón principal, el soberano volvió a caer en la inconciencia. De nada valieron los esfuerzos de sus cuatro hijos, que lo habían acompañado en esta última campaña, para reanimarlo. No consiguió ver su entrada triunfal bajo los gritos de la multitud, ni el papel picado de colores arrojado desde las ventanas. En vez de eso, volvió al sueño del palacio, que continuaba majestuoso , pero al mismo tiempo en completo silencio. El hombre de negro ahora estaba solo, siempre de pie al lado de la mesa con su máscara inmóvil. Por primera vez consiguió mirar de frente en los ojos ahora fijos del extraño. Un segundo después percibió que éso sólo había sido posible porque el hombre también lo estaba mirando. Quiso interpretar un gesto de la mano huesuda como una invitación al juego, pero el rey estaba con mucho miedo de aquel ser misterioso y fingió no entender.

En los días siguientes el dolor volvió cada vez más intenso. Las drogas no conseguían resultado. Era necesario extraer la lanza o el rey moriría en algunas horas por debilidad o por infección. Los médicos sabían que el riesgo era enorme, la hemorragia vendría violentamente y ellos no se sentían muy bien equipados para contenerla. Varias veces volvió el rey a recuperar su conciencia y todavía con un hilo de lucidez, le pareció oír lamentos llegados de muy lejos, vio los cuerpos de los niños carbonizados en la última campaña, sintió su rostro tocado por manos que él ya no sabía si querían acariciarlo o arrancarle la garganta. Creyó ver el rostro fantasmagírico del hombre flaco repetido varias veces alrededor de su lecho. Pero ahora el rostro no estaba escondido bajo el peso metálico del yelmo sino oculto hasta los ojos por una especie de turbante o pañuelo grande de un negro opaco y frío. Y en su mano tenía un objeto brillante que no era una lanza, ésas él conocía bien. El brazo del hombre apuntó para la derecha al mismo tiempo que giró su cabeza en esa dirección. La vista del rey acompañó la línea imaginaria de la mirada del otro y entonces vio las torres, en las afueras de una ciudad abandonada. Parecían ser de metal, pero lo que dejó sin respiro al rey fue la audacia arquitectónica de aquellos monumentos. Subían afinándose levemente hasta que al llegar al tope parecían finos como agujas y estaban llenos de luces y cosas que subían y bajaban continuamente, parecía hervir una verdadera ciudad dentro de aquellas catedrales futuristas.

No consiguió entender por qué el hombre del pañuelo le indicaba aquella dirección y después desplazaba su mano lentamente hacia la izquierda, llevando los ojos del rey hasta la alameda. Sin saber cómo, el rey se vio dentro de la alameda y escuchó el barullo de la fuente, que le resultaba familiar por alguna razón misteriosa. Como en una secuencia ensayada millones de veces y esperada de tan repetida, el hombre agachado giró la cabeza mal cubierta por una capucha, dejando ahora ver parte del rostro. Ya conocía de memoria la continuación: correr en dirección a la alameda, alcanzar los subterráneos de desvío que llevan directamente a los límites del parque y salir por alguna de las bocas de los túneles que a esta hora deberían estar abiertos para la recolección de la basura. Uno de los médicos introdujo una cuchara en su boca con un líquido muy amargo que a él le pareció que tenía gusto de gengibre. Antes de comenzar una nueva huída, cayó completamente en la inconciencia. El aire estaba cargado de un olor a encierro. Alguien había ordenado que todas las puertas y ventanas del palacio fuesen herméticamente cerradas. Sólo a los familiares más íntimos les fue permitido permanecer en la vigilia del gran conquistador que ahora se debatía contra la muerte. El efecto violento de los sedativos eclipsó su mente otra vez. El cuerpo de curanderos se aprestaba para jugar la cartada final: había llegado la hora decisiva  de extraer la lanza del cuerpo del hombre moribundo. El rey vio los candelabros encendiéndose. Desde las escalinatas de las torres más altas, acompañó los alrededores del castillo hasta más allá de los campos cultivados que se extendían a lo lejos, hasta descansar en la margen próxima del río. Se dejó envolver por una inquietud repentina cuando las filas silenciosas de los aldeanos se aproximaron dibujando caminos con sus antorchas, bajando por las laderas de las elevaciones vecinas. Todos esos caminos venían directo para el castillo. Las damas elegantes y sus señores comenzaron a llegar vestidos para la ocasión. El brillo de los trajes por momentos eclipsaba el fulgor de las arcadas iluminadas.

