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GRAVEDAD CERO

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 🔥  Para Samantha Schweblin // Daisy había organizado con esmero las tareas que iba a atribuir a sus auxiliares. Trabajaba hasta muy tarde para finalizar a tiempo su proyecto: transformar el jardín en un clon exacto del centro de la ciudad. Desde mi cuarto escuchaba el concierto de sierras y martillos que avanzaba hasta la madrugada. Frente al roble centenario, habían construído un Shopping Center y un cine en miniatura. En la maqueta, la avenida perimetral acompañaba el arco de la plaza Thomas Jefferson. Después del shopping, el predio de la biblioteca escolar y el cine marcaban el comienzo de la recta final, que iba a desembocar frente al parque de diversiones, donde estaba montado el tablado para el discurso. La traviesa pandilla  revisaba los puntos críticos.  —Aquí van a aminorar la velocidad, —dijo Daisy—. Pero no sabemos por cuánto tiempo. Va a depender de la cantidad de gente, de la posición de los guardaespaldas y hasta de la temperatura. Si hace mucho calor puede ocurrir que

EL ABRAZO DEL OSO

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  En plena madrugada, Eva reconoció el crujido que ya había escuchado otras veces. El eco fue nítido, amplificado por las paredes del gigantesco apartamento. Se arropó el pijama y salió en pocos pasos al corredor. Dio unos golpecitos tímidos en la puerta del cuarto de Marco y entró sin esperar. Respiraba excitada.  —Shhhhhh! Escuchá. Está comenzando.  Fue un rechinar seco, muy breve. Un rasgar de hacha en el corazón del roble. Acabó tan de repente como había comenzado y de nuevo todo era silencio. —Parece que paró. Andá a ver.  Marco salió al pasillo y se dirigió al fondo sin encender la linterna. El aire denso de la madrugada le pesaba en la cabeza más que el sueño. Su vista fue atraída por una claridad en la pared del último cuarto. Una línea quebrada la atravesaba del techo al piso, dividiéndola en mitades casi iguales. Parecía la foto de un rayo en un cielo de tormenta. Marco miraba los muros que querían sofocarlo. Le parecía imposible aquella falta de aire en un apartamento tan en

ÚLTIMA PARADA

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                               Por la posición del sol, llevaba más de tres horas atravesando la planicie desértica. Los pies quemaban dentro de la goma reforzada de las botas. Podía imaginar las llagas como bocas abiertas, rasgándose igual que las grietas y los pozos a ambos lados de la trilla abandonada. La arena hervía y escondía la vida secreta de los peligros ocultos bajo la superficie. Cuando la fiebre me produjo vómito, sentí que estaba echando fuera todo el exceso de sol  absorbido por mi cuerpo desde que dejé el coche inútil en la carretera y fui obligado a entrar en el desierto. El mapa decía que había una vía férrea a diez kilómetros. Usaba un pantalón de seda muy fino, que era más un calzón ajustado por dentro de las botas. La toalla blanca me protegía el torso desnudo y la cabeza. Necesitaba racionar mi agua, que ya raleaba en la botella, pero precisaba mantener húmeda la toalla, que me amparaba de la insolación. Aparte del agua, cargaba en mi mochila otra toalla de reserv