LOS CRISTALES DEL LOURE
Esa noche habíamos elegido volver por la ruta del parque, con sus amplias avenidas bien iluminadas, para evitar el baldío, un atajo considerable en la vuelta al barrio pero con mala fama y peligroso, especialmente a esa hora tardía.
Seríamos tal vez una docena de adolescentes quinceañeros regresando bastante embriagados después de una fiesta, andando en fila india bajo la luz cenicienta de los altos postes que arrojan sombras de formas bizarras a través de las enormes hojas de los olmos y las acacias
- Debemos parecer una procesión de mutantes salida de otro mundo, resuena la voz del Drome
- O de un cuento de Bradbury, replica alguien desde más atrás
-Y vos Pochito, imaginate la cara de tus viejos cuando les digas que estás llegando a esta hora de un concierto de música clásica, y en ese estado, grita otro.
El estruendo de las carcajadas que vino inmediatamente debe haberse desparramado más allá de los límites de la alameda. La fiesta tenía cara de continuar noche adentro. Las nubes cargadas dejaban pasar apenas vislumbres momentáneos de la luna llena y la neblina bajaba pesada, pareciendo querer descansar encima de los rosales en los canteros. El frío era tan intenso que nuestros ojos lagrimeaban. Era una típica madrugada de junio montevideano. Con el negro Viana caminábamos medio tambaleantes en la retaguardia del grupo, bastante ajenos al jolgorio de los otros, discutiendo Castañeda, una de nuestras lecturas favoritas en aquella época.
Apenas habíamos traspuesto el portón del bulevar principal cuando un resplandor nos sorprendió desde el lado que da a la avenida, que normalmente está sólo iluminado por la luz difusa que viene de los picos de luz desde afuera. Fue entonces cuando vimos la glorieta como nunca la habíamos visto antes. Envuelta por los reflejos de las lámparas fijas bajo el césped, parecía un barco flotando en un halo fantástico. En el palco vimos una pareja de bailarines, el rojo y el blanco de los trajes chocándose y separándose en una danza alucinada, la mujer contorneándose como un fuego fatuo, él pareciendo una extensión de la niebla helada que inundaba el claro tomándola por la cintura brevemente para soltarla enseguida y dejarla ir girando hacia el borde posterior del tablado.
Echados en el suelo mojado detrás de unos arbustos para no delatar nuestra presencia, asistíamos extasiados a los pasos perfectamente sincronizados de los dos actores. La neblina ahora estaba tan densa que se parecía más a una masa blanca y pastosa chocando contra las columnas de la glorieta para después subir pesadamente y abrirse arriba en unas plumas finísimas de todos colores por causa de la luz de los reflectores. Pero nosotros estábamos en la retaguardia, un poco separados del grupo, y nuestra atención fue desviada para el otro extremo, para la pared formada por la hilera de robles y la verja de hierro que delimita el parque por el lado del baldío. Hay que bajar un barranco empinado y atravesar los basurales, que mismo durante el día son muy difíciles de ver porque en ese lugar la vegetación sube alta hasta tapar totalmente la visión para quien pasa por los jardines sin conocer muy bien el lugar.
Y de allí venía un reflejo diferente, que repiqueteaba en las copas de los árboles y titilaba como si fuera generado por una fuente diferente de luz. Obviamente sólo podía ser fuego, una hoguera, fue lo primero que pensamos. Y junto nos llegaba el sonido de guitarras y acordeones con las voces animadas de una cantiga folklórica, traídos por el viento helado que siempre viene después que baja la bruma
El terreno era considerado un apéndice de mala fama de esta parte de la ciudad. Pero para nosotros significaba la puerta abierta a un mundo de magia, en el que ocupábamos innumerables horas de juegos y fantasías. Sin una palabra, sentimos que él se abría ahora apenas para nosotros dos, llamándonos para una aventura que no incluía a nuestros compañeros. Después de todo, ellos estaban regocijándose con la danza y el alcohol que todavía les quedaba y nosotros no debíamos perturbarlos.
Arrastrándonos, pasamos por una angosta brecha entre los gruesos robles y entonces vimos la enorme hoguera abajo, en el valle pestilente cubierto por los basurales y alrededor del potente fuego la visión surreal de un bando de unas doscientas personas entre adultos y niños con sus vestidos coloridos, sus animales y las carretas dispuestas en círculo, tal cual si fuese una pequeña comunidad itinerante que había decidido hacer un alto en la ruta y pasaba las horas de la noche dedicada a dar rienda suelta a algún tipo de rito o celebración
-Son gitanos – me dijiste - y parece que la fiesta se está animando. Vamos.
Nos vimos obligados a dejarnos deslizar por el barranco, desprovistos de nuestra habitual cuerda de rappel. Por el camino nos pinchamos en las ramas puntiagudas de la vegetación silvestre y así ganamos unos arañazos y moretones que no dejaban duda de nuestra procedencia. Estábamos con las ropas embarradas. El declive era tan empinado que salvamos los últimos metros fuera de control y sólo vinimos a parar ya a corta distancia del grupo, rompiendo algunas ramas y chapoteando en los charcos que marginan el pequeño lago.
