LA MEMORIA Y EL MECANISMO DEL OLVIDO



LA MEMORIA Y EL MECANISMO DEL OLVIDO.

¿Podríamos ser capaces de recordar todas las sensaciones, sentimientos, imágenes, sonidos, rostros y fragancias de un único día de nuestra vida? ¿Y si pensásemos en términos de un año, diez años, cincuenta años? Mismo en el caso de que eso fuese posible, ¿existe algún lugar en nuestro cerebro destinado a guardar todas esas cosas?

                                                                                             El cerebro: ¿una biblioteca ilimitada?

En su relato de ficción Funes, el memorioso, nos cuenta Jorge Luis Borges la historia de Ireneo Funes, quien, a raíz de un traumatismo cerebral producido al caer de un caballo, quedó tullido en una cama hasta su muerte al tiempo que ganaba una habilidad insospechada: la capacidad de no olvidar una única cosa que penetrara en su mente. Se volvió incapaz de pensar, de tener ideas abstractas, “no sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez”.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Acabó perdiendo la capacidad del sueño. Pasaba las horas de la noche sin dormir y sin encender la vela, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. Murió con 21 años, víctima de una congestión pulmonar.
Por fortuna para nosotros, el magistral relato de Borges es una absoluta utopía, una imposibilidad de la naturaleza. La memoria total, el exceso de información, nos llevarían a la insanidad en mucho menos tiempo del que necesitó Ireneo para morir, unos dos años.
Dice Aldous Huxley en “Las puertas de la percepción” que el cerebro posee una válvula reguladora con la capacidad de controlar la cantidad de información que absorbemos, dejando pasar sólo un mínimo de impresiones necesarias para nuestra sobrevivencia y desarrollo como especie, porque si fuésemos capaces de asimilar la realidad de una forma ilimitada, tal como ocurre con nuestro desdichado Funes, nuestra cabeza no aguantaría, seríamos de inmediato aniquilados. Lo que nos pone de frente a la obvia pregunta: ¿Cómo es que nos libramos de la información inútil?
Las últimas investigaciones en el terreno de la neurociencia y el funcionamiento de la memoria en los sistemas biológicos, están mostrando de forma cada vez más nítida que el cerebro humano no guarda información en ningún lugar determinado, así como tampoco posee nada parecido a una lata de basura para almacenar recuerdos no utilizados. Para eso entra en juego el mecanismo del olvido y el principio es muy simple: en un tiempo más o menos variable, lo que no se usa se descarta. ¿Parece extraño? No tanto, si conseguimos acompañar paso a paso lo que la ciencia nos muestra como evidencia firme, resultado de pesquisa muy cuidadosa.
Desde hace mucho tiempo la neurolingüística sabe que, con relación al tratamiento de la información adquirida, el cerebro separa la memoria de corto plazo (MCP) y la memoria de largo plazo (MLP).
La MCP (también llamada memoria de trabajo, primaria o activa) se refiere a aquellos sucesos de poca importancia, situaciones casuales, momentos fugaces que no nos despiertan gran interés, etc. El cerebro crea un tipo de redes neuronales bien débiles, escasas en cantidad y extremadamente flexibles para esta clase de material. Cuanto más trivial sea la naturaleza de tales registros, tanto más fácil será quebrar esas conexiones precarias y hacerlas desaparecer. Y la principal herramienta para eso es una clase de enzimas, las fosfatasas, que retardan o impiden la formación de aquellas sinapsis básicas para el soporte físico de la memoria. Trabajando en especial con la MCP, ellas son muy efectivas en su trabajo demoledor. Aquí lo normal es que esos enganches sean quebrados. Dependiendo de la mayor o menor relevancia a que esos momentos se refieren, ocurre con frecuencia que algunos recuerdos no pueden ser recuperados nunca más. Nuestro mecanismo del olvido acaba de entrar en juego.



                                                                   Hipocampo y Amígdala

La MLP, entre tanto, se maneja con contenidos de un orden bien diferente: experiencias muy marcantes, dotadas de una fuerte carga emocional, decisiones cruciales que dejaron rastros profundos, momentos en que nuestra propia existencia fue puesta en riesgo. Agreguemos a esto aquellas actividades rutinarias, como aprender a nadar, andar en bicicleta, manejar un vehículo o hablar una lengua extranjera. Para que podamos desarrollar estos comportamientos, las conexiones creadas son más fuertes y variadas, en cantidad mucho mayor y reactivadas sin pausa, con la finalidad de hacer las asociaciones cada vez más firmes. En otras palabras, el cerebro tiende a favorecer la permanencia de lo que es muy importante o de lo que depende de la repetición.
Desde hace tiempo la ciencia viene prestando especial atención a la Amígdala, un entrelazamiento de neuronas en la profundidad de los lóbulos temporales de los mamíferos, que se encarga de asociar los recuerdos a las emociones anexadas a ellos. Sin la Amígdala, tal vez seríamos robots, cualquier experiencia de nuestra vida sería igual a cualquier otra, y por causa de eso, muchas veces hasta difícil de ser revivida. La emoción tiene la virtud de activar aquellas hormonas que fortalecen la memoria. Einstein, preguntado cierta vez cómo se las arreglaba para no perder una idea nueva en el supuesto caso de no tener a mano un cuaderno de rasguños, respondió: “Cuando tengo una idea nueva no se me olvida”.



