EL SECRETO DEL HIELO





El invierno se había abatido con toda su fuerza sobre Europa en aquellos primeros días de 1894. El pueblito de Passau, en la baja Baviera, a pocos kilómetros de la frontera austríaca, está hundido en un manto blanco. Encantados con ese escenario, varios chavales del lugar se divierten, ajenos al rigor del clima. El estrecho río Inn, un pequeño afluente del Danubio, estaba congelado hacía una semana y era el principal atractivo para la gurisada. Desde la ventana de su buhardilla Max Tremmel, con cuatro años de edad en aquel momento, contempla una escena que lo deja aterrorizado. Un trineo desgobernado con cuatro jovenzuelos a bordo desliza por un declive y va a chocarse de frente con el tronco de un grueso abedul. Uno de los chicos es arrojado varios metros adelante por el impacto. El peso de su cuerpo, al caer, abre una brecha en el hielo fino y él es tragado por las aguas semicongeladas. La corriente es demasiado fuerte, ella viene ganando velocidad al bajar directamente desde los cerros. Aquel crío no tendría la menor chance de escapar a la muerte.

Max escucha un bullicio y mira hacia la derecha, donde ve un joven de cuerpo musculoso y atlético alcanzando la línea del agua y, sin perder tiempo en quitarse la ropa, arrojarse en el torrente para salvar al rapaz. Tremmel conservará hasta la hora de su muerte la imagen de aquel arrojado adolescente emergiendo de las aguas tiritando y desfalleciente, depositando el cuerpecito frágil dentro de unas ropas de abrigo que algunos moradores se habían apresurado a proveer. El muchacho es Johann Kuehberger, un estudiante de órgano y liturgias medievales, aspirante a Vicario de la Catedral y futuro sacerdote.

La historia se propaga por Alemania y poco después está siendo comentada a todo lo largo y ancho de Europa. Kuehberger es idolatrado como un santo. Repórteres de todas partes del mundo acuden a la villa ansiosos por saber más detalles sobre los personajes de tan inusual acontecimiento. Pero los vecinos siempre acaban respondiendo que han escuchado la historia de otras personas, nadie afirma haber sido testigo presencial. El episodio comenzó a confundirse con la ficción y pronto pasó a formar parte del folklore local. En el poblado muchos sospechaban que pudiese ser apenas un delirio de Tremmel, un párvulo de salud bastante precaria y que justamente por eso no estaba en aquel momento jugando sobre el hielo con sus compañeros. Esa situación perduraría por un buen tiempo. Pero algunas revelaciones inesperadas surgidas durante los años iniciales del siglo XX, irían a cambiar la visión de las cosas.

Primero fue la publicación de Out of Passau, de la pesquisadora Anna Elisabeth Rosmus, que vivió durante algún tiempo en el lugar, donde afirma haber presenciado con sus propios ojos el momento en que Johann salió del río con el mocoso en los brazos y se desplomó encima de unas mantas traídas con urgencia para evitar la muerte de los dos. Un tiempo después, el periódico local Donaizeitung-Danubio vuelve a hacer referencia al hecho insistiendo en la misma fecha de 1894. Sugiere incluso la existencia de un cuadro del pintor italiano Fortunato Matania retratando ese momento. Pero nuevamente el clima de fábula se adueña de los comentarios. Nadie ha visto esa pintura, nadie es capaz al menos de dar alguna pista de su paradero. Y para colmo, el texto no posee una única ilustración.

Tres años antes de estos sucesos, y sin tener ninguna relación con ellos, Henry Tandey nacía en Leamington, Inglaterra, y había ido a parar a un orfanato desde muy pequeño luego de atravesar traumáticos momentos de violencia doméstica y desavenencias familiares. Trabajó como camarero de hotel en su ciudad natal y, muy joven todavía, visitando un museo londinense, vino a descubrir por una fantástica coincidencia una tela que lo impactó profundamente. El lienzo de Matania, que retrata el acontecimiento narrado por Tremmel y de cuya existencia él no tenía la menor idea.

El pintor italiano había dado un matiz muy realista a la figura del chiquillo casi exánime, con los ojos desorbitados y la mirada petrificada. Tandey vio en aquellos ojos la misma tristeza de su sufrida infancia, la misma angustiosa necesidad de amparo y la imagen dejó una honda huella en su memoria. Pero esa tarde pronto será olvidada. Vinieron los años del servicio militar, después el estallido de la primera Guerra Mundial y el posterior alistamiento, hasta ser enviado al frente, donde acabó herido tres veces en batalla entre 1914 y 1917.

En 1918, cerca del fin de la guerra, británicos y alemanes traban combate en la región de Marcoing, en el frente francés. Presionados por el ejército inglés, los alemanes retroceden y algunos reclutas bastante malheridos quedan para atrás, aislados en un pequeño valle, entre ellos un joven Cabo de unos 30 años, en pésimas condiciones y perdiendo mucha sangre. Cuando Tandey llega con su grupo se encuentra con los rezagados. Percibe que uno de los soldados está muy malherido, no consigue ni levantar su arma y se prepara entonces para morir. Los dos se miran en silencio por un largo segundo. El británico ve por la mira telescópica de su rifle los ojos del otro y enseguida, perturbado, bajo el arma. Sabe que no tendrá coraje para disparar en un hombre indefenso y agonizante. El alemán mueve la cabeza en señal de agradecimiento, y cuando Tandey ya se da vuelta para seguir su camino se despide con un nombre que él inmediatamente olvidará. Pero no se olvidaría nunca de aquellos ojos. Otra guerra sobrevino y pasó. Casi treinta años transcurrieron después del fin de la primera. Henry Tandey se volvió un oficial lleno de condecoraciones y medallas. Y siempre mantuvo fija en su cabeza la idea de que, fuera de la pena profunda que le inspirara aquel moribundo, existía algo más que había frenado su dedo para que no apretara el gatillo.

Una noche soñó con aquel incidente en las trincheras. En su sueño vislumbró que existía alguna relación secreta entre aquella tarde y la otra ya lejana de su adolescencia en que vio aquella pintura en el museo. Así que decidió regresar en busca de alguna pista. La pinacoteca había aumentado enormemente durante todos esos años. Los espacios internos y las galerías habían sido totalmente remodelados para albergar la producción de las talentosas nuevas generaciones de artistas de la Europa de post-guerra. No recordaba el nombre del pintor ni su nacionalidad, pero confiaba en que si aquella obra estuviese en el local, él la encontraría. Después de recorrer varios de los corredores, al fin del día vio sus esfuerzos recompensados. El legendario retrato estaba semioculto en un rincón, en un área de documentos históricos poco visitada por los turistas. Fijó su mirada en los ojos del chiquilín mientras era devuelto a la vida por los brazos robustos del joven Kuehgerber. Su conciencia le trajo del pasado la imagen nítida del soldado enemigo en el visor de su rifle. Eran los mismos ojos, congelados, llenos de miedo, ojos que no mostraban nada más que sufrimiento. Un acaso aterrador y diabólico había evitado la muerte de aquella criatura por segunda vez. Sintió sus piernas aflojarse hasta no ser capaces de soportar el peso del cuerpo y cayó de rodillas frente a la tela. Sin querer, descubrió la pequeña placa en el ángulo inferior derecho. En el escueto epígrafe pudo leer:

Fortunato Matania- El rescate del niño Adolph Hitler en Passau- enero de 1894







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