A pesar de lo aparatoso de nuestra aparición, nadie nos dio la menor importancia. Era como si no nos hubieran visto. El grueso de los participantes se organizaba en pequeños grupos alrededor del fuego con una primera fila ocupada con los instrumentos, donde se destacaba una cuadrilla de cinco o seis jóvenes encargados de los bombos, platillos y una especie de matracas muy ruidosas marcando el ritmo para los acordeonistas que llevaban la melodía. Las altas llamas iluminando las ropas coloridas componían un cuadro fantástico que nos hizo lamentar haber dejado la Nikkon en mi mochila, arriba, con nuestros compañeros. Casi todo el mundo bebía un tipo de infusión oscura que por el estado de excitación general que se presenciaba, debía ser muy fuerte.
Pasó un rato hasta que finalmente alguien se interesó por nuestra presencia. Un anciano, que caminaba con visible dificultad rengueando y ayudándose con un rústico cayado, se nos acercó. Sin esbozar la menor sorpresa, sin abrir la boca, giró la cabeza hacia la derecha y apuntó su mano libre hacia una mujer de mediana edad y piel bronceada, sentada sobre una enorme alfombra de colores también muy brillantes, ocupada con un mazo de cartas y unos guijarros de formas y tamaños variados. Hablaba bajito y muy rápido usando un extraño dialecto con un gurí de unos cinco o seis años que rasguñaba algo en los restos de un cuaderno sucio y ajado. Sin abrir la boca nos sentamos a su lado.
Igual que el resto de las personas, hizo de cuenta que no existíamos. Después de algunos segundos le dirigió algunas palabras incomprensibles al chiquilín. Usando un tipo de español tal vez arcaico y expresándose con ostensible dificultad, éste se dirigió a mí y me pidió que le mostrara la palma de la mano derecha a la mujer. Ella estudió por algunos minutos las líneas, rasguñó unos símbolos extraños en el piso de tierra que su ayudante se apuró a copiar en su papel y enseguida nos hizo saber que debíamos esperar todavía un poco.
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El muchacho envolvió un pedacito de cristal en la hoja donde había garabateado lo que parecía un mensaje y lo depositó en mi mano, que había permanecido abierta durante ese tiempo.
El gordo Conserva fue el primero que percibió nuestra falta
-Lo que se están perdiendo el Pocho y el negro Viana, ¿dónde se habrán metido?
-Dejalos, dice el tano Mario, deben andar por ahí como siempre, jodiendo con Castañeda, que últimamente es de lo único que hablan esos dos.
- Pero tenemos que buscarlos. Con todo lo que bebieron son capaces de perderse y acabar pasando la noche a la intemperie con este frío.
- Sí, vamos. Después podemos volver para continuar viendo el show.
- Que la fiesta no tiene hora para acabar – gritó - el Drome, levantando con cierto esfuerzo el pesado fardo de su joroba.
Me acuerdo que ni tuvimos tiempo de darle una ojeada al papel porque nuestro bando ya atravesaba la pared de robles allá arriba, buscándonos con creciente nerviosismo y los primeros ya se dejaban deslizar por el despeñadero en medio de la gritería. Fue cuando notamos que todo lo que veíamos del otro lado de los árboles, incluyendo el parque, estiraba sus formas como si fuese hecho de algún tipo de goma o jalea, que mostraba las copas de las hayas y los postes de luz ordenándose en delicadas pirámides con sus finísimas puntas en forma de aguja, y los cuerpos del grupo que ya empezaba a bajar se contorneaban como anguilas pareciendo emerger del propio barro.
Por un segundo toda nuestra atención se volvió hacia ellos y vos ya gritaste también para tranquilizarlos y corrimos hasta el pie del declive. Pero ese segundo fue suficiente para darnos cuenta de que habíamos sufrido algún tipo de trance, porque mientras ellos corrían y se atropellaban para encontrarnos, vos miraste para atrás y me hiciste notar que estábamos solos. La escena entera se había borrado y a nuestras espaldas sólo se percibía la noche negra y el hedor del baldío.
-Sí, me acuerdo de la cara de Jorge West cuando aparecimos por entre los arbustos todos embarrados y sudando y les preguntamos por los gitanos.
Haciendo un uso preciso de su esmerada educación religiosa, él después contaría muchas veces que parecíamos dos almas perdidas volviendo del purgatorio.
Y ellos se reían y pensaron que estábamos más borrachos de lo que realmente estábamos y Rafael se agarraba la barriga de tan divertido gritando que era culpa de Castañeda, que nos estábamos volviendo locos y que lo único que interesaba esa noche era volver para la glorieta para ver a la bailarina, que había dejado a todo el mundo excitado y continuar bebiendo, que la fiesta no tenía hora para acabar, repitiendo la frase del Drome.
A duras penas nos fuimos agarrando de las raíces y arbustos para poder escalar de vuelta hasta los robles. En medio de las risas y chistes de nuestros compinches pudimos percibir que ahora la glorieta estaba diferente. La neblina se había disipado un poco, lo que hacía la visión del palco perfectamente nítida, a pesar de la distancia a que nos encontrábamos. Todas las luces estaban apagadas, menos un foco amarillo muy tenue que caía sobre un banquito de mimbre en el medio del escenario. Al lado una guitarra descansaba en un soporte de metal. Vimos a la misma mujer de rojo entrar y dirigirse al banquito. Alguien anunció por un micrófono que el concierto iba a comenzar y el programa marcaba la tercera Partita para violín de Bach como número inicial. Ella destrabó el instrumento del soporte y atacó con la furia del Preludio.