                                                                          La Corteza pre-frontal


Debido a que las dos memorias trabajan en zonas bien diferentes, la ciencia pareció dar un paso decisivo al anunciar que había sido descubierta la localización exacta de cada una. La MCP se asienta en la Corteza pre-frontal y la MLP en el Hipocampo. Pronto comenzó a percibirse que eso era apenas una forma de simplificar la realidad para intentar explicar cosas mucho menos obvias. La afirmación fue enseguida controvertida y otras teorías ganaron terreno.
Hasta ahora yo he evitado hacer mención al hecho de que, no por causa de que la MCP se organiza en la vecindad de la Corteza, debemos concluir que allí existe un área especial para guardar cosas, algún tipo de gran biblioteca. Y lo mismo vale para la MLP con relación al Hipocampo. Entonces ¿cómo el cerebro es capaz de conservar un registro de toda nuestra vida, desde las más lejanas imágenes de la niñez?
En el siglo pasado, alrededor de la década de los 40, coincidiendo con la aparición de la informática, comenzó a difundirse una falacia que posteriormeente vendría a ser un pesado lastre en el estudio de la evolución de la inteligencia: que nuestro cráneo sería equivalente al hardware de la computadora mientras que los pensamientos, vida afectiva, etc, harían el papel de software. Es lo que Robert Epstein llama la metáfora PI (procesamiento de la información) en su brillante artículo "The empty brain".
La fácil analogía cautivó a la mayoría de la comunidad científica, pero algunos estudiosos menos conformistas comenzaron a afirmar que había algo equivocado. Desde aquel entonces hasta hoy, ni un solo recuerdo ha podido ser encontrado por los infatigables escalpelos de los cirujanos. Ni en las neuronas, ni en los terminales sinápticos, ni en ningún lugar. Hoy los neurocientíficos afirman, cada vez más sustentados por los resultados de la experimentación, que el cerebro no procesa, almacena ni recupera información, no copia palabras ni reglas de gramática y no tiene ninguna especie de buffer donde guarda MCP que después traslada para el área de la MLP. Computadoras trabajan así. Por medio de los algoritmos ellas son capaces de mover archivos almacenados en memorias físicas para permitirnos la realización de actividades concretas, como en el caso de los aplicativos. Sólo que organismos vivos no se comportan de esa manera (1).


                                                                                              Años 40: El cerebro como hardware

Vea un simple ejemplo. Imagine que yo le muestro una reproducción exacta de aquel billete de diez pesos que usted conoce tan bien  porque ya lo ha visto miles de veces. Entonces lo dejo contemplar la figura por unos minutos y después le pido que me haga un dibujo aproximado de la misma. Grande será su sorpresa al descubrir la cantidad enorme de detalles que escaparon a su percepción (sin considerar que usted, como yo, pueda ser un pésimo dibujante). Entonces ahora le pregunto: ¿Cómo es eso posible? ¿No dijimos que el cerebro guarda sus copias igual que un disco rígido? ¿Por qué entonces no le permitió ir a buscar el archivo original, para poder componer una figura más precisa?
También se menciona el caso de dos personas que escuchan la misma versión de una historia. Sus propios relatos, al principio casi idénticos, pronto comenzarán a diferir, a confundirse con el tiempo y la secuencia original de los acontecimientos. Ellas nunca conseguirán repetir el mismo contenido.
Volviendo a nuestras MCP y MLP, la ciencia comenzó a aventurarse por caminos bien diferentes. Sabemos que las dendritas (los centros receptores de las neuronas) aparte de tener características muy variadas, son muy flexibles, polivalentes, y crean redes bien complicadas, infinitamente maleables. Así como el cerebro puede “cargar” determinadas conexiones para dejar las memorias más robustas, también es capaz de hacer lo contrario, debilitarlas cuando es necesario, para “aflojarlas” y por fin descartarlas valiéndose de las fosfatasas. Él controla ambos procesos emitiendo señales de tipo eléctrico y químico (2).
Cada impresión que recibimos del mundo exterior responde a ese juego de equilibrio entre creación y destrucción, manejado por delicados cambios químicos a nivel molecular, lo que genera un “mapa de conexiones”. Por motivos sobre los cuales no podemos extendernos aquí, resulta que la zona de la Corteza pre-frontal es mucho más apta para favorecer el tipo de redes neuronales requeridas para la MCP así como el Hipocampo lo es para recibir las sinapsis más resistentes, donde es mínima la actuación de las inhibidoras fosfatasas. Eso es lo que la experimentación revela. No existen regiones físicas donde las memorias son alojadas. Existen los impulsos de las neuronas activando y desactivando circuitos sin parar y a una espantosa velocidad, llevando la información hasta el destino y en el momento exactos.
De la misma forma como hasta ahora no hemos encontrado el archivo original del billete, cuando aprendemos la letra de una canción ella no queda almacenada en ningún lugar, más bien liberamos hormonas que son las encargadas de activar enlaces específicos, cada uno con su propio diseño molecular. El mapa resultante es el que corresponde a la letra en cuestión. Digamos mejor que las neuronas han cambiado su configuración para hacernos posible cantar la canción.