Acabó ocurriendo lo que los doctores temían. En el momento de extraer la lanza del vientre del rey, un olor fétido inundó la sala y dejó escapar un chorro de un líquido verde claro, como una bilis, pero de consistencia más espesa, una especie de jalea. Todos supieron inmediatamente lo que eso significaba: por causa del largo tiempo pasado con el metal incrustado, el cuerpo había comenzado a gangrenar. Con las medicinas disponibles sería imposible parar el proceso de putrefacción. Cinco emisarios deberían ser enviados con urgencia hasta las selvas de árboles perennes del sur, en la región de las ciénagas, con la tarea de encontrar las hierbas necesarias para preparar una poción recomendada por los hechiceros de una de las tribus leales al soberano. Parecía ser la última esperanza. Los médicos se rindieron a su impotencia y los hombres iniciaron el viaje una noche tormentosa, en total secreto, para no alertar a sus enemigos. El cuerpo del rey comenzó a hinchar día tras día. El pus creado era siempre mayor en cantidad que aquél que los doctores conseguían retirar muy lentamente, después de complicados lavajes y transfusiones. Una semana pasó sin tenerse noticia de la misión secreta. El cuerpo del rey hedía e hinchaba en un doble proceso que parecía auto-alimentarse. Cuanto más hinchaba, más hedía, y más continuaba hinchando. Como era imposible mover el cuerpo por causa de la piel estirada e hipersensible, que dolía apenas por ser tocada, tubos fueron conectados directamente al ano y la boca para eliminar por lo menos parte de la materia putrefacta que el cuerpo generaba sin parar. Estaba postrado, confinado a un cama que le parecía tan pequeña que él tuvo la impresión de sentirse dentro de una caja. Curiosamente, el proceso de descomposición parecía no afectar el cerebro. Los doctores supieron por causa del movimiento de los ojos. Era como si un cerebro vivo estuviese funcionando dentro de un cuerpo muerto.

Un amanecer, alguien esparció la noticia de que uno de los misionarios había conseguido volver, medio muerto, al castillo, prácticamente colgado en la montura del caballo. Alcanzó a murmurar que antes de llegar a las selvas del sur habían sido atacados por insurgentes, que habían matado a sus cuatro compañeros y que él había escapado vivo por un milagro, con el pecho perforado por un cuchillo. Poco más fue lo que el pobre diablo llegó a contar, antes de caer muerto frente a la entrada del palacio. Las procesiones iluminadas por las antorchas comenzaron a converger y juntarse frente al pequeño puente que permitía el único acceso al castillo. Los guardias se habían retirado atrás de unos árboles para beber. Tal vez porque ya estaban muy borrachos no llegaron a percibir dos sombras escurridizas como cobras que atacaron por sorpresa amparadas por la oscuridad y los vapores del alcohol. Antes que tuviesen tiempo de percibir su propia muerte, sus gargantas fueron cortadas sin un grito, con hilos de acero. En ese momento el palacio ya estaba abarrotado de huéspedes ilustres con sus trajes multicolores.