Mientras la primera danza de la suite iba envolviendo el área circundante con su melodía triste y obsesiva repasé rápidamente los rostros de aquellos que estaban más cerca mío para notar sorprendido el respeto reverencial con que escuchaban. Normalmente, lo que ellos conocían de música no iba más allá de algún tango y aquellas insufribles y esquemáticas baladas folklóricas.
-Sentado a tu lado en el pasto, me acuerdo que parecías nervioso, como esperando algo que no sabías explicar. Eso fue justo antes del segundo movimiento, el Loure. Entonces algo ocurrió que asustó a todo el mundo.
Mis ojos estaban fijos en las manos de la guitarrista, me impresionaban los dedos extremadamente delgados y largos abarcando unos espacios enormes pero todo ocurría como en una película muda porque del instrumento no salía ningún sonido, éste parecía venir en las propias gotas de rocío que no eran gotas de agua, se asemejaba al tintinear delicado de aquellas bolas de vidrio muy fino que se colocan en el árbol de navidad y estas bolas se rompían y creaban la música.
Justo cuando vos me decís qué lindo, fijate, los dedos parecen los bailarines, es como si estuvieran danzando sobre las cuerdas pero el sonido...
-Y fue en ese momento que sentí unas ganas de llorar y
-El sonido se fue !!!, le gritaste bien en la cara al Panza, que estaba a tu derecha y se quedó pasmado de susto mirándote de boca abierta, la música ¿por qué yo no puedo oirla?
Nadie entendió, porque el show avanzaba sin ningún contratiempo y la perfecta amplificación permitía oir hasta los mínimos detalles de los elegantes contrapuntos del tema.
De repente te levantaste y saliste disparando gritando que aquello era cosa de brujería, te vimos tropezar y caer en tu intento de subir al tablado, estabas todo sucio, tu cuerpo rígido y tus manos crispadas como quien sale de un ataque epiléptico. Tartamudeabas algo sobre los cristales, volviste a gritar que no podíamos oír la música porque las notas no venían de la guitarra ni de las manos de la mujer.
-Y esto es lo que estaba escrito en el papel que me dio la gitana y que el flaco Guichón leía en voz alta a la luz de un yesquero para que los otros oyeran. El mensaje dejó a todo el mundo perplejo porque decía que un día, ya adulto, yo sería un escritor e iría a escribir un cuento referido a esta noche al que no podría ponerle nunca un final a menos que descubriera el secreto de los cristales.
Por los parlantes alguien avisó que había ocurrido un contratiempo y el show sería suspendido por algunos minutos.
-Pero fue la última frase, especialmente, que nos hizo pensar que realmente habías perdido la razón, cuando con voz trémula, el flaco leyó:
“Esta noche los escucharás tocar, sólo durante el Loure”
la reclamación fue general, algunos, demasiado exhaltados por el alcohol, hasta quisieron agredirme, exigiéndome que explicara
¿De dónde sacaste eso, demente, a vos también te están dejando loco las historias de ese indio drogado?
Pero ahora nadie se reía.
-Vos me mirabas con espanto porque sabías que en mi bolsillo estaba el cristal de la gitana, que nadie más había visto. Y aparte de mí, eras el único que había escuchado el sonido de los cristales, lo que te había hecho perder el Loure.
-Salimos de una alucinación y entramos en otra, los gitanos, la glorieta, la música que no suena, parece que estamos amarrados a estos malditos árboles y nunca conseguiremos escapar de aquí, venías diciéndome bajito para que los otros no escucharan. Pero ahí ya se desgranaban los primeros acordes de la Gavotte.
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Después dejamos de vernos por mucho tiempo. Hasta que un día supe que Juancito, o el negro Viana, como lo llamábamos en la barra, había entrado en el ramo publicitario, tenía una pequeña editorial ligada a una matriz en España y era conocido como el señor Juan Carlos Viana. Por mi parte, yo comenzaba a rasguñar mis primeras historias y andaba procurando un editor.
Un día lo llamé y le dije que hacía tiempo yo había comenzado a escribir un cuento sobre los sucesos de aquella noche y que lo había abandonado porque siempre estaba envolviéndome con otros proyectos. Pero como la trama ya está bien adelantada, vos podrías intentar convencer a tu jefe, quién sabe agarra viaje. En fin, mientras ellos deciden yo podría terminarlo, es cuestión de algunos días. Él adoró la idea y me dijo que entraría en contacto de inmediato con los responsables del departamento de producción.
Y así fueron andando las cosas hasta que, ya con el trabajo bien encaminado, conseguimos la aprobación de los directores españoles. El problema surgió cuando yo empecé a empantanarme con el relato y se fue poniendo difícil encontrarle un final. Varias veces dejé de respetar plazos de entrega, lo que fue enfureciendo cada vez más a nuestros mecenas hasta que fuimos llamados a una reunión con la cúpula de la empresa,viéndonos así obligados a hacer un viaje relámpago hasta Madrid para apaciguar un poco la ira de los directores. Después de una corta reunión habíamos recibido un ultimátum: el manuscrito final entregado hasta fin de mes o la historia no va para la imprenta y el contrato está cancelado. En ese momento faltaban cuatro días para fin de mes. Con nada más que hacer en la capital entretanto, nos encontramos de repente con algunos días de unas breves e inesperadas vacaciones y decidimos aprovecharlos dando una escapadita hasta mi adorada Sevilla, que yo había conocido en un viaje anterior.