                                                                       Neuronas y sinapsis

La capacidad de almacenamiento del cerebro se estima (en una aproximación muy primaria) que pueda ser de unos 2.5 Petabytes (1 Petabyte=1 millón de Gb) o sea, 2 millones y medio de Gb. Eso es el producto de 100 billones de neuronas trabajando a través de 100 trillones de sinapsis más el "auxilio" de unas mil proteínas en cada conexión. ¿Se anima a hacer el cálculo?
La imagen que en general se usa para que podamos tener una pálida idea de lo que eso significa, es la siguiente: imagine que usted es un fanático por programas de TV y no pierde uno, pasa 24 horas por día frente al monitor y hace eso durante unos 300 años (el número es también relativo o apenas aproximado). Entonces de repente, cual desdichado émulo de Funes, descubre su capacidad de recordar todos esos programas, del primero al último, y no sólo eso, también los escenarios e historias de cada uno y hasta los rostros y diálogos de todos los actores, incluyendo lo que usted mismo estaba  pensando y sintiendo minuto a minuto, si había sol o estaba nublado, qué ropa estaba usando, qué otras personas estaban presentes. Esa es la capacidad de nuestro supuesto disco rígido. Como se ve, mucho más de lo que podríamos necesitar.
Aldous Huxley, en su genial y futurista visión, describió eso como una “válvula reguladora”. Si la ciencia ya ha descubierto la existencia de ese componente yo no tengo noticia hasta ahora. Pero una cosa es obvia: exista o no esa válvula como una entidad material, eso no cambia el hecho de que Huxley estaba absolutamente cierto, porque el efecto es el mismo: de alguna forma nuestro cerebro nos está bloqueando la asimilación de información superflua para que podamos existir.
Desde tiempos inmemoriales el ser humano no ha parado de intentar ensanchar esa rendija, por todos los medios imaginables. Meditación trascendental, esoterismos, rituales de todo tipo (santos o satánicos), ingestión de substancias alucinógenas, mediumnidad, brujería, fanatismo religioso, hipnosis, comprimidos para la inteligencia, sectas como las de los Adoradores del Sol, que acostados sobre las piedras escaldantes de los desiertos hacen secar sus cuerpos hasta consumirse. Todos con la misma esencial aspiración: forzar la abertura de esa vãlvula para poder acceder a otro plano de conciencia.
Decía William James que “si nos acordásemos de todo seríamos tan infelices como si no nos acordásemos de nada”. En efecto, si el recurso del olvido no existiese, podemos imaginar la dificultad enorme que tendríamos para traer a luz una sola de nuestras vivencias, sepultada quizás entre cantidades enormes de información descartable.
Según Keith Miller, neurocientífico del Massachusetts Institute of Technology, pasarán siglos hasta que seamos capaces de entender las formas más básicas de la conectividad interneuronal. Un motivo de alivio para quienes sienten terror ante el avance de la inteligencia artificial y la substitución de la raza humana por un ejército de robots, como describe Isaac Asimov en otra saga futurista: Yo, robot.

                                                                                                                                                               OOOOOOOOOOO

                   
(1) Una distopia imposible: Transcendence


La metáfora PI a que se refiere Epstein, fue generada por las ideas de científicos como Stephen Hawking, Raymond Kurzweil y Randal Koene, que, partiendo de la asimilación del cerebro a una computadora idearon la posibilidad de descargar todo el contenido de la mente humana en una red tipo Internet. La idea dio como resultado la distopia cinematográfica Transcendence (2014). En primer lugar, no existen “bancos de memoria” que puedan ser descargados. Cada momento vivido a través de la existencia de cualquier ser humano se apoya en una estructura neuronal única, moldeada por experiencias únicas. Mismo si fuésemos capaces de reproducir por medio de un holograma el mapa total de nuestro cerebro, eso no tendría ninguna utilidad sin conocer el cuerpo que lo ha producido, la vida entera del dueño de ese cuerpo y la conformación de los trillones de terminales sinápticos comprometidos con cada uno de esos momentos.

(2) Cuando una neurona transmite información para otra a través del axón, la señal, emitida en origen como impulso eléctrico, por el camino se transforma en una carga química que será captada por receptores específicos en los terminales de las dendritas.
Postado por Lenguaviva-lingüística española
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