Fue entonces que alguien dio el grito de alerta. En los subterráneos del castillo, un fuego había sido detectado. Algunos temerosos sobrevivientes de esa noche dijeron después que había sido la ira divina clamando su venganza contra el monarca sanguinario, que había iniciado el fuego en un barril de aguardiente. Después, lo hizo avanzar fuera de control por las cortinas hasta hacerse incontenible y penetrar en los pisos superiores. Otros, menos fantasiosos, confirmaron que el fuego había comenzado por causa de proyectiles incendiarios lanzados desde las torres, que habían sido tomadas por los revolucionarios durante la preparación de la ceremonia fúnebre. Una banda comenzó a tocar unas notas sombrías, que deslizaron en un doloroso lamento. Entre los tonos trágicos de los violines, el soberano creyó ver una bola inmensa que unos guardias desesperados trataban inútilmente de empujar para dentro de un cajón, sintió manos torpes queriendo empujarlo, quería gritar que todavía no estaba muerto, pero en el estado vegetal en que se encontraba, no conseguía emitir sonidos, ningún músculo ya respondía a los comandos de su cerebro, la única parte todavía activa. Tan indoblegable como en sus días de gloria, la conciencia continuaba viva mismo dentro de su cuerpo ya prácticamente descompuesto. Hasta los ojos, su última comunicación con el mundo exterior, estaban fijos y sin vida. Los gritos de pavor por el incendio se juntaban en un coro patético con la furia sangrienta de los amotinados, que ahora penetraban en el palacio como comadrejas envenendas por el odio, por todos los agujeros posibles, por las catacumbas, por los vitrales tornasolados adornados con escenas legendarias de las campañas del imperio que reventaban como fuegos de artificio bajo el impacto de los morteros.

En un último clarón de sanidad, el feroz dictador comprendió que aquella masa pútrida era él mismo, él era aquel cuerpo inflado por la materia descompuesta que ya no cabía dentro del cajón, pero que todavía quería jugar su última partida contra la muerte. Para atizar todavía más la ira de los invasores, alguien gritó que el rey no estaba muerto, pero las manos febriles continuaban intentando empujarlo por una abertura claramente muy estrecha para la dimensión que había cobrado aquella masa hinchada por el veneno que ella misma había producido.

Justo antes de la horda desgobernada tomar las escalinatas desde donde tendrían acceso al sarcófago, tal vez como consecuencia del tremendo calor generado por las antorchas y los focos de incendio que comenzaban a aparecer por todos lados, el cuerpo bola alcanzó una proporción espantosa y explotó en un millón de pedazos de materia descompuesta que tenían el mismo hedor que el gas de los pantanos, chocaban violentamente contra las paredes mojando todo con aquel pus ahora de un verde oscuro casi marrón, la baba inmunda se desparramaba por las escaleras, colgaba de los trajes de lujo de las cortesanas y los sombreros carísimos de los ricos señores, goteaba encima de los exóticos manjares, contrastando con el blanco purísimo de las fuentes de mármol, parecía brotar indefinidamente desde dentro de aquel huevo magistral, parecía hasta funcionar como combustible ideal para aumentar todavía más la intensidad del incendio, mientras que los pocos agresores que habían llegado cerca del féretro se miraban sin entender, y tal vez ellos pensasen que eso no era cosa de dios sino del diablo, aquella lluvia verde y maloliente chorreando entre las delicadas filigranas de la mampostería, salpicando los cuadros venerables de la historia de la familia, que se deshojaban como bajo los efectos de un ácido corrosivo, las pesadas cortinas de tejidos de oriente con bordados de oro, hechas pedazos y quemadas más por la pestilencia que por el fuego. Pero los ojos, que ahora divisaban sólo sombras, no llegaron a ver ese desenlace. Lo último que vieron fue el rostro del guardia que continuaba empujándolo con desprecio para dentro del ataúd, las líneas rectas y duras típicas de los habitantes del norte, el rostro que no expresaba sentimiento alguno, el rostro indiferente del hombre que había venido para matarlo...


Comentarios

Entradas más populares de este blog

CONTACTO

PERDIENDO VISIBILIDAD

EL RAGUETÓN