Quería rever el Alcázar y la Catedral, grabados de forma imborrable en mi memoria. Esa tarde, apenas llegamos, alquilamos un cuarto en la parte vieja de la ciudad y salimos a estirar un poco las piernas. Yo pretendía subir el Paseo de las Delicias y después atravesar el Campus de la Universidad, que da de frente a ambas construcciones. Ahí fue que, por acaso, descubrimos un pequeño teatro de estudiantes con las luces de la marquesina anunciando una audición exclusiva de Ana Vidovic que tendría lugar esa misma noche. Por una increíble acumulación de improbabilidades yo había venido a dar de cara con un concierto de mi guitarrista preferida en una ciudad lejana.
Dado que sólo serían ejecutadas obras de JSBach, obviamente la Partita, uno de los registros más importantes de la artista, figuraba en el programa. Ya en el momento compramos las entradas y decidimos dar unas vueltas por las redondezas esperando el espectáculo, que estaba marcado para algunas horas más tarde, en vez de volver al hotel. Así acabamos entrando en este restaurante chiquito y encantador en uno de los flancos de la Plaza de España.
Las imágenes se atropellan, saltan a través de abismos de tiempo. La encantadora Sevilla parece aumentar su magia a esta hora del anochecer. Desde el gran ventanal que da para el río, podemos ver la atalaya de La Torre del Oro, un torreón del siglo XIII, toda iluminada por los reflectores bien disimulados entre las cañoneras de la almena superior. Un poco más a la derecha el Alcázar mira el perfil de la Catedral. Una llovizna fina pero insistente comienza a desdibujar los perfiles de las personas afuera. Sin embargo no hace frío, es la hora en que las callecitas estrechas de la ciudad antigua con el Barrio de los Judíos quedan todas perfumadas por el aroma de las dama-de-noche colgando de los balcones. A través de los vidrios empañados del hall los contornos de los paseantes parecen fantasmas flotando en la neblina que se viene levantando perezosa desde la arboleda.
Ya desde antes del viaje yo no me separaba del cristal, porque alentaba la esperanza absurda e irracional de que él podía traerme el final de la historia que yo buscaba sin éxito desde hacía años. La piedra era en realidad un pedazo de vulgar cuarzo verde de esos que se encuentran con toda facilidad en las canteras del norte del país.
Vi que el Negro casi no levantaba los ojos, parecía dialogar con los romboides puntiagudos de las estrías, acariciando el bisel perfecto de sus esquinas. Levantó el índice para llamar al mozo.
-Vos habías prestado el Viaje a Ixtlán en esos días y ya comenzábamos a trillar caminos diferentes, porque me acuerdo de nuestras primeras discrepancias, especialmente en relación al indio. Es que Don Juan ya me parecía un tonto a pesar de toda su sabiduría, porque lo veía fatalista y siempre hablando del destino, y todos aquellos delirios me parecían puras consecuencias de los viajes de mescal, que él consumía continuamente. Vos sabés, yo comenzaba a ver las cosas de otra manera, me sentía fascinado por Hawkins y Darwin y la selección natural.
-Sí, y fuiste el primero que me habló de física cuántica y del entrelazamiento, mismo que, como vos decías, no entendías nada de aquellas terribles ecuaciones. Y yo, para completar, no entendía nada de tus explicaciones. Siempre fui un lego en esas cosas y la clase de ciencia era un martirio insufrible. Querías convencerme de que no hay destino y que la vida evoluciona infinitamente basada en la idea del acaso y las probabilidades. Entonces explicame: estás en un lugar donde no deberías, en el exacto momento en que tu guitarrista favorita va a dar un recital tal vez por la única vez en su vida ¿Y vas a hablarme otra vez de la casualidad y de que no hay un plan ya diseñado para nosotros? Tu ateísmo ya me habría irritado si no fuera porque soy tu amigo desde que éramos apenas pendejos de pantalón corto.
-Fatalismo y casualidad. Las dos cosas juntas, Juancito, así es que parece ser para mí. Me acuerdo de un diálogo en Forrest Gump cuando Tom le dice a su amigo inválido que para algunas personas nuestra vida está marcada por el destino y la fatalidad mientras otras afirman que somos como hojas llevadas por el viento y él piensa que tal vez las dos cosas estén ocurriendo al mismo tiempo.
En aquel momento la realidad de esta noche era tan probable como que ahora estuviésemos jugando al poker en alguna isla del Caribe o vos trabajando de guarda en un ómnibus de Cutcsa tomándote unas cañas con tus colegas en el bar de Avenida Italia y Propios. Y mi guitarrista podría estar dando un concierto en Indonesia o en el jardín de la casa jugando con su perro.....
- Todas las cartas estaban en la baraja de la gitana aquella vez, Indonesia, el Caribe, tus amigos del ómnibus que nunca existieron y el perro de la Anita, todos con exactamente las mismas chances de ganar la lotería, tanto como esta noche y este bar. Esa es la fatalidad porque era inevitable que una fuese elegida, pero una serie casi infinita de circunstancias fortuitas debió encajarse para que nosotros llegásemos hasta esta mesa.
Si hubiésemos perdido nuestro tren desde Madrid, con certeza llegaríamos aquí de noche, a una hora bien impropia para pasear por la orilla del Guadalquivir, probablemente un taxi para llegar al hotel sería mucho mejor opción. Entonces no habría existido esta caminada, nunca habríamos pasado enfrente del teatro, no habríamos sido alertados por las luces de la marquesina con el letrero del concierto. O hasta podríamos haber llegado mañana, cuando el concierto ya hubiese pasado. De alguna forma muy curiosa nosotros estábamos presos a las cartas de la gitana y al mismo tiempo libres, podía ocurrir cualquier cosa y el puro acaso quiso que fuera esta noche.
