CERVANTES Y EL QUIJOTE
“El Quijote” de
Miguel de Cervantes Saavedra,(1547-1616) es considerada la obra máxima de la literatura
española. He aquí su capítulo introductorio.
CAPÍTULO
PRIMERO
En un lugar de la
Mancha2, de cuyo nombre no quiero acordarme3, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor4. Una olla de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches5, duelos y quebrantos los sábados6, lantejas los viernes7, algún palomino de añadidura los
domingos8, consumían las tres partes de su
hacienda9. El resto della concluían sayo de
velarte10, calzas de velludo para las fiestas,
con sus pantuflos de lo mesmo11, y los días de entresemana se honraba
con su vellorí de lo más fino12. Tenía en su casa una ama que pasaba
de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y
plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera13. Frisaba la edad de nuestro hidalgo
con los cincuenta años14. Era de complexión recia, seco de
carnes, enjuto de rostro15, gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto
hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por
conjeturas verisímilesII se deja entender que se llamaba
«Quijana»III, 16. Pero esto importa poco a nuestro
cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber
que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del
año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que
olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su
hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto17, que vendió muchas hanegas de tierra
de sembradura para comprar libros de caballerías en queIV leer18, y, así, llevó a su casa todos
cuantos pudo haber dellos; y, de todos, ningunos le parecían tan bienV como los que compuso el famoso
Feliciano de Silva19, porque la claridad de su prosa y
aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a
leer aquellos requiebros y cartas de desafíos20, donde en muchas partes hallaba
escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi
razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura»21. Y también cuando leía: «Los altos
cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y
os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza...»22
Con estas razones
perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo
Aristóteles, si resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas
que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros
que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales23. Pero, con todo, alababa en su autor
aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas
veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra como allí
se promete24; y sin duda alguna lo hiciera, y aun
saliera con ello25, si otros mayores y continuos pensamientos
no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que
era hombre docto, graduado en Cigüenza—26 sobre cuál había sido mejor
caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula27; mas maese Nicolás, barbero del mesmo
pueblo28, decía que ninguno llegaba al
Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar era don Galaor,
hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que
no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la
valentía no le iba en zaga29.
En resolución, él se enfrascó tanto
en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro30, y los días de turbio en turbio; y
así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino
a perder el juicio31. Llenósele la fantasía de todo
aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda
aquella máquina de aquellas soñadas invencionesVI que leía32, que para él no había otra historia
más cierta en el mundo33. Decía él que el Cid Ruy Díaz había
sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la
Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y
descomunales gigantes34. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado35, valiéndose de la industria de
Hércules, cuando ahogó a AnteoVII, el hijo de la Tierra, entre los
brazos36. Decía mucho bien del gigante
Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son
soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado37. Pero, sobre todos, estaba bien con
Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de
oro, según dice su historia38. Diera él, por dar una mano de coces
al traidor de Galalón39, al ama que tenía, y aun a su sobrina
de añadidura.
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