Pero si alguien pudiese ver el cuadro total desde afuera, podría afirmar con toda razón que este encuentro estaba marcado y determinado por la fatalidad.
-Dejame ver si consigo seguirte. Eso es como decir que mismo ahora, después de tantos años, continuamos presos en el parque y en aquella noche, pero al mismo tiempo somos incapaces de saber lo que va a ocurrir de aquí para adelante ¿cierto? Y ya sé que me vas a explicar de nuevo el entrelazamiento cuántico, donde las cosas están inseparablemente conectadas pero al mismo tiempo no existe fatalidad y mi cabeza no entiende cómo eso es posible.
-Exacto. Y si tu memoria no te falla, es más o menos eso lo que venías diciéndome cuando ya saliendo del parque tuviste la impresión de estar prisionero de aquellos árboles. La física cuántica no tiene, por lo que yo sé, una explicación para eso. Pero no me critiques, amigo, porque Castañeda y el indio tampoco la tienen. Siempre evitaron hablar de esas cosas. Ahora se trata de calmar la ira de los directores, quién sabe mi ángel de la guarda me sugiere un final en algún sueño, como en los cuentos de hadas.
-Difícil soñar con tanta cafeína. Pero bueno, pedí otros dos con crema y el mío bien hirviendo, que Anita no se va a poner impaciente por causa de algunos minutos.
La luz de un auto rebotó en el cristal y éste soltó un destello muy breve, como una chispa, lo que distrajo mi mirada otra vez hacia afuera, hacia el torreón. Ahora iluminado desde un ángulo diferente, presentaba una semejanza flagrante con la glorieta.
-Tal parece que hasta sería posible entrar por los agujeros de la torre y del otro lado aparecer de nuevo en el parque, dice el negro acariciando la piedra con los ojos semicerrados, como quien está pasando por un trance hipnótico. Me pareció que tenía necesidad de desahogar algo guardado hacía mucho tiempo.
-Hay una parte en el cuento que me intriga – vos decís que otra noche volviste a la glorieta en secreto buscando a la mujer de rojo. Y esa es una parte que me incluye, porque yo era uno de los que estaba en el grupo que literalmente te rescató del lago esa vez. Tu hermana me había llamado preocupada porque vos habías salido hacía horas y nadie sabía donde andabas.
-Me llamó diciendo que iba al estadio, pero vi por la televisión que hoy no juega Liverpool ni hay ningún partido...y anda tan extraño después de aquella noche cuando ustedes lo trajeron todo lastimado. Él había dicho que iba a un concierto y también era mentira...yo creo que es todo por esa mujer que conoció en el parque, aquella guitarrista, sí, el gordo Conserva me contó que sabés cómo lo trae, ni te cuento, anda perdido que parece un zombie.
-Ella misma me indicó cómo podría encontrarte. Ni lo pensé dos veces. Pasé corriendo por el almacén de Francisco, que todavía estaba abierto y me llevé al Mapache, el Osvaldo Conserva y el Drome mientras les iba contando por el camino
-Sí, la Mary me avisó que hoy no juega Liverpool, él dijo eso para escaparse.
Tuve la impresión ahora de que el cristal estaba mayor y brillaba de una forma diferente. El Negro parecía colocarle palabras a mis pensamientos.
-Está más brillante y aumentando de tamaño, dijo sin emoción, como anticipando que eso ocurriría. Vamos a dar una vuelta por la alameda.
La iridiscencia, que ahora se expande en destellos azulados, crece lentamente hasta abarcar todo el espacio fuera del local, de modo que en un momento estamos en la misma alameda que podíamos ver desde adentro, pero al mismo tiempo separados, porque no podemos tocar a las personas, no podríamos extenderles la mano ni llamarles la atención porque ellas no pueden vernos, están hechas de la misma neblina pastosa que atraviesa ya toda el área de la explanada, desde los galpones del astillero hasta el portón trancado del recinto de la Torre del Oro.
-Fijate las personas dentro del comedor. ¿No ves algo familiar?
Las figuras, ahora del otro lado del ventanal, se alargaban y se deformaban como en las tiras publicitarias.
-Sí, igual que en el parque cuando estábamos con los gitanos y vos dijiste que ellos venían bajando pareciendo anguilas o lombrices o alguna otra cosa así, todos estirados.
Escucho voces gritando a mi derecha, del otro lado de la calle, mientras algunos gurises pasan corriendo y hablan cosas entrecortadas que no puedo entender. Parecen muy nerviosos. Uno de ellos lleva una gruesa cuerda. Son cuatro figuras que se me antojan vagamente familiares pero que no puedo asociar a alguien en especial. Y van directamente hacia el pequeño estanque en la bajada detrás de la glorieta que está oscura ahora.
Pero no importa, me guiaré por los cristales que en noches así están todavía más brillantes para ir a buscarte en el matagal donde nacen los cardos. Porque habías llegado de sorpresa en medio de la noche, justo después del Preludio cuando hay una pausa y ya sé que vendrá el Loure y seguiré tus manos que otra vez se mueven sin un sonido y vos desanimada parás después de dos acordes sabiendo que es inútil no son las manos bobo, me decís, ya sabés que ellas no pueden tocarlos cuando la madrugada ha entrado y a Agata no le importa si me muevo en la cama, pero Sharee ronronea y se acomoda nerviosa para el otro lado reclamando porque está frío y no la dejo dormir y de nuevo te vas a evaporar igual que las sombras de los gitanos en el baldío y volveré a perder el camino.
Por eso tuve que escaparme inventando mentiras para venir a parar otra vez aquí entre los charcos arrastrándome hasta sentir las zarzas y los espinos ardiendo como alfileres en mis brazos y en mi cara, mis ojos se cierran y sangran y me estiro y nunca llego porque los cristales están muy lejos y no puedo alcanzarlos hasta que voy a dar con mi cuerpo en la orilla del lago con las manos sangrando por los pinchazos de los abrojos.
-Fue cuando nosotros ahora asustados y alertados por tus gritos llegamos corriendo y entonces
Ustedes me levantan, me sacan todo embarrado del agua helada de la laguna, sos loco - me dicen - querés morirte en ese frío, sabés que no vendrá esta noche, no se puede danzar con esa escarcha, quién sabe mañana, si aparece la luna de nuevo iluminando el claro tal vez.
-Pero hay algo que debés acordarte y que no entiendo por qué no mencionás. Había que bajar con el rappel porque el barranco estaba imposible después de la lluvia. Osvaldo bajó primero, sus manos resbalaron en la soga mojada y él cayó a pique por el declive hasta chocar la cabeza con un objeto brillante, allá en el fondo. Primero pensamos que debía ser algún trasto de metal, de los tantos que los visitantes dejan desparramados ajenos a la limpieza del parque. En realidad era la base de una pared, pero de vidrio, tan brillante que casi nos dejó ciegos. Nunca nadie nos había dicho que el parque tuviese límites.
-Es igual en todos lados - dijo el Drome - ya anduve por los breñales atrás del basural y me escurrí por debajo del puentecito hasta llegar al Museo, todo rodeado de vidrio tan brillante que lastima los ojos. Pero no es siempre así. Hay otros momentos en que se puede andar debajo de los olmos y pasar más allá del baldío hasta salir a la avenida por la parte de atrás. Volvimos callados a nuestra mesa del restaurante. Parecíamos regresar de un largo viaje cuando la observación del mozo nos trajo de vuelta.
-El café ¿lo quieren con sacarina o azúcar común?
-Es claro que me acuerdo del incidente. Pero ni pensé incluírlo en la historia, porque después los críticos van a salir diciendo que ando copiando a Stephen King.
El Negro tomó despacio el resto de su café, la hora del concierto se acercaba y me miró muy serio. Era una mirada que quemaba con un ardor implacable bajo los reflejos tornasolados del cristal, y mostraba como un diamante la pureza intocable de aquella camaradería que venía desde los días inocentes de la adolescencia y había continuado así para no cambiar más.
-Tuviste suerte que te encontramos a tiempo - me diría mi hermana al otro día - ya sabía que mismo si hubiera partido en el estadio vos no podrías ir, porque la cúpula estaba levantada a esa hora. Por eso ya para prevenirme le di el paquete con la soga al Negro y le dije:
-En el parque, el estanque. Y vayan volando por favor porque la noche está oscura y es fácil caer por aquellos desfiladeros donde a veces aparece algunos de los locos que escapan de la casona y quién sabe, pueden ser peligrosos, dicen que andan armados y atacan a las personas para robarlas.
Así por mi hermana yo vine a saber del asilo. Y no pasaría mucho tiempo antes de conocerlo con mis propios ojos.
-Una tarde, después de terminar un partido en el campito, a algún chistoso se le ocurrió, sólo por divertirse, dejarme trancado en uno de los baños. Me pasé un buen rato gritando hasta que percibí que nadie vendría a abrir la puerta. Entonces me quedé dormido hasta que se hizo de noche. Me desperté al percibir un fino rayo de luz provocando un reflejo en la pared . Obviamente alguien había entrado mientras yo dormía y después se había ido sin notar mi presencia, dejando la puerta abierta.
Y es en este punto en el que yo me separo de aquellas explicaciones que pretenden eludir la religión y acaban cayendo en celadas todavía peores, como las tendidas por las diferentes formas de esoterismos, que en el fondo nunca van más allá de delirante metafísica queriendo refregarme por la cara la idea de que no podría existir el reloj sin el relojero, y esa es la trampa, porque de esa forma ellos hacen entrar de nuevo la idea del dios creador, pero ahora por la puerta de atrás.
Y tu Indio ahora iba a querer explicar lo que voy a contarte hablándome de la Puerta Secreta y del Guardián. Para mí la vida no está regida por ese tipo de causalidad fatalista. Me seduce más la visión de Forrest Gump que todos los libros que recitan los misionarios de las iglesias. Entonces no pienses que yo pasé por algún tipo de experiencia trascendental, ya sea mística o provocada por alucinógenos, que las dos me parecen formas baratas de querer entender la realidad. Porque en aquel momento, la única puerta mística para mí era la del baño, que por acaso estaba trancada, y si había un guardián que mereciese mi devoción sería el del parque, que justamente había acertado a pasar cerca de los baños con ganas de orinar, y era por eso que estaba ahora del lado de afuera y me había salvado de dormir sobre las baldosas. El hecho es que algunos minutos después allá estaba yo andando bajo los rosales del invernadero, sin saber que el parque me estaba esperando con una nueva sorpresa.
Pasé un tiempo interminable dando vueltas, alcancé los confines de la propiedad donde no existe más la verja de hierro. Ahora el límite es el muro posterior de una construcción abandonada habitada por La Colonia, una forma eufemística de decir el manicomio. Sobornando al vigía, conseguí entrar al predio y pude ver de cerca cómo es la vida allá adentro. A ningún paciente le es permitido salir más que para dar una vuelta por los jardines, que siempre acaban en las paredes de vidrio con sus aristas afiladas. Y las paredes son tan brillantes que, mismo transparentes, no dejan ver hacia afuera, por eso ellos se van quedando ciegos con el tiempo.
Allí no existe día ni noche, todo está parado para siempre en el brillo incandescente de los ventanales que ofuscan. Me acordé de lo que dijo el Drome. Todo rodeado de vidrio. Esa es la única visión posible dentro del cristal. Ellos nunca oyeron hablar de los gitanos ni del parque, en realidad ni saben que el parque existe. Pero algunos me contaron que a veces se escucha una música que viene del otro lado de los muros. Y que ellos creen que eso debe ser cosa del demonio porque la música no parece humana, es más como aquellas cantigas encantadas de los cuentos de hadas que provocan delirios. Uno me dijo que cierta vez, deambulando cerca de la empalizada de robles, escuchó el sonido del viento haciendo vibrar las paredes de vidrio, y era eso lo que provocaba la música. Me recordó las palabras de la gitana, sólo que ella hablaba de burbujas de vidrio rompiéndose. Diferencias que no pasan de meros detalles.
Así, ya muchos se han perdido entre los rosales y a veces los guardianes recogen a uno u otro que aparecen muertos por los caminos donde van a suicidarse cuando no aguantan más tanta luz.
Por todos lados el recinto es surcado por trillas eternamente castigadas por la lluvia y la hojarasca donde me crucé con alguno de los enfermos perdidos. Pero continúan existiendo precipicios y atajos más allá de la barrera que delimita el matagal, y rastros dejados por caminantes desconocidos donde perdí el rumbo, me escurrí entre los portones herrumbrados pensando que podía ser la verja, volví muchas veces a meterme en recodos de los cuales ya no tenía memoria.
-Ahora me parece obvio por qué acabamos haciendo este viaje - dice el Negro. Porque después de tantos años los dos precisamos entender lo que pasó aquella noche. Necesitamos encontrar la clave de los cristales.
-Y antes de cuatro días. O tendremos problemas.
-La hora ya se acerca y todavía tenemos algunos minutos para comer algo. El show promete ser largo y no pienso asistirlo con el estómago vacío. Podíamos pedir unas medialunas con más café ¿no?
-Sí, y vamos a abrigarnos que la noche va a ser fría. Todavía tenemos que encarar el Guadalquivir y casi no se ve nada en esa niebla.
-A partir de ahora, Alea Jacta Est, como dijo César.
-Pero no te confundas con tu lección de Historia. Esa ahí fue en el Rubicón.
Atravesamos el hall y salimos por la puerta que da al estacionamiento, en la parte posterior del restaurante. Afuera no vimos ni rastros de la niebla. Era una noche clara apenas acariciada por una llovizna tibia y refrescante. Y comenzamos a dejarnos ir cuesta abajo bordeando el río en dirección al teatro. Mientras cubríamos el corto trecho a través del Paseo de las Delicias, el Negro, socarrón y provocador como siempre, de repente me comentó:
-Ahora, flaco, para ser sincero, esa tu guitarrista, qué mujer ¿eh? entiendo tu preferencia.
Me hizo gracia la salida inesperada.
-Sí, ella aparte de todo es muy bonita. Pero vos sabés, lo que realmente me cautiva es su arte, aquel toque lleno de garra apoyado en una técnica perfecta...
Cada vez que el negro veía una chance de irse para el lado de los tomates no perdía la oportunidad, había sido así toda su vida.
-Dale pochito, confesame, toda esa devoción ¿Sólo por amor al arte?
La oportunidad era propicia para aflojar un poco la tensión después de una noche llena de evocaciones e historias marcantes para los dos, entonces la seguí.
...Aunque, para serte sincero te confesaré que sí, ya en algún momento me dejé llevar más allá de la música y vos sabés, uno no puede controlar a veces su lado humano. Te voy a decir más, y esto es algo que sólo a vos te contaría, porque siempre fuimos como hermanos. Un día yo estaba viendo un video, creo que era la Suite para Cello, y ella estaba así tan linda que en un momento en que la cámara la muestra desde atrás, hasta reparé sin querer cómo el vestido rojo, descubierto en la espalda y amarrado sólo con un lazo, dejaba ver dos pequeños lunares del lado izquierdo, uno cerca del hombro y el otro más abajo, a medio camino de la cintura y ligeramente a la derecha. Pero también fue sólo eso...
-Bueno, no te desanimes, quién sabe te los deja ver un poquito más de cerca esta noche...
Y empezamos a reírnos con tantas ganas que las personas nos miraban como si fuéramos locos o como podrían habernos visto aquella noche helada de invierno, dentro de un grupo de gurises regresando bastante embriagados de una fiesta dispuestos a atravesar los claroscuros de un parque en la neblina.
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El teatro acompaña el estilo arquitectónico de la ciudad vieja, lleno de reminiscencias de la ocupación árabe, con sus columnas engalanadas de filigranas y los robustos capiteles soportando la bóveda no muy alta ilustrada con escenas religiosas. Una pesada puerta giratoria nos conduce al hall central, con su escalerita de cuatro peldaños de madera lustrosa que lleva a la boletería, también en forma de arco, donde decenas de personas ya se agrupan en una ordenada fila.
Toda el área del vestíbulo está forrada por gruesos tapices en tonos de púrpura oscuro. Hay unos grandes espejos con luminarias y una pequeña fuente bien en el medio sostenida por un círculo de leones que miran hacia afuera y que recuerdo haber visto en la Alhambra.
Mi amigo me llama la atención para una parte del cortinado donde se abre una pequeña brecha. La mano de alguien que no vemos nos hace señas para aproximarnos. Llegando más cerca, vemos que la cortina hace las veces de una puerta inexistente dando entrada a un cuartito también similar a las pintorescas alcobas del Alcázar. El desconocido nos pide que esperemos un momento. Está casi completamente oscuro, con un pequeño candelabro y su única vela que arroja una media luz tímida en el lugar vacío, sin un único mueble. Por las voces sentimos que la sala está repleta pero no se puede ver nada. Sólo el escenario en sombras con una silla en el centro bañada por un foco de un amarillo pálido.
Al lado, una guitarra descansa en un soporte de metal. Sólo ahora me doy cuenta de que mi mano derecha apreta con fuerza el cristal, que en ese momento no emite ninguna luz. Los pasos apagados que comienzan a aproximarse desde el fondo me alertan casi al mismo tiempo que la voz del Negro:
-Ahora !
Instintivamente dirijo el cristal hacia el área de donde vienen los pasos. Entonces lo siento vibrar y abrirse lentamente con una luz muy débil y difusa que parece irrumpir del mismo violeta púrpura que domina todo el lugar y arroja unas sombras fantasmagóricas sobre la pared del fondo. Pero es una luz extraña y sensual, que se mueve y flota y parece llenar la pieza con las imágenes que se diluyen unas en otras, las imágenes que son apenas manchas indefinidas hasta que vemos el rojo brillante del vestido que estalla desde una esquina y se abre como un fuego ardiente a la luz del cristal. El vestido es lo único que vemos en la penumbra del cuarto. Sin demostrar sorpresa, como si hubiese esperado por este momento durante mucho tiempo y casi sin detenerse, una voz muy suave me dice
-Bueno, finalmente llegaste! pero ¿Por qué has demorado tanto?
y tras una pequeña pausa
-Vamos, rápido, que ya tengo que empezar!
Eel diminuto cuarto se abre directamente a un largo corredor que lleva hasta el escenario desde la parte de los bastidores donde nos encontramos ahora. Es un pasadizo oscuro y de techo bajito, iluminado por unas lamparillas de luz tenue aquí y allá, de modo que los ojos sólo consiguen ver un par de metros adelante, siempre andando sobre la gruesa alfombra que ahoga las voces. Las paredes dan la impresión de ser hechas de una mampostería muy delgada, con algunos cuadros mostrando músicos ilustres dispuestos a ambos lados.
Ella comienza a andar a mi izquierda con paso apurado. La iluminación es tan débil que no puedo ver el rostro.Ya en condiciones normales no lo vería, porque ella camina sin girar la cabeza, siempre mirando hacia adelante, una mecha de cabello castaño escondiendo parcialmente el perfil. Pero le adivino el mismo encanto misterioso y cautivante que sentí aquella noche escondido entre los canteros del parque. El Negro viene a mi derecha sin decir una palabra, tan intrigado como yo por lo irreal de la escena. Después de algunos pasos,ella enza a susurrar con una voz que parece también ser atenuada por el silencio del lugar:
-Siempre supe que vendrías, desde aquella noche, por los gitanos. Pero algunas cartas no se acomodaban en la secuencia cierta, varias veces pasaste los límites del parque y te perdiste en las trillas. Ellos tuvieron problemas y sólo te encontraron con ayuda del cristal, hasta que finalmente consiguieron traerte, y a tu amigo, que desde el principio te ha acompañado.
Vos caminás a mi lado y ves cuando ella levanta el brazo derecho para indicarnos la primera fila de la platea con los dos únicos lugares libres, antes de andar los pocos pasos para llegar al fin del corredor, donde va a doblar a la izquierda y separarse para seguir la otra escalinata que lleva al escenario. Y no podrás olvidarte porque fue en ese momento que los dos reparamos en las manos.
Los dedos parecen los bailarines danzando sobre las cuerdas, me habías dicho, las manos que no producían sonido aquella noche cuando lloré en el parque y después otra noche en que soñé y Sharee se despertó asustada, no son las manos bobo, ya sabés que ellas no pueden tocarlos, los dedos muy finos y largos que yo conocía tan bien, capaces de construir aquellos acordes casi imposibles hasta que ya en el último momento vos ves como yo, Negro, cuando ya casi pisando las tablas y el proyector del fondo ilumina ahora sí completamente el palco, vos ves lo que ya sabías, porque yo te lo había contado a orillas del río. Cuando ella se adelanta dos pasos y gira muy rápido la cabeza hacia la izquierda los dos vemos el vestido descubierto atrás sólo anudado por un lazo, el cabello corto resbalando por un instante sobre la espalda, la espalda con los dos lunares del lado izquierdo.
Santo André / San Pablo, agosto 